Sue Grafton - L de ley

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La detective Kinsey Millhone se aprestaba a ser dama de honor en la boda del hermano de su casero cuando, pocos días antes, acepta investigar para un vecino, Chester, por qué en los archivos militares ha desaparecido todo rastro de Johnny Lee, su padre recién fallecido y veterano de la segunda guerra mundial. ¡Adiós planes de boda!, porque, de pronto, alguien ha entrado en casa del difunto dejándolo todo patas arriba y Chester descubre, en una caja de caudales, una llave con esta misteriosa inscripción: LEY. A partir de entonces nadie es ya quien dice ser: ni Ray Rawson, el antiguo amigo del ejército, que quiere alquilar la casa; ni Gilbert Hays, a quien Kinsey sorprende llevándose una bolsa de la casa de Lee; ni Laura Huckaby, la mujer a quien aquél entrega la bolsa. A Kinsey no le queda más remedio que emprender una salvaje odisea en la que, para desenredar la madeja, acabará pasando por cualquier cosa, menos por detective…

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Llegué a los ascensores y apreté el botón de subida. Se abrieron las puertas y entré en el ascensor girando la cabeza por si veía a Gilbert. En aquel momento llegaba el plateado autobús de transbordo de Trailways, el motor rezongando mientras las puertas se abrían con farfullar de gases intestinales. Apreté el botón número 12 y se cerraron las puertas del ascensor.

Ya en la planta de Laura, troté por el pasillo y llamé a la puerta de la 1236. Murmuraba para mí mientras chascaba los dedos a toda velocidad. Vamos, vamos, vamos.

Fue Laura quien abrió. Dio un paso atrás al verme.

– ¿Qué haces aquí? Creía que te habías ido.

– ¿Dónde está Ray? Tengo que hablar con él.

– Está durmiendo, aquí mismo. ¿Qué ha pasado?

– Vi a Gilbert en el aeropuerto. Viene hacia aquí y lleva una pistola. Despierta a Ray, recoge tus cosas y vámonos de aquí.

– ¿Qué pasa? -dijo Ray a espaldas de Laura. Se había levantado y se remetía la camisa mientras avanzaba hacia la puerta. Entré en la habitación y Laura cerró a mis espaldas. Se apoyó en la pared y el miedo le hizo cerrar los ojos durante unos segundos. Eché la cadena de seguridad.

– Andando -dije.

El verbo movilizó a la mujer, que se dirigió al armario y sacó el impermeable y el petate.

– ¿Qué ocurre? -dijo Ray, mirando a una y a otra.

– Ha visto a Gilbert. Tiene una pistola y está al llegar.

– Deberías haber llamado en vez de recorrer todo el camino hasta aquí -dijo Laura en son de reproche. Abrió el petate y comenzó a guardar los cosméticos deltocador.

– Llamé, pero estaba comunicando.

– Estaba hablando con el servicio de habitaciones. Teníamos que comer -dijo Laura.

– Señoras, os recomiendo dejar de discutir y ponerse en movimiento.

– ¡Yo ya me muevo! -Laura se puso a recoger el camisón, las zapatillas, las bragas sucias. Había dejado el vestido de tela vaquera colgado del respaldo de la silla, lo recogió y se lo sujetó contra el pecho para doblarlo en tres y luego por la mitad. Ray se lo quitó de las manos, hizo con él una pelota y lo empotró en el petate, cuya cremallera cerró a continuación.

Vi las dos maletas del hombre a la izquierda de la puerta. Recogí la más pequeña y me quedé mirando mientras él recogía la otra.

– Llévate lo esencial y tira el resto -dije-. ¿Tienes coche?

– En el aparcamiento.

– ¿Por dónde subirá Gilbert, por el ascensor o por las escaleras?

– ¿Quién sabe?

– Vamos a ver -dije-. Creo que vosotros dos deberíais ir por detrás. Gilbert puede romperse la mano llamando a la puerta, si quiere. También podría llamar a la de Ray si se le ocurre pensar que también Ray está aquí. Dame las llaves del coche y dime dónde está aparcado.

– ¿Y qué hacemos nosotros mientras tanto? -preguntó Laura.

– Esperadme fuera, junto a la torre de pega del camino de entrada. Recogeré el coche y volveré por vosotros. Gilbert no me conoce y no pasará nada si me cruzo con él en el pasillo.

Ray me dio una descripción rápida del vehículo y de su situación. El colgante de plástico de la llave tenía escrito el número de la matrícula, de modo que estaba dentro de lo normal que lo encontrase sin problemas. Di a Ray la maleta mientras Laura hacía una rápida inspección para asegurarse de que no dejaba nada revelador. Quitó la cadena, asomó la cabeza y la giró para mirar el pasillo en ambas direcciones. Ray y Laura se fueron por la derecha, hacia la escalera de incendios del fondo. Yo me fui por la izquierda, hacia los ascensores.

Bajar en el ascensor era como caer a cámara lenta. Vi los números iluminados de las plantas que se movían de derecha a izquierda, avanzando hacia el 0 con lentitud. Cuando llegué al vestíbulo, se oyó el ping de costumbre y se abrieron las puertas. Gilbert estaba a medio metro de distancia, esperando para entrar. Nos miramos a los ojos durante unos segundos. Los suyos eran agujeros negros sin fondo. Aparté la mirada con naturalidad, mientras me cruzaba con él y me iba por la derecha, como ocupada en un trámite hotelero normal y corriente. Oí que las puertas se cerraban detrás de mí. Miré en el vestíbulo, por si veía al ayudante del sheriff del condado. Ni el menor rastro de los representantes de la ley. Seguí andando, no sin volverme de manera automática para mirar el indicador luminoso del movimiento del ascensor. El ascensor ya debería de estar subiendo. Pero la luz estaba inmóvil. Oí un ping y se abrió la puerta del ascensor. Salió Gilbert. Se detuvo en la alfombra que se extendía ante los ascensores y miró hacia donde yo estaba. Los polis y los cacos entran a veces en estados de hiperconciencia en que la percepción adquiere una agudeza hija de la adrenalina. Su trabajo, y en muchas ocasiones también su vida, depende de la claridad de ideas. Gilbert, por lo visto, era una persona que grababa la realidad con una precisión siniestra. En su expresión había algo que me decía que recordaba haber visto mi cara en un breve encuentro tenido en el aeropuerto de Santa Teresa. Cómo me relacionó con Laura Huckaby es algo que no sabré nunca. El momento fue electrizante, con las ondas del reconocimiento trazando entre nosotros un arco voltaico.

Seguí andando «normalmente» al doblar la esquina. Pasé ante la puerta de la cafetería y volví a girar a la derecha para acceder a un pasillo en el que había tres puertas, una sin nada, otra con el rótulo de Sólo Personal Autorizado y la tercera de Mantenimiento. En cuanto salí del campo visual de Gilbert, eché a correr con el bolso rebotándome en la cadera. Crucé a toda velocidad la puerta sin nada y me vi en un desolado pasillo de la parte trasera que no había visto antes. El suelo de cemento y las desnudas paredes de hormigón trazaban una curva hacia la izquierda. Las paredes se perdían en la oscuridad de las alturas. No había ninguna clase de techo a la vista, sólo una serie de sogas y cadenas que colgaban inmóviles de las sombras. Avancé entre los bastidores de guardar las bandejas de servicio, todas vacías; escurridores de madera cubiertos de vasos y copas; montañas de manteles, carritos llenos de platos de tamaños variados. Las torres de sillas bordeaban las paredes, estrechando el paso en algunos puntos.

Mis pasos sólo producían un rumor apagado, gracias a las suelas de goma de las Reebok. No tenía más remedio que creer que era un pasillo de servicio que rodeaba alguna sala de banquetes, círculo inscrito en otro círculo con acceso a los montaplatos y a las cocinas de la planta inferior. Vi unas escaleras que subían. Me así del pasamanos y tiré de mí, saltándome peldaños mientras corría. Sentía el bolso como si fuera un ancla, pero no podía separarme de él. Rebasados los peldaños, el pasillo continuaba. Las paredes de aquel nivel servían para acoger motivos decorativos de temporada, ángeles navideños, abetos artificiales, dos gigantescas máscaras de tragedia y comedia, unidas como siameses, angelitos y cupidos de madera pintada con purpurina, enormes corazones de San Valentín traspasados por flechas de oro. Una colección de ficus de seda sugería un bosquecillo de interiores privado de pájaros y demás fauna salvaje.

Oí gemir un gozne a mis espaldas. Aceleré el paso, avanzando por el pasillo vacío. En la pared de mi izquierda subía una escalerilla metálica que era como las de incendios. Subí primero con la vista, pues ignoraba qué habría allí. Miré a mis espaldas, percibiendo vagamente que una persona se acercaba por el pasillo. Me así del primer barrote y comencé a subir, con las Reebok produciendo gemidos en el metal. Me detuve al llegar al final, a unos seis metros de altura. Delante tenía una pasarela metálica que se extendía en línea recta, pegada a la pared. Ya estaba lo bastante cerca del techo para tocarlo si me ponía de pie. La pasarela tenía menos de un metro de anchura. Abajo, más allá de las bostezantes sombras, el suelo semejaba un río de cemento, liso e inmóvil. Lo único que me impedía caer era el pasamanos, una cadena que colgaba de postes metálicos. Como siempre que me enfrentaba a las alturas, lo que más miedo me daba era el irresistible impulso que sentía de arrojarme al vacío.

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