Sue Grafton - L de ley

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La detective Kinsey Millhone se aprestaba a ser dama de honor en la boda del hermano de su casero cuando, pocos días antes, acepta investigar para un vecino, Chester, por qué en los archivos militares ha desaparecido todo rastro de Johnny Lee, su padre recién fallecido y veterano de la segunda guerra mundial. ¡Adiós planes de boda!, porque, de pronto, alguien ha entrado en casa del difunto dejándolo todo patas arriba y Chester descubre, en una caja de caudales, una llave con esta misteriosa inscripción: LEY. A partir de entonces nadie es ya quien dice ser: ni Ray Rawson, el antiguo amigo del ejército, que quiere alquilar la casa; ni Gilbert Hays, a quien Kinsey sorprende llevándose una bolsa de la casa de Lee; ni Laura Huckaby, la mujer a quien aquél entrega la bolsa. A Kinsey no le queda más remedio que emprender una salvaje odisea en la que, para desenredar la madeja, acabará pasando por cualquier cosa, menos por detective…

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Inspeccioné el terreno con un giro de trescientos sesenta grados, aunque vi muy poco en la oscuridad, aparte de granjas y algunas arboledas densas.

– Elige tú -dije.

– Pronto llegaremos a una ciudad -dijo sin interés en la voz.

Efectivamente, llegamos a un pueblo que tenía un motel al lado de la carretera, con el rótulo de Habitaciones Libres parpadeando. Laura estacionó el coche en un pequeño aparcamiento de grava y bajó. Se puso de espaldas al coche y metió la mano bajo el chaquetón, al parecer para sacar un puñado de billetes de la hinchada faja que llevaba. Di un codazo a Ray y éste emergió de las profundidades como un buzo en proceso de descompresión.

– Laura quiere parar -dije-. Estamos rendidas.

– Por mí, de acuerdo -dijo. Se incorporó en el asiento, parpadeando para despejarse-. ¿Estamos todavía en Texas?

– Estamos en Arkansas. Hemos pasado Little Rock y tenemos delante Memphis.

– Creía que ibas a dejarnos.

– Yo también.

Bostezó y se pasó las manos por la cara. Miró el reloj entornando los ojos, esforzándose por vez la esfera a la escasa luz reinante.

– ¿Qué hora es?

– La una pasada.

Vi a Laura en la puerta del motel. Dentro había muy poca luz y la puerta tenía que estar cerrada porque la vi golpear varias veces y luego pegar la cara al cristal con la mano por visera. Por último, un alma de aspecto desdichado salió de la oficina de recepción. Mucha conversación animada, ademanes con la mano y giros de cabeza para mirar en dirección a nosotros. Dejaron pasar a Laura, a quien vi poco después ante el mostrador, rellenando la ficha de hospedaje. Supongo que el embarazo le daba cierto aire de fragilidad, en particular a aquella hora. El par de billetes no le restó puntos. Momentos después salía de la oficina y volvía al coche con las llaves de dos habitaciones, que me entregó cuando se sentó otra vez al volante.

– Ray ocupará una habitación. Yo no podría dormir en el mismo sitio que ese bandido.

Arrancó y aparcó en la parte trasera del motel. Nuestras habitaciones eran las dos que quedaban en el extremo. Sólo había otro coche y tenía matrícula de Iowa, por lo que supuse que por el momento estábamos a salvo de Gilbert. Ray sacó una maleta del portaequipajes, Laura recogió el petate y yo recuperé el montón de ropa húmeda. Puede que se secara del todo si la tendía toda la noche.

Ray se detuvo ante su puerta.

– ¿A qué hora por la mañana?

– Yo creo que deberíamos ponernos en camino a las seis. Si vamos, que sea cuanto antes. No tiene sentido entretenerse -dijo Laura-. Levanta la persiana cuando te levantes, nosotras haremos lo mismo. -Me miró-. ¿De acuerdo?

– Claro, claro.

Ray se metió en su habitación y yo entré en la nuestra detrás de Laura: dos camas de matrimonio y un interior donde no faltaba el moho. Era uno de esos sitios donde no apetece salir de la cama sin hacerla crujir antes, no sea que sin darnos cuenta pisemos un bicho corredor de caparazón duro. El diminuto sinvergüenza que vi estaba atrapado en el rincón, cuyas paredes arañaba como un perro que quiere salir. Nadie aplasta estos bichos sin quedarse con un pegote de budín de limón en la suela del zapato. Colgué mis enseres en el armario después de una cautelosa inspección. No había pardas arañas cavernícolas ni roedores peludos.

El cuarto de baño tenía baldosas pardas de vinilo, una ducha cerrada con láminas de fibra de vidrio, dos vasos de plástico en una bolsa de celofán y dos jabones envueltos en papel del tamaño de una caja de cerillas. Saqué el cepillo de dientes plegable y el dentífrico, y mientras me cepillaba caí en un éxtasis inenarrable. A falta de camisón, dormí en bragas (prestadas), tapándome con medio edredón. Laura entró en el cuarto de baño y cerró religiosamente la puerta antes de quitarse la faja del embarazo. Puesto que me quedé dormida al cabo de unos minutos, no la oí meterse en la crujiente cama.

Aún era de noche cuando me zarandeó a las seis menos cuarto.

– ¿Quieres ducharte primero?

– Hazlo tú.

Centelleó la luz en el cuarto de baño y me recorrió la cara durante unos instantes, mientras Laura cerraba la puerta. Había levantado las persianas, dejando entrar la luz artificial del aparcamiento. A través de la pared oí la ducha de la habitación contigua, lo que significaba que Ray estaba despierto. Cuando estaba en la cárcel, seguramente se levantaba todos los días a aquella hora. Ahora una ducha tenía que ser un lujo, puesto que se la podía dar solo y sin tener que preocuparse por las agresiones sexuales cada vez que se le cayera el jabón. Me incorporé apoyándome en el codo y me quedé mirando el taller de reparación de coches que había al otro lado de la calle. Una bombilla de cuarenta vatios brillaba sobre el área de servicio. Lunes por la mañana ¿y dónde me encontraba? Miré la caja de cerillas del cenicero. Ah, sí. Whiteley, Arkansas. Recordé el rótulo de las afueras que daba cuenta de una población de 523 habitantes. Seguramente exageraban. Sentí una repentina punzada de melancolía y nostalgia de mi casa. En los alocados años de mi juventud, antes del herpes y del sida, despertaba a veces en habitaciones parecidas. Hay cierto horror en no poder recordar bien quién silba alegremente en el cuarto de baño. Cuando lo averiguaba, solía cuestionarme mi gusto en materia de compañía masculina. No tardé en ver la moralidad como la forma más rápida de evitar el autodesprecio.

Cuando Laura salió del cuarto de baño, completamente vestida, la faja del embarazo en su sitio, me cepillé los dientes, me duché y me lavé la cabeza con la menguante pastilla de jabón. Los téjanos, aunque secos, seguían evocando ceniceros y rescoldos de hogueras campestres, así que volví a ponerme el vestido de Laura, el de tela vaquera. Sólo por sentirme limpia volvía a tener ánimos. Recogí la ropa del armario y la llevé al coche.

Habíamos estado subiendo hacia el norte en línea recta. El frío era allí más pronunciado. El aire estaba más enrarecido y el viento era más cortante. Ray se había puesto un chaquetón de tela vaquera con forro de pelo y al subir al coche nos lanzó una sudadera de chándal a cada una. Me puse aliviada la sudadera por la cabeza y encima me puse la chaqueta. Con lo que abultaba la sudadera, la chaqueta me quedaba tan estrecha que apenas podía mover los brazos, aunque por lo menos estaba caliente. Laura se puso la suya encima de los hombros, como un mantón. Me senté en el asiento trasero y esperé en el coche mientras Laura devolvía las llaves y Ray introducía monedas en la máquina que había al doblar la esquina donde estaba recepción. Volvieron al vehículo con una provisión de bolsas, paquetitos y refrescos, que Ray repartió entre los tres. Cuando llegamos a la autopista con Laura al volante, desayunamos la cola sin marca, los cacahuetes, las barras de chocolate, las galletas de crema de cacahuete y las galletas al queso, todo de elevado valor nutritivo.

Laura encendió la calefacción y el coche no tardó en oler al jabonoso aroma de la loción del afeitado de Ray. Al margen de la cara magullada y los dedos rotos, que tenían un aspecto de pena, era un hombre que se preocupaba por acicalarse. Parecía tener un surtido infinito de camisetas blancas y pantalones de tela basta. Para tener alrededor de sesenta y cinco años parecía en buena forma física. Laura y yo, en cambio, acusábamos el madrugón. Vista de medio perfil, se notaba que se había teñido de tono incendiario un pelo cuyo color natural era el caoba. Le había crecido por la raya una franja gris en trance de ensancharse. Las mechas que le envolvían la cara tenían un borde blanquecino, como el borde ondulado de las fotos antiguas. Me pregunté si el encanecimiento prematuro era un rasgo familiar.

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