– Aparte usted la suya si no quiere conocer el más allá -dijo Helen. Reculó hacia la pared, dueña totalmente de la situación de no ser por el asunto de la puntería, que no era para tomárselo a risa. La prieta carne de los brazos le temblaba y saltaba a la vista que apenas podía sostener el cañón del arma, incluso apuntando mal. El corazón me empezó a latir con fuerza. Esperaba que Gilbert disparase en cualquier momento, pero por lo visto no se había tomado en serio a Helen.
– Esa escopeta pesa mucho -dijo Gilbert-. ¿Seguro que la puede sostener?
– Un rato -dijo Helen.
– ¿Cuánto pesa? Tres kilos y pico, ¿no? Parece una bagatela hasta que se soooostiene un buen rato. -Prolongó la primera sílaba de «sostiene» para recalcar el hecho y me sentí agotada sólo de oírla, pero no pareció hacer mella en Helen.
– Pienso apretar el gatillo mucho antes de que se me cansen los brazos. Quien avisa no es traidora. Un cañón está cargado con perdigones del nueve y en el otro hay un misil de precisión que se te llevará la cara por delante.
Gilbert volvió a reír. Por lo visto era verdad que le hacía gracia la actitud de la anciana.
– Vamos, Helena de Troya, ésas no son formas. ¿Y la artritis? Creía que le dolía mucho.
– Es verdad. Me duele. Me afecta a todas las articulaciones, menos a la del índice. Fíjate. -Helen giró el cañón hacia la izquierda, apuntó a Gilbert y apretó el gatillo. ¡Bum! Vi un chorro de chispas amarillas. El estampido fue ensordecedor, llenó la cocina entera. De la boca de los cañones brotó una furiosa ola de aire y gas, seguida de un aro de humo. La masa de perdigones pasó rozando la oreja derecha de Gilbert, siguió su trayectoria ascendente e hizo añicos la ventana de la cocina. Los perdigones periféricos le arrancaron el lóbulo y la parte superior del hombro, y los haces del material proyectado le arañaron el cuello, pintándoselo de sangre. Laura dio un grito y se arrojó al suelo, pero yo llegué antes que ella. La sobresaltada reacción de Ray volcó su silla. Gilbert gritó de dolor e incredulidad, levantando las manos. La pistola que empuñaba dio un salto hacia delante y resbaló en el suelo.
El retroceso había lanzado a Helen contra la pared, mientras los cañones salían despedidos hacia arriba y la culata le asestaba un golpe en la cadera. Se recuperó y volvió a colocar la escopeta en posición, lista para hacer fuego. Gilbert tenía la mejilla derecha embadurnada de rojo como si sufriera una alergia repentina, y la sangre comenzaba a extendérsele por el pelo, encima de la oreja derecha. El aire olía al perfume acre de la pólvora y percibí al instante un sabor dulzón al final de la lengua.
– La próxima vez te volaré la cabeza -dijo Helen.
Gilbert emitió un rugido salvaje mientras se agachaba y asía a Laura del pelo. La puso en pie de un tirón y la apretó contra sí mientras se apoderaba de la faja del dinero con la otra mano.
Ray, en el suelo, estiró el cuello para ver lo que pasaba.
– ¡No dispares, mamá!
– Aprieta el gatillo y ésta morirá. Le retorceré el pescuezo -dijo Gilbert. Se notaba que sufría, respiraba jadeando, sin armas ya pero todavía descontrolado. Tenía a Laura sujeta por la barbilla con el antebrazo. La mujer no tenía más remedio que pegarse a él y retrocedía para que el antebrazo no la ahogase. Gilbert retrocedió de espaldas y accedió al comedor. Laura retrocedía igualmente, medio a rastras.
Helen titubeó, confundida sin duda por el caos de ruidos y sombras.
Gilbert desapareció en el comedor, retrocediendo entre los muebles amontonados. Laura emitía resuellos ruidosos, incapaz de vocalizar con la tráquea estrangulada. Oí un estrépito y rumor de vidrio astillado, Gilbert que abría de un puntapié la puerta de la calle. Después, silencio.
Me debatí entre el deseo de correr en pos de Gilbert y el impulso de ayudar a Helen, que tiritaba y estaba mortalmente pálida. Bajó la escopeta y se dejó caer medio desfallecida en la silla.
– ¿Qué ocurre? ¿Adonde ha ido?
– Se ha llevado a Laura. Tranquilízate. Todo saldrá bien -dijo Ray. Este seguía en el suelo, caído de lado en la silla, y forcejeaba por soltarse de las ligaduras. Me acerqué a él casi a gatas y quise ayudarlo a ponerse en pie, pero con el estorbo de la silla pesaba demasiado para mis fuerzas. Cogí del mármol un cuchillo de trinchar y corté las capas de cinta aislante que le ataban manos y pies. El mismo Ray se quitó los restos de la cinta con la primera mano que tuvo libre, sin dejar de mirar a su madre-. Dame la mano -me gruñó.
– ¿Qué le va a hacer?
– Nada hasta que consiga el dinero. Laura es su seguro de vida. -Así la mano de Ray, me sujeté y tiré de él hasta levantarlo del suelo. Se me quedó mirando-. ¿Estás bien?
– Estoy bien -dije. Nos volvimos para ayudar a Helen.
Tenía la escopeta cruzada en el regazo. Me acerqué a ella, recogí el arma y la dejé en la mesa de la cocina. Los hombros de Helen se habían hundido, las manos le temblaban mucho, y tenía la respiración superficial y silbante. Seguramente se había lesionado la cadera en el punto donde la culata la había golpeado. Había echado mano de todas sus reservas energéticas y me preocupaba la posibilidad de que sufriera una conmoción.
– Tendría que haberlo matado. La pobre Laura. No me atreví, pero habría debido matarlo.
Ray acercó una silla a su madre. Le tomó la mano, se la acarició y la habló con dulzura.
– ¿Cómo está Helena de Troya? -dijo.
– Me pondré bien enseguida. Tengo que recuperar el aliento -dijo la anciana. Se dio ligeras palmadas en el pecho para reanimarse-. No soy tan idiota como he hecho creer.
– No podía imaginar lo que planeabas -dijo Ray-. Aún no me creo que lo hayas hecho tú. Te pusiste a hablarle y pensé que todo era invención tuya, hasta que empuñaste la escopeta. Estuviste impresionante. Qué valor.
Helen ahuyentó el elogio de un manotazo, pero parecía complacida y halagada en su amor propio.
– Que una sea vieja no quiere decir que pierda el temple.
– Yo creía que era usted corta de vista -dije-. ¿Cómo supo dónde estaba Gilbert?
– Estaba delante de la ventana de la cocina y me limité a calcular la anchura de su forma. Estaré medio ciega, pero aún oigo bien y ese hombre habló demasiado. Freída me ha iniciado en el levantamiento de pesas y puedo levantar diez kilos. ¿Oíste lo que dijo? Creía que ni siquiera podía sostener una escopeta de tres kilos. Fue indignante. El típico tópico sobre la tercera edad. Vosotros y vuestra fanfarronería. -Se llevó el dedo a los labios-. Creo que voy a vomitar. Ay, Dios mío.
Ray condujo a Helen al cuarto de baño. Poco después oí el agua de la cisterna y los murmullos tranquilizadores de Ray mientras acomodaba a su madre en la cama. Mientras esperaba, volví a guardar los objetos del cajón y metí éste en su sitio. Enderecé la silla de Ray y a continuación me puse a gatas para buscar la pistola de Gilbert. ¿Dónde estaría? Erguí el tórax como un perrito de las praderas e inspeccioné el punto donde había estado Gilbert, tratando de adivinar la trayectoria del arma al resbalar ésta en el suelo. Avanzando con cuidado entre los vidrios rotos, me acerqué al rincón más cercano y fui siguiendo el zócalo. Por fin localicé el arma, un revólver Cok de 0,45 pulgadas de calibre, con cachas de nogal, estaba empotrado detrás del mueble modernista. La saqué con ayuda de un tenedor para no borrar las huellas que tuviera. Si la policía de Louisville investigaba a Gilbert, cabía la posibilidad de que encontrase una orden de búsqueda y captura todavía en vigor y más de un motivo para detenerlo… si lo encontraban, claro.
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