El aire era allí mucho más fresco. Las duchas del techo rociaban el vacío pasillo con chorros irregulares. Me estaba acostumbrando a la oscuridad, que me parecía ya menos densa, una tiniebla harinosa y no la impenetrable negrura del pasillo circular. La alfombra estaba empapada y mis pies formaban charcos mientras avanzaba dando traspiés por el oscuro pasillo. Insegura de mi capacidad visual, alargué los brazos y me puse a dar manotazos delante de mí como si estuviera jugando a la gallinita ciega. La alarma contra incendios seguía emitiendo su alarido metálico, mientras una bocina daba ronquidos al fondo. En una película de submarinos ya nos estaríamos hundiendo. Adelanté la mano hacia otra puerta. También aquel pomo estaba frío, lo que quería decir que, por el momento, el fuego no se había propagado a aquella zona. Giré el pomo y empujé la puerta. Me encontré ante las escaleras de incendios, que ya conocía íntimamente. Bajé en medio de la oscuridad, tranquilizada por la confianza que me producía la escalera. El aire era frío y olía a limpio.
Cuando llegué a la planta baja, los generadores de emergencia se pusieron en marcha y volvieron a encenderse las luces. El pasillo estaba vacío, las puertas cerradas. Allí no había el menor signo de movimiento, ni rastro de humo, y los aspersores del techo estaban secos. Todas las habitaciones ante las que pasé estaban vacías de huéspedes. Vi una puerta con un rótulo que decía SALIDA DE EMERGENCIA, con un barrote flexible cruzándola por el centro y la superficie cubierta de advertencias. Mientras cruzaba la puerta se puso a aullar a mis espaldas otra sirena más. Anduve con rapidez, sin mirar atrás, hasta que llegué al aparcamiento lateral donde estaba el coche de Ray.
La entrada del hotel estaba rodeada de coches de bomberos y grupos de huéspedes evacuados. El cielo nocturno era de un amarillo tórrido, estrangulado por columnas de humo blanco allí donde el fuego y el agua de las mangueras estaban en contacto. A un lado del edificio, dos chorros de agua se cruzaban en el aire como si fueran reflectores de un monumento turístico. Algunas partes del hotel eran pasto del fuego, los vidrios saltaban hechos pedazos y las llamas se agitaban como látigos escupiendo nubes de humo negro. El sector del camino de entrada que podía ver estaba bloqueado por los coches de bomberos y las mangueras, y los vehículos de auxilio despedían relámpagos de luz ambarina. Un helicóptero sobrevolaba el punto donde un equipo de televisión filmaba el siniestro, dando en vivo la noticia.
Saqué de la chaqueta las llaves de Ray y subí al coche. Encendí el motor y la calefacción. Tenía la ropa empapada y el agua me corría aún por las mejillas, cayendo del pelo que se me pegaba al cráneo. Olía a humo, a lana mojada, a algodón y a calcetines mojados. La noche de Texas era fría y no tardé en ponerme a tiritar. Dejé que el motor se calentara. El vehículo era un Ford «tamaño familiar», un cuatro puertas automatizado, blanco con el interior rojo. Puse la marcha atrás y salí reculando de la plaza, recorriendo con los ojos el vacío aparcamiento, en busca de algún rastro de Gilbert.
Mantuve las luces apagadas mientras recorría el perímetro interior del aparcamiento, hacia la izquierda. La salida estaba bloqueada por un policía que empuñaba una linterna y obligaba al tráfico a desviarse. Elegí un punto del seto corrido, subí a la acera y me abrí paso con el coche entre los arbustos hasta salir a la calzada de acceso, a unos cien metros del control de carreteras. El policía tuvo que verme, pero no podía impedirlo. Tenía las manos ocupadas en contener y desviar los coches llenos de mirones. Giré a la derecha en dirección a la autopista. Al pasar junto a la pequeña torre de piedra, reduje la velocidad y toqué el claxon. Ray y Laura salieron corriendo de las sombras, Ray cargado con los tres bultos igual que una acémila. Laura llevaba todavía la faja del falso embarazo, con los ocho mil dólares pegados al vientre igual que un niño. El falso embarazo era tan convincente que Ray se movía con ademanes protectores. Oí que abrían el maletero, a continuación el impacto sordo de los bultos y por fin el golpe que produjo al cerrarse. Ray abrió la puerta del copiloto y se sentó.1 mi lado mientras Laura se instalaba detrás. Pisé el acelerador y salimos con un gemido de neumáticos, deseosa de poner kilómetros entre nosotros y el enemigo.
– Ya creíamos que te habías perdido -dijo Ray-. Estábamos a punto de marcharnos. -Se giró para mirar el hotel en llamas por la ventanilla trasera-. ¿Lo ha hecho Gilbert?
– Eso creo -dije.
– Desde luego que ha sido él -dijo Laura de mal humor-. Seguramente esperaba en la puerta principal, preparado para salir a nuestro encuentro en cuanto cruzáramos las puertas giratorias.
La miré por el retrovisor. Al igual que Ray, se había vuelto a contemplar el incendio. El resplandor del horizonte variaba del rojo sangre al salmón y una nube blanca se elevaba en el punto donde el agua de las mangueras se convertía en vapor.
– Menudo infierno. ¿Cómo lo habrá hecho sin combustible?
– No lo subestimes. El tío tiene recursos. Corre mucho y sabe improvisar -dijo Laura.
Ray se volvió para mirar al frente y se abrochó el cinturón de seguridad. Vi que se volvía para contemplar mi lamentable estado. Me sentía como una gata que se ha quedado encerrada en el patio durante una tormenta. Se hizo a un lado, sacó un pañuelo y me lo alargó. Me sequé con alivio los riachuelos que me corrían por las mejillas.
– Gracias.
– ¿Vuelves al aeropuerto?
– Yo diría que no. Además, ya he perdido el… ¡Mierda! -Me di cuenta con un sobresalto de que el pasaje del avión me lo había dejado en el bolso. Me palpé los bolsillos de la chaqueta, pero no tenía objeto. No me lo podía creer. Con las prisas había olvidado recoger el sobre de la compañía aérea. Ojalá me lo hubiera llevado o, mejor aún, ojalá no me hubiera dejado el bolso. Sólo me quedaban ya las cuatro cosas que llevaba puestas. Estuve a punto de desmayarme de tristeza. El pasaje de avión representaba no sólo el regreso, sino también casi la totalidad de mi capital líquido. Golpeé el volante-. Maldita sea -dije.
Laura se apoyó en el respaldo del asiento delantero.
– ¿Qué ocurre?
– Me he dejado en el hotel el pasaje del avión.
– Pues a estas horas se habrá quemado -dijo, remachando lo evidente con algo parecido a una sonrisita de suficiencia. Si no hubiera estado al volante, habría saltado al asiento trasero y la habría mordido.
Ray tuvo que ver la cara que puse.
– ¿Adonde vamos? -preguntó, sin duda con la esperanza de evitarse la inyección antirrábica.
– Ni siquiera sé dónde estamos -mascullé. Señalé la guantera-. ¿No habrá algún mapa ahí?
Abrió la guantera, donde no había más que el contrato de alquiler del coche y una brocha cuyas cerdas parecían masticadas. La cerró de golpe y buscó en el compartimiento interior de la portezuela. Metí la mano en el compartimiento de mi portezuela y saqué varios papeles, entre ellos un mapa de Estados Unidos doblado con pulcritud. Ray gruñó de satisfacción y encendió la luz interna. Una vez abierto, el crujiente mapa ocupó casi todo el espacio disponible.
– Yo diría que tienes que seguir la Nacional 30, dirección norte.
– ¿Adonde exactamente?
Laura miró a Ray.
– Apuesto que a Louisville.
– ¿Tienes algo que objetar? -dijo Ray, volviéndose hacia Laura.
– Gilbert no es tonto. ¿Adonde crees que irá?
– Bueno, supongamos que va a Louisville. ¿A quién le importa? Son doce horas de coche. Se pasará la vida buscando las carreteras.
– Oye, tú, Einstein -dijo Laura-. Sólo hay una carretera.
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