La conversación naufragó. Esperé unos minutos y bostecé con ruido como si acabara de despertarme. Me senté y miré con los ojos entornados el paisaje que pasaba volando al otro lado de las ventanillas. El sol había salido, pero a la luz le faltaba solidez. Vi lomas onduladas, alfombradas por la opaca vegetación de noviembre. La hierba era verde todavía, pero los árboles de hoja caduca estaban ya pelados. Las ramas desnudas creaban una bruma gris que se extendía hasta el infinito. En algunas zonas veía pinos y abetos americanos. Supuse que aquella tierra sería de un verde intenso en verano y que las lomas estarían enteramente cubiertas de vegetación. Ray me miraba por el retrovisor.
– ¿Has estado alguna vez en Kentucky?
– Que recuerde, no -dije-. ¿No es la tierra de los caballos? Esperaba alfalfa y cercas blancas.
– Eso está alrededor de Lexington, al noreste de aquí. Las cercas actuales son negras. En la parte oriental del estado están los yacimientos carboníferos del condado de Harían. Esto es el Kentucky occidental, donde se cultiva casi todo el tabaco.
– No quiere un cicerone, Ray.
– Sí, sí lo quiero -dije. No hacía más que darle cortes y Ray me despertaba el instinto de protección. Si ella quería ser la hija mala, yo quería ser la buena-. Señálamelo en el mapa.
Señaló una zona al norte de la frontera con Tennessee, entre Barren River Lake y Nolan River Lake.
– Acabamos de pasar Bowling Green y por la izquierda veremos enseguida el Parque Nacional Cueva del Mamut. Si tuviéramos tiempo, haríamos el recorrido. Aquello sí que está oscuro. Bajas a las grutas y el guía apaga las luces, ¿entiendes? No se ve un carajo. Está negro como la pez y hay un silencio de muerte. Doce grados centígrados. Es como una fábrica de conservas. Cien metros de túneles han encontrado hasta ahora. La última vez que estuve allí fue en 1932, creo. Una excursión escolar. Me impresionó mucho. Cuando estaba en la cárcel me acordaba de aquello. Algún día volveré para hacer otra vez el recorrido.
Laura lo miraba con extrañeza.
– ¿Pensabas en eso? ¿No en mujeres, ni en whisky, ni en coches rápidos?
– Lo único que yo quería era huir de las luces del techo y del ruido. La cárcel te vuelve loco. Y cómo huele. Es otra cosa que tiene la Cueva del Mamut. Huele a musgo y a piedras mojadas. No huele a sudor ni a testosterona. Huele a la vida antes del nacimiento, cómo se dice… a primordial.
– Oye, pues qué lastima que tenga que volver tan pronto a California. Me estás convenciendo -dije con sequedad.
Ray sonrió.
– Tú ríete, pero te gustaría. Te lo aseguro.
– ¿Primordial? -dijo Laura con incredulidad.
– ¿Qué pasa? -dijo Ray-. ¿Te sorprende que sepa palabras así? Hice el bachillerato. Incluso seguí algún curso en la universidad. Economía, psicología y esas historias. Que haya estado en la cárcel no quiere decir que sea idiota. Hay muchos tíos inteligentes en la cárcel. Te quedarías boquiabierta.
– ¿De veras? -dijo Laura sin acabar de creérselo.
– Sí, de veras. Por ejemplo, apuesto a que sé manejar una máquina de coser mejor que tú.
– Eso no es difícil -dijo Laura.
– Hablar contigo me está resultando muy edificante. Sabes hacer que una persona se sienta bien consigo misma.
– Vete a la mierda.
– Eres tú quien se queja de que tu padrastro te humillaba siempre. ¿Por qué no prosperas y mejoras la situación en vez de comportarte como él?
Laura no contestó. Ray contempló su perfil y volvió a posar los ojos en la carretera.
El silencio se prolongaba de manera incómoda y empecé a sentir hormigueo.
– ¿Cuánto falta?
– Hora y media. ¿Cómo te va ahí atrás?
– Bien -dije.
Llegamos a Louisville por la 65 poco antes de las doce. Vi el aeropuerto a la izquierda y casi me eché a llorar de frustración. Tomamos una carretera perpendicular hacia el oeste, por una zona llamada Shively, evitándonos así casi todo el centro comercial. A la derecha vi grupos de edificios altos, resistentes bloques de hormigón, casi todos de tejado plano. Delante teníamos el río Ohio, al otro lado del cual podía verse Indiana.
Salimos a una zona llamada Portland, donde había crecido Ray. Vi que hacía un amago de sonrisa al adentrarse en el barrio. Se volvió a medias hacia mí, apoyando el brazo en el respaldo.
– Por ahí se va al Canal de Portland. Hace cien años construyeron esclusas para que el tráfico fluvial salvara las cataratas. Mi bisabuelo trabajó en las obras. Te llevaré a que lo veas, si tenemos tiempo.
Me interesaba más tomar un avión que ver los monumentos locales, pero sabía que el ofrecimiento era parte de la emoción que sentía por estar de vuelta. Había pasado entre rejas la mayor parte de los últimos cuarenta y cinco años y seguramente se sentía como Rip van Winkle, que se maravillaba de todos los cambios acaecidos en el mundo. Si al barrio de su infancia no le había afectado el paso del tiempo, le resultaría gratificante. Las calles eran anchas y en los árboles oscilaban las últimas hojas de otoño. Casi todos los árboles estaban ya pelados, pero aún quedaban manchas de follaje rojo y amarillo. En la calle por la que íbamos, y que quedaba perpendicular a la carretera, había muchos comercios relativamente recientes, rótulos de centros de atención infantil, un salón de peluquería, una tienda de artículos de pesca donde vendían cebos vivos. Los jardines eran pequeños y tristones, y estaban separados entre sí por cercas de tela metálica y puertas desvencijadas. Las hojas secas, como papel de embalar arrugado, embozaban las bocas de las alcantarillas y alfombraban las aceras. En los bordillos había coches estacionados que tendrían entre diez y doce años de antigüedad. En los patios particulares vi modelos más antiguos con el rótulo de Se Vende en el parabrisas. Había más postes telefónicos que árboles y los cables cruzaban las calles como las cuerdas de sujeción de una carpa que no se hubiese levantado todavía. Por una calle lateral vi vagones estacionados en una vía muerta.
Habría apostado hasta la camisa a que el barrio tenía el mismo aspecto que en los años cuarenta. No había indicios de que se hubiera construido nada, ni señales de que se hubiesen derribado o vaciado edificios antiguos para construir otros. Los arbustos estaban demasiado crecidos. Los árboles eran grandes y robustos, e impedían ver porches y ventanas allí donde las frondosas ramas de antaño se habían limitado a dar sombra. Las aceras aparecían levantadas y agrietadas por las raíces. El clima de los últimos cuarenta años había afectado al revestimiento impermeable de algunas casas. Aquí y allá veía pintura reciente, pero para mí que todo había cambiado muy poco desde que Ray había salido del lugar.
Al aparcar delante de la casa de su madre, sentí que se imponía cierta gravedad en el ambiente. Fue como la nota baja y resonante que oímos en las películas de miedo, el breve acorde que aleja una forma oscura en el agua, o algo que no vemos y que aguarda en las sombras tras la puerta del sótano. Puede que fuera sólo una simple depresión causada por llevar ropa prestada, comer mal y dormir peor. Fuera cual fuese el motivo, supe que aún tardaría unas cuantas horas en subir a un avión rumbo a California.
Laura apagó el motor del coche y bajó. Ray bajó por su lado y se puso a inspeccionar la fachada de la casa con cara de pasmo. No tuve más remedio que reunirme con ellos. Me sentía como una prisionera y sufría un ataque temporal de claustrofobia tan fuerte que la carne se me puso de gallina.
La casa de la madre de Ray ocupaba una estrecha parcela de una calle de viviendas unifamiliares. Era una casa de ladrillo rojo, con un primer piso y una planta baja que se prolongaba por la parte delantera. Las dos estrechas ventanas de la fachada, con barrotes antirrobo, estaban juntas y coronadas por dinteles idénticos. Tres peldaños de hormigón subían hasta la puerta, que comunicaba directamente con la casa y estaba coronada por un pequeño frontón de madera. Vi otra puerta en la parte derecha de la casa, al final de un corto sendero. La casa de al lado era su hermana gemela, con la única diferencia de que el porche no tenía techo y dejaba la puerta a merced de los elementos.
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