Sue Grafton - L de ley

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La detective Kinsey Millhone se aprestaba a ser dama de honor en la boda del hermano de su casero cuando, pocos días antes, acepta investigar para un vecino, Chester, por qué en los archivos militares ha desaparecido todo rastro de Johnny Lee, su padre recién fallecido y veterano de la segunda guerra mundial. ¡Adiós planes de boda!, porque, de pronto, alguien ha entrado en casa del difunto dejándolo todo patas arriba y Chester descubre, en una caja de caudales, una llave con esta misteriosa inscripción: LEY. A partir de entonces nadie es ya quien dice ser: ni Ray Rawson, el antiguo amigo del ejército, que quiere alquilar la casa; ni Gilbert Hays, a quien Kinsey sorprende llevándose una bolsa de la casa de Lee; ni Laura Huckaby, la mujer a quien aquél entrega la bolsa. A Kinsey no le queda más remedio que emprender una salvaje odisea en la que, para desenredar la madeja, acabará pasando por cualquier cosa, menos por detective…

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Vi que Laura se ruborizaba.

– Nada más llegar -dijo Laura a la defensiva-. Me viste entrar en el otro cuarto. ¿Qué creías que estaba haciendo? Hablar por teléfono.

– Jesús bendito. ¿La llamaste?

– Es mi madre. Claro que la llamé. No quería que se preocupase si Gilbert se presentaba en su casa. ¿Qué hay de malo?

– Que si Gilbert se presenta en su casa, le dirá dónde estás.

– No se lo dirá.

– Desde luego que lo hará. ¿Crees que Gilbert no tiene encanto para sonsacarla? Joder, olvídate del encanto. La molerá a golpes. Desde luego que se lo dirá. Lo hice yo. En cuanto empezó a romperme dedos, canté de plano. ¿Se lo advertiste por lo menos?

– ¿Qué?

– Oh, vamos -dijo Ray. Se frotó la cara con la mano, desfigurándose las facciones.

– Oye, Ray, no tienes por qué tratarme como si fuera idiota.

– Todavía no lo comprendes, ¿eh? Ese tío quiere matarme. Y también te matará a ti. Matará a Kinsey, a mi madre y a todo el que se interponga en su camino. Quiere el dinero. Para él no eres más que un medio para conseguir un fin.

– ¿Y cómo nos va a encontrar? -dijo Laura-. No nos encontrará.

– Hay que irse de aquí. -Ray se puso en pie, arrojó la servilleta en la mesa y se me quedó mirando. Los dos sabíamos que en cuanto Gilbert conociese nuestro paradero, aparecería en menos de una hora.

– Estoy de acuerdo -dije, echando la silla atrás.

Laura estaba atónita.

– Ni siquiera habéis terminado de comer. ¿Qué os pasa?

Ray se volvió hacia mí.

– Vístete. Mamá, ponte el abrigo. Apaga el fuego. Déjalo todo como está. Ya lo arreglaremos más tarde.

Su pánico era contagioso. Helen miró a su alrededor y dijo con voz trémula:

– ¿Qué pasa, hijo? No entiendo lo que ocurre. ¿Por qué nos vamos? Aún no he servido el helado.

– Haz lo que te digo y no preguntes -dijo Ray, levantándola de la silla.

Se puso a apagar los fuegos de la cocina. Apagó el horno. Yo no estaba vestida para tomar el avión. Sólo llevaba puestas las Reebok y el albornoz de Helen. Corrí al cuarto de la limpieza y con las prisas por llegar a la secadora casi derribé la silla de Ray. Laura se quejó con energía, pero vi que se movía tan deprisa como los demás. Abrí la secadora, saqué una brazada de ropa caliente y me dirigí al dormitorio. Me descalcé, me puse los calcetines, el sostén, las bragas, el jersey de cuello alto y los téjanos, y volví a ponerme las Reebok, aplastándoles el talón. Maldita sea, ya estaba otra vez compitiendo por la medalla de oro en las Olimpíadas de las Prisas. Me puse la chaqueta y me llené los bolsillos de pertenencias personales, dinero, tarjetas de crédito, las llaves de casa, las píldoras, las ganzúas. Laura dio un grito en la cocina y a continuación se oyó el impacto de una fuente al romperse en el suelo. Entré en la cocina con las manos todavía en los bolsillos.

Helen, Ray y Laura estaban en silencio e inmóviles. La fuente del puré de batatas yacía en el suelo convertida en una nube de fécula color calabaza acribillada por la porcelana rota. Pero la cosa no tenía la menor importancia porque Gilbert estaba en la puerta del comedor y me apuntaba con una pistola.

Capítulo 17

Ya no llevaba el Stetson. Iba despeinado y se le notaba el surco que le había dejado el sombrero. Llevaba un chaquetón vaquero forrado de piel y el tejido parecía tieso y manchado de rojo oscuro en algunos puntos.

– María os envía saludos. Habría venido conmigo si hubiera estado en condiciones.

Al oír aquella alusión a su madre, Laura se echó a llorar. Lo hizo en silencio, con la cara congestionada y roja, y los ojos anegados en lágrimas. De su garganta brotó un gemido estrangulado. Se dejó caer en una silla.

– Hey, tú, ponte en pie y levanta las manos donde yo pueda verlas.

La pistola se movió para exigir diligencia. Yo no tenía la menor intención de discutir. Laura se levantó despacio y sin mirar a Gilbert. Soltó el aire de los pulmones con un suspiro audible y las lágrimas le rodaron por las mejillas. Nos encontrábamos en aquella situación por su culpa, porque todo lo que había hecho, lo había hecho mal. Ella se la había jugado y las consecuencias las pagábamos nosotros. Los veía a todos con claridad meridiana: Ray con el chaquetón puesto y las llaves del coche en la mano; había conseguido ponerle el abrigo a su madre; ésta estaba cerca de donde había estado sentada a la mesa, con los brazos levantados, envuelta en lana como una niña durante una nevada. Cinco minutos más y ya no habríamos estado allí. Pero seguro que Gilbert nos había estado espiando un rato, de manera que tampoco tenía importancia. Que los cuatro estuviéramos con los brazos levantados no dejaba de tener su lado cómico. Era como si nos hubieran sorprendido en medio de un spiritual, agitando las manos al cielo. En una película de vaqueros, ya habría saltado alguien sobre Gilbert y los dos estarían forcejeando por la pistola. Allí no. Lo miraba con fijeza, esforzándome por adivinar sus intenciones. Helen se volvía a todas partes con la mirada desenfocada, barriendo con los ojos la niebla gris de la habitación y sus sombras inmóviles. No sé si estaba confusa o alterada, pero no hizo ningún comentario, intuyendo tal vez que la situación no estaba para preguntas. Empezó a tiritar de manera casi imperceptible, tal como suelen hacer los perros en la mesa del cuidador canino.

El aire olía aún a carne de cerdo y bechamel. Los restos de la cena seguían en los platos y fuentes, y los cacharros de cocinar estaban amontonados en el fregadero. Puede que Freída Green quisiera pasar unos días más tarde para fregar todo aquello… cuando hubieran retirado el cordón protector de la escena del crimen y quitado el precinto de la puerta de la calle.

Gilbert empuñaba la pistola con la derecha y se introdujo la izquierda en el bolsillo del chaquetón. Sacó un rollo de cinta aislante.

– Os diré lo que vamos a hacer -dijo en tono coloquial-. Tú, Ray, siéntate en aquella silla. Laura te atará con la cinta aislante. Eh, eh, eh, criatura. Maldita sea. Deja de llorar. No ha pasado nada todavía. Yo sólo procuro que todo esté bajo control. No quiero que nadie se me eche encima. No quiero que se me dispare la pistola porque entonces habría heridos. La abuela tendría un aspecto espantoso con un agujero en la cabeza, los sesos chorreándole, y Ray con un boquete en el pecho. Vamos, vamos. Colabora, aunque sólo sea para demostrar que aún tienes sentimientos.

Le arrojó el rollo de cinta aislante y Laura lo recogió al vuelo. Pareció quedarse congelada y pasaron varios segundos sin que hiciera el menor movimiento. Después volvió a suplicarle:

– Gilbert, te pido por favor…

– ¡¡Átalo con la cinta!!

Lo repentino del grito me hizo dar un respingo. Laura ni siquiera parpadeó, pero se puso en movimiento, acercándose a Ray. Despacio y sin bajar las manos, Ray se sentó en la silla que le había señalado Gilbert. Laura lloraba con tanta intensidad que me costaba creer que viese lo que hacía. Las lágrimas le limpiaron el maquillaje de las mejillas y dejaron al descubierto las viejas magulladuras como si fuese otra capa de pintura que había debajo. Se le habían soltado algunas mechas de pelo rojo que le colgaban alrededor de la cara.

La mirada de Gilbert se posó en Ray.

– Dame problemas y la mato -le dijo.

– No lo hagas -dijo Ray-. Tranquilo. Cooperaré.

Gilbert me miró a mí a continuación.

– Si me dieras las llaves, te lo agradecería -dijo.

Así las llaves, que seguían en la mesa de la cocina. No me gustaba desprenderme de ellas, pero no se me ocurría ninguna otra alternativa. Las puse sobre la palma izquierda de Gilbert. Este las miró por encima y se las guardó en el bolsillo del chaquetón.

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