Sue Grafton - L de ley

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La detective Kinsey Millhone se aprestaba a ser dama de honor en la boda del hermano de su casero cuando, pocos días antes, acepta investigar para un vecino, Chester, por qué en los archivos militares ha desaparecido todo rastro de Johnny Lee, su padre recién fallecido y veterano de la segunda guerra mundial. ¡Adiós planes de boda!, porque, de pronto, alguien ha entrado en casa del difunto dejándolo todo patas arriba y Chester descubre, en una caja de caudales, una llave con esta misteriosa inscripción: LEY. A partir de entonces nadie es ya quien dice ser: ni Ray Rawson, el antiguo amigo del ejército, que quiere alquilar la casa; ni Gilbert Hays, a quien Kinsey sorprende llevándose una bolsa de la casa de Lee; ni Laura Huckaby, la mujer a quien aquél entrega la bolsa. A Kinsey no le queda más remedio que emprender una salvaje odisea en la que, para desenredar la madeja, acabará pasando por cualquier cosa, menos por detective…

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– No se preocupe -dije-. ¿Quiere que la ayude?

– Oh, no, querida. Tú ve a ducharte. Lleva la bata hasta que la ropa esté seca. Estas lavadoras antiguas trabajan muy aprisa. Mi amiga Freida Green tiene una lavadora nueva y tarda tres veces más en hacer la colada y gasta el doble de agua. En cuanto termine con esto, prepararé tortas de maíz. Espero que te gusten.

– Desde luego. No tardaré en volver y le echaré una mano.

La ducha fue una fuente de bendiciones encontradas. El agua casi no tenía presión y salía fría o caliente en una anárquica fluctuación que dependía de los ciclos de la lavadora. Conseguí frotarme a conciencia y me lavé el pelo cubriéndolo de chorros jabonosos superpuestos, raspándolo y aclarándolo hasta que volví a sentirme limpia. Me sequé y me puse la bata de Helen. Me calcé las Reebok, ya que me da alergia andar descalza por suelos sólo parcialmente limpios. No suelo ser vanidosa, pero me moría de ganas por ponerme mi propia ropa.

Antes de volver a la cocina llamé otra vez por teléfono, utilizando la tarjeta de crédito para poner una conferencia a Henry. Por lo visto había salido, pero se puso el contestador automático.

– Henry, soy Kinsey -dije-. Estoy en Louisville, Kentucky. Aquí es algo más de la una y salgo en avión a las siete. No sé a qué hora iremos al aeropuerto, pero aún tengo que estar aquí dos horas. Si es posible, me gustaría que fuera usted a buscarme al aeropuerto. Apenas tengo dinero y no sé cómo recuperar el coche. Podría pedirlo prestado aquí, pero estoy con unas personas en las que no acabo de confiar. Si no tengo noticias suyas antes de irme, le llamaré en cuanto llegue a Los Angeles. -Miré el número escrito en la pegatina circular del centro del disco y se lo leí a Henry antes de colgar. Me pasé el peine por el pelo y entré en la cocina, donde Helen me puso a preparar la mesa.

Ray y Laura volvieron con mi chaqueta dentro de una bolsa de plástico transparente y con los brazos cargados de comestibles, que fuimos abriendo y apartando. Colgué la chaqueta en el pomo interior de la puerta del dormitorio. Laura fue tras de mí, desviándose hacia el cuarto de baño para darse una ducha. La colada tenía que estar ya limpia porque oí la secadora retumbando en la pared. En cuanto estuviera seca, sacaría mi ropa y me la pondría.

Helen me enseñó a pelar y prensar las batatas, mientras ella troceaba manzanas y cebollas, y las echaba en la sartén con mantequilla. Yo guardaba silencio igual que una mosca en la pared, y oía charlar a Ray con su madre, mientras ésta preparaba la cena.

– Hace cosa de cuatro meses entraron en la casa de Frieda Green, entonces mandé instalar los barrotes antirrobo. Los vecinos celebramos una reunión con dos agentes de policía y nos dijeron qué podíamos hacer si nos atacaban. Freída y su amiga Minnie Paxton fueron a un cursillo de defensa personal. Dijeron que les enseñaban a gritar y a dar patadas, así de lado, de las que hacen daño. El objetivo es romperle la rodilla al agresor y derribarlo. Freída estaba practicando, se cayó de espaldas y se rompió la rabadilla. Minnie se rió tanto que casi se mea, hasta que se dio cuenta de que lo de Freída era serio. Tuvo que sentarse encima de una bolsa de hielo durante un mes, la pobre.

– Bueno, pero ni se te ocurra a ti atacar a nadie.

– No, qué dices. Yo no haría una cosa así. Es absurdo, una anciana como yo. Los viejos no siempre podemos depender de la fortaleza física. Incluso Freída lo dice. Por eso he puesto tantas cerraduras. Antes, en verano, dejaba las puertas abiertas para que corriese el aire. Pero eso se acabó. Ahora ni pensarlo.

– Ah, antes de que se me olvide. ¿He recibido algo por correo? Pensaba que a lo mejor mi amigo de California me había enviado una carta o un paquete a esta dirección.

– Pues sí, ahora que lo dices, te guardaba algo que te enviaron. Llegó hace mucho. A ver si recuerdo dónde la puse, tiene que estar por aquí. Mira en ese cajón que está debajo de todo.

Ray abrió el cajón y revolvió el contenido: cordones de lámpara, pilas, lápices, chapas de botella, cupones, un martillo, un destornillador, utensilios de cocina. Al fondo había un fajo de cartas, pero casi todas iban dirigidas al «Sr. Propietario» del inmueble. La única con destinatario nominal iba dirigida a Ray Rawson y no tenía remite. Miró el matasellos entornando los ojos.

– Esta es -dijo. Rasgó el sobre y sacó un recordatorio de condolencia con la foto de un cementerio en blanco y negro pegada en la parte delantera. Detrás había un mensaje:

«Te daré las llaves del reino de los cielos, y cuanto atares sobre la tierra quedará atado en los cielos, y cuanto desatares sobre la tierra, quedará desatado en los cielos. Mateo 16, 19.

«Pienso en la hora de tu libertad».

En la parte trasera había una pequeña llave metálica sujeta con cinta adhesiva. La arrancó y la agitó en la mano antes de tendérmela. Inspeccioné primero un lado y luego el otro, tal como había hecho él. Tenía cuatro centímetros de longitud. En un lado podía leerse la palabra Master y en la otra el número M550. No era difícil de recordar. El número era la fecha de mi cumpleaños, escrita de forma abreviada.

– Seguramente de un candado -dije.

– ¿Y la llave que tenías tú?

– En el dormitorio. La traeré en cuanto salga Laura.

La cena casi estaba ya en la mesa cuando salió Laura. Por lo visto se había empleado realmente a fondo con el pelo y el maquillaje, a pesar de que su abuela apenas podía verla. Mientras servían los platos fui al dormitorio y recogí la navaja de explorador del montón de pertenencias que había dejado en la mesita de noche. Saqué la chaqueta de la bolsa de la tintorería y corté con las tijeras los puntos que había dado en la costura interior de la hombrera. Saqué la llave por el agujero. La mía era pesada, de quince centímetros de longitud y tenía la tija redonda. La acerqué a la lámpara para ver si también era una Master. En la tija se había grabado la palabra ley, sin más señas identificativas. Conocía candados Master, pero jamás había oído hablar de candados Ley. Puede que fuese una marca local o una empresa que ya no existía.

Volví a la cocina, me senté a la mesa y alargué la llave a Ray.

– ¿De dónde es? -preguntó Laura, tomando asiento.

– No tengo ni idea, pero creo que va con esta otra -dijo Ray. Puso la llave grande en el centro de la mesa, al lado de la pequeña-. Esta la había, pegado Johnny en el interior de su caja de seguridad. Chester la encontró esta misma semana, mientras limpiaban el piso.

– ¿Guardan relación con el dinero escondido?

– Espero que sí. De lo contrario, mala suerte -dijo Ray.

– ¿Por qué dices eso?

– Porque no tenemos más pistas. A menos que se te ocurra dónde buscar un montón de dinero que se escondió hace cuarenta años y pico.

– Yo no sabría por dónde empezar -dijo Laura.

– Yo tampoco. Esperaba que a Kinsey se le ocurriera algo, pero parece que vamos mal de tiempo -dijo Ray, que se volvió hacia su madre-. ¿Bendigo yo la mesa, mamá?

¿Por qué me sentía culpable? Yo no había hecho nada.

La cena era un claro ejemplo de la anticuada cocina sureña. Era la primera comida que tomaba en los últimos días que no estaba saturada de aditivos y conservantes. El contenido en azúcares, sodio y grasas distaba de ser el deseado, pero no suelo ponerme puritana cuando se trata de comida. Comí con ganas y concentración, sin prestar atención apenas a la conversación que sostenían los otros, hasta que la voz de Ray se elevó. Había dejado el tenedor y miraba a su hija con horror y desaliento.

– ¿Eso has hecho?

– ¿Qué hay de malo?

– ¿Cuándo has hablado con ella?

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