Sue Grafton - L de ley

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La detective Kinsey Millhone se aprestaba a ser dama de honor en la boda del hermano de su casero cuando, pocos días antes, acepta investigar para un vecino, Chester, por qué en los archivos militares ha desaparecido todo rastro de Johnny Lee, su padre recién fallecido y veterano de la segunda guerra mundial. ¡Adiós planes de boda!, porque, de pronto, alguien ha entrado en casa del difunto dejándolo todo patas arriba y Chester descubre, en una caja de caudales, una llave con esta misteriosa inscripción: LEY. A partir de entonces nadie es ya quien dice ser: ni Ray Rawson, el antiguo amigo del ejército, que quiere alquilar la casa; ni Gilbert Hays, a quien Kinsey sorprende llevándose una bolsa de la casa de Lee; ni Laura Huckaby, la mujer a quien aquél entrega la bolsa. A Kinsey no le queda más remedio que emprender una salvaje odisea en la que, para desenredar la madeja, acabará pasando por cualquier cosa, menos por detective…

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Puse la pistola en la mesa de la cocina y me acerqué de puntillas a la puerta del dormitorio. Golpeé con los nudillos y un momento después asomaba Ray la cabeza.

– Tenemos que avisar a la policía -dije. Quise entrar para utilizar el teléfono, pero Ray me puso la mano en el brazo.

– No lo hagas.

– ¿Por qué? -Hablábamos en voz baja para no molestar a Helen, que ya había tenido suficientes emociones aquel día.

– Mira, me reuniré contigo enseguida, en cuanto se duerma. Tenemos que hablar. -Fue a cerrar la puerta, pero se lo impedí con la mano.

– ¿De qué hay que hablar? Necesitamos ayuda.

– Por favor. -Me enseñó la palma de la mano y asintió para darme a entender que la conversación ya había comenzado. Y me dio con la puerta en las narices.

Volví a la cocina a regañadientes, para esperarlo. Encontré la escoba y el recogedor detrás de la puerta del cuarto de la limpieza y puse un poco de orden. Alguien había pisado el puré de la fuente caída y dejado un ligero rastro de batata, semejante a las cagadas de perro, por toda la habitación. Saqué el cubo de la basura de debajo del fregadero y me puse a recoger con cuidado los vidrios rotos y los cascajos de la fuente. La porquería que quedaba la recogí con una toalla de papel húmeda.

El fregadero y el mármol estaban alfombrados de vidrios rotos procedentes de la ventana reventada por la perdigonada. Me, costaba creer que los vecinos no hubieran llegado corriendo. Por el hueco entraba aire frío, pero no podía impedirlo. Saqué el viejo aspirador y enchufé la manguera al depósito de piel sintética. Lo puse en marcha y estuve unos minutos chupando vidrio. Entre que perseguía yo o me perseguían a mí, lo único que había hecho desde que había salido de casa había sido barrer y pasar la aspiradora. En cierto momento pegué el oído a la puerta del dormitorio y habría jurado que oía a Ray hablando por teléfono. Bueno. Puede que al final hubiera seguido mi consejo.

Volvió a la cocina cerrando la puerta del dormitorio a sus espaldas. Si dirigió en línea recta a la despensa, sacó una botella de whisky, bajó dos vasos de vidrio grueso y sirvió una potente ración para cada uno. Me tendió un vaso y me lo rozó con el suyo para brindar. Mientras yo contemplaba mi vaso, echó atrás la cabeza y apuró el contenido del suyo. Tragué aire y me bebí mi ración, ignorante del incendio abrasador que se me iba a declarar en el esófago. El calor me subió a la cara en el momento en que el estómago comenzó a arderme. Instantes después, la tensión se me iba como si fuera humo. Cabeceé tiritando mientras un gusano revulsivo me recorría el esqueleto.

– Puf. Qué porquería. Jamás seré alcohólica. ¿Cómo puedes tragártelo sin más?

– Hace falta práctica -dijo Ray. Se sirvió otro trago y lo engulló igual que el primero-. Es una de las cosas que echaba de menos en la cárcel.

Vio el Colt en la mesa, lo empuñó sin decir nada y se lo encajó en la cintura del pantalón.

– Gracias, Ray. Has echado a perder las huellas.

– Nadie va a buscar huellas -dijo.

– ¿En serio? ¿Por qué lo dices?

No me hizo caso. Entró en el comedor y sacó una caja de cartón, la vació, la aplastó, cubrió con ella la ventana rota y la fijó con la cinta aislante de Gilbert. La luz solar disminuía y seguía entrando frío, pero así al menos no podrían entrar los pájaros y los ovnis pequeños. Lo observé mientras sacaba las cazuelas y sartenes de la pila y las amontonaba al lado para fregarlas. Me gusta contemplar a los hombres que colaboran en las faenas domésticas.

– Te he oído hablar por teléfono. ¿Llamaste al 911?

– Llamé a María para saber cómo estaba. Gilbert le ha dado una paliza. Dice que tiene la nariz rota, pero no quiere presentar ninguna denuncia mientras él tenga a Laura.

– Llama al 911 -dije. ¿Me oyó?

Volví a conectar el aspirador y me puse a recoger astillas de vidrio conforme las descubría. Seguía esperando a que Ray reanudara la conversación, pero parecía evitar intencionadamente el asunto. Por último apagué el aspirador y dije:

– ¿Qué es lo que pasa? ¿Por qué no llamas a la policía? Han raptado a Laura. No pensarás resolver esto por tu cuenta.

– Ya te he dicho que María no va a hacer nada. Dice que no hay que precipitarse.

– No hablo de María. Hablo de ti.

– Primero busquemos el dinero. Si en un día no aparece nada, avisamos a la poli.

– Estás loco. Necesitas ayuda.

– Puedo hacerlo.

– Eso es mentira. Gilbert la matará.

– No si encontramos el dinero.

– ¿Y cómo lo encontrarás?

– Aún no lo sé.

Se ató un delantal alrededor de la cintura. Puso el tapón en el desagüe y abrió el grifo del agua caliente. Empuñó el detergente líquido y soltó un buen chorro en el fregadero, procurando no meter los dedos lastimados en el agua. Comenzó a formarse un cerro de espuma blanca y Ray metió en ella platos y cubiertos.

– Aprendí a fregar platos cuando tenía seis años -dijo con naturalidad, empuñando un cepillo de mango largo-. Mi madre me subía a un cajón de madera y me indicaba cómo se hacía. Desde entonces me lo impusieron como un deber. En la cárcel había grandes máquinas industriales, pero el principio es el mismo. Todos los presidiarios de cierta edad saben arreglárselas solos, pero estos mierdas de ahora no saben nada, sólo pelearse. Drogados y pandilleros. Unos mierdas.

– Ray.

– Me recuerdan a los gallos de pelea… agresivos y con muchos humos. No les importa nada. Están educados para morir. No tienen esperanzas ni expectativas. Son pura pose, sólo pose. Y encima te hablan de respeto sin haber hecho nada para merecerlo. La mitad ni siquiera sabe leer.

– Al grano -dije.

– No hay grano. He cambiado de conversación. El grano es que no quiero llamar a la poli.

– ¿Hay algún problema?

– No me gusta la poli.

– No te pido que establezcas una relación duradera -dije. Lo observé-. ¿Qué pasa? Seguro que hay algo más.

Aclaró un plato y lo puso en el escurridor, evitando mi mirada.

– ¿Ray?

Puso otro plato en el escurridor.

– La he quebrantado.

Pienso: ¿quebrantar?

– ¿El qué? -dije. Se encogió de hombros. La moneda se coló por fin-. ¿La libertad condicional? ¿Has quebrantado la condicional?

– Algo así.

– ¿Qué exactamente?

– Bueno, pues exactamente es que me fui.

– ¿Te fugaste?

– Mujer, yo no lo llamaría fuga. Estaba en régimen abierto.

– Pero no para irte. Todavía eras un recluso. ¿O no?

– Oye, allí no había muros. No nos encerraban en las celdas por la noche. Ni siquiera había celdas. Teníamos habitaciones -dijo-. Por eso ha sido más irme que fugarme. Sí, eso es. Como ausentarse del cuartel sin desertar.

– Madre mía -dije. Di un fuerte suspiro y medité las consecuencias-. ¿Cómo obtuviste el permiso de conducir?

– Yo no tengo permiso de conducir.

– ¿Has conducido sin carnet? ¿Y cómo alquilaste un coche sin carnet de conducir?

– Yo no alquilé nada.

Cerré los ojos con ganas de tenderme en el suelo y dormir una siesta. Abrí los ojos.

– ¿¡Robaste el coche de alquiler?! -No pude evitarlo. El tono fue acusatorio, pero se debió en buena parte a que la acusación iba contra él.

Ray curvó la boca hacia abajo.

– Podría decirse que fue así. O sea que la situación es la siguiente: llamamos a la poli, me investigan y me meten dentro otra vez. Una condena de aquí te espero.

– ¿Pondrías en peligro la vida de tu hija sólo por eludir la cárcel?

– No es sólo eso.

– ¿Qué más hay entonces?

Se volvió para mirarme con unos ojos de color avellana tan transparentes como el agua.

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