Sue Grafton - L de ley

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La detective Kinsey Millhone se aprestaba a ser dama de honor en la boda del hermano de su casero cuando, pocos días antes, acepta investigar para un vecino, Chester, por qué en los archivos militares ha desaparecido todo rastro de Johnny Lee, su padre recién fallecido y veterano de la segunda guerra mundial. ¡Adiós planes de boda!, porque, de pronto, alguien ha entrado en casa del difunto dejándolo todo patas arriba y Chester descubre, en una caja de caudales, una llave con esta misteriosa inscripción: LEY. A partir de entonces nadie es ya quien dice ser: ni Ray Rawson, el antiguo amigo del ejército, que quiere alquilar la casa; ni Gilbert Hays, a quien Kinsey sorprende llevándose una bolsa de la casa de Lee; ni Laura Huckaby, la mujer a quien aquél entrega la bolsa. A Kinsey no le queda más remedio que emprender una salvaje odisea en la que, para desenredar la madeja, acabará pasando por cualquier cosa, menos por detective…

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De cualquier modo me las arreglé para que cuatro horas me parecieran sólo una. Cuando se acercaba el momento, fui al quiosco y adquirí un periódico local. Volví a la puerta a las cinco, cuando aterrizaba ya el avión de Santa Teresa. Hablé con la empleada de la puerta para comprobar que mi nombre figuraba en la lista de espera.

En la sala de espera estaban ya ocupados casi todos los asientos, de modo que me apoyé en una columna y leí el periódico. Se abrieron las puertas y comenzaron a bajar los pasajeros de primera clase, que siempre tenían un aspecto más despejado que los que iban detrás. Los de clase turística aparecieron a continuación, recorriendo la multitud con los ojos para localizar a quienes habían ido a recibirlos. Muchos reencuentros alegres. Abuelas que estrechaban niños entre sus brazos. Un soldado que abrazaba a su novia. Maridos y esposas que se daban los besos de rigor. Dos adolescentes con un manojo de globos hinchables se pusieron a chillar cuando vieron bajar a un joven de expresión tímida. En conjunto era una forma muy agradable de pasar el tiempo y me hizo olvidar la ceñuda colección de noticias que traía la prensa. Iba ya a pasar a la página de las tiras cómicas cuando bajó del avión el último grupo de pasajeros. Fue el Stetson lo que me llamó la atención. Desvié los ojos y sólo los levanté un segundo cuando pasó Gilbert por mi lado.

Capítulo 13

Miré la hora. No tendría que embarcar en mi avión hasta pasados otros veinte o treinta minutos. El personal de limpieza tenía que barrer, recoger los periódicos, los pañuelos arrugados, los auriculares y los objetos olvidados por los usuarios. Dejé el periódico y seguí a un Gilbert fácil de distinguir gracias al Stetson y a la chaqueta y las botas vaqueras. Tenía que ser algo mayor de lo que me había parecido a primera vista, más de la edad de Ray. Le había echado cincuenta y tantos, casi sesenta, pero tenía que tener sesenta y dos o sesenta y tres. No comprendía qué había visto Laura en aquel hombre, a menos que buscase un padre, como quien dice al pie de la letra. Fuera cual fuese la clave de la atracción, la química sexual tenía que estar mezclada con su brutalidad. Son muchas las mujeres que confunden la agresividad masculina con la inteligencia y el silencio con la profundidad.

Cruzó las puertas giratorias y entró en la zona de recogida de equipajes en la que había estado yo a primera hora del sábado. La zona estaba atestada, lo que favorecía mi anonimato. Mientras Gilbert esperaba el equipaje, miré a mi alrededor en busca de un teléfono. Tenía que haber alguno al doblar la esquina, pero no quería perderlo de vista. Me dirigí al panel de información hotelera y vi el número del Castillo Vacío. La red telefónica comunicaba con todos los hoteles que transportaban pasajeros aéreos, pero no admitía más llamadas exteriores que las relacionadas con el transporte. Saqué del bolso papel y bolígrafo mientras sonaba el teléfono al otro lado de la línea.

– Castillo Vacío -dijo una mujer al descolgar.

– Hola, estoy en el aeropuerto. ¿Me puede poner con la centralita?

– No, señora. No estoy conectada. Esta línea es independiente.

– Bueno, ¿podría decirme en tal caso el número del hotel?

– Sí, señora. ¿Reserva de habitaciones, ventas o catering?

– Sólo el de información general.

Me recitó el número y tomé cumplida nota del mismo. Buscaría un teléfono público a la primera oportunidad.

A mis espaldas se oyó por fin una escala de sonidos que imitaba las alarmas antirrobo. Las solapadas planchas metálicas de la cinta giratoria sufrieron una convulsión y comenzaron a moverse en sentido contrario a las agujas del reloj. Dos maletas aparecieron por la curva, luego otra y a continuación otra, todas procedentes del nivel inferior. Los pasajeros se adelantaron en grupo, situándose en posición de recogida mientras los bultos caían por la pendiente e iniciaban la lenta trayectoria por aquella especie de tiovivo.

Mientras Gilbert buscaba su equipaje con la mirada, saqué las dos monedas del bolsillo de la chaqueta y me puse a juguetear con ellas con nerviosismo, a la espera de lo que hiciese aquél. Recogió de la cinta giratoria una maleta de lona y se abrió paso entre el gentío, en dirección al pasillo. Me volví mucho antes de que me adelantara, consciente de que cualquier movimiento brusco podía llamar su atención. Al acercarse a la escalera metálica, se hizo a un lado, se agachó, abrió la cremallera de la maleta y sacó una pistola de gran tamaño, en cuyo cañón incrustó un silenciador. Varias personas miraron y vieron lo que hacía, pero siguieron su camino como si no pasase nada. Era evidente que no les parecía hombre capaz de liarse a tiros con una multitud, liquidando a todo el que se le pusiera por delante.

Se introdujo la pistola en el cinturón y se abotonó la chaqueta vaquera.

Se ajustó el Stetson, cerró la cremallera de la maleta y siguió andando con desenvoltura hacia las ventanillas de alquiler de coches. No era probable que hubiese hecho una reserva por anticipado, porque lo vi preguntar en Budget y dirigirse a Avis a continuación. Encontré una fila de teléfonos públicos y comprobé que de los cinco sólo había uno libre. Introduje una moneda en la ranura y marqué el número del Castillo Vacío. Me volví para inspeccionar el espacio que me rodeaba, pero no divisé a ningún agente de seguridad del aeropuerto.

– Castillo Vacío. ¿Con quién quiere hablar?

– Con la habitación de Laura Hudson, por favor. Es la 1236 -dije.

La línea de Laura comunicaba. Esperé a que la telefonista volviera a ponerse, pero por lo visto había dejado el empleo y se había ido a trabajar al extranjero. Pulsé la palanca y comencé de nuevo, empleando la última moneda que me quedaba en llamar otra vez al hotel.

– Castillo Vacío. ¿Con quién quiere hablar?

– Hola, quisiera hablar con Laura Hudson, habitación 1236, pero comunica. ¿Podría decirme si Ray Rawson sigue hospedado ahí?

– Un momento, por favor. -Se desconectó, introduciendo un silencio sepulcral en la línea. Conectó de nuevo conmigo-. Sí, señora. ¿Quiere que la ponga con su habitación?

– Sí, pero ¿querría volver a hablar conmigo si no contesta?

– Naturalmente.

El teléfono sonó quince veces en la habitación de Ray antes de que la telefonista volviera a conectar conmigo.

– El señor Rawson no contesta. ¿Quiere dejarle un recado?

– ¿No se le puede avisar?

– No, señora. Lo siento. ¿Desea alguna cosa más?

– Creo que no. Ah, sí, un momento. Póngame con el director.

Colgó antes de oír la frase completa.

Tenía ya tanta adrenalina en el aparato circulatorio que me costaba respirar. Gilbert Hays estaba en la ventanilla de Avis, rellenando unos papeles. Parecía consultar uno de esos mapas multicolores de los alrededores mientras el empleado le orientaba señalándole la ruta. Tomé la escalera mecánica para salir a la calle.

Fuera habían encendido las luces, pero sólo despejaban parcialmente la oscuridad de la zona de carga y descarga de pasajeros. Una limusina se detuvo en la acera delante de mí y el uniformado conductor de raza blanca bajó y corrió a la portezuela del otro lado para ayudar a bajar a una pareja de la tercera edad. La mujer llevaba un pellejo de animal salvaje que no había visto en mi vida. Miró a su alrededor con nerviosismo, como si estuviera acostumbrada a rechazar agresiones. El conductor sacó el equipaje del maletero. Inspeccioné la zona con la mirada, en busca de la policía del aeropuerto. Luces y sombras rayaban el cemento formando figuras tan reiterativas como una greca. Las obras habían abierto un túnel aerodinámico y por él soplaba un ventarrón con perfume de combustible, generado por el tráfico continuo. No vi ninguno de los microbuses del hotel. No vi paradas de taxis ni taxis en movimiento. Seguramente Gilbert había recogido ya las llaves del coche alquilado. Estaría saliendo por la puerta que había a mis espaldas, buscando con los ojos la parada del transbordador que lo llevaría al patio donde le aguardaría el vehículo. O lo que sería mucho peor, que el coche alquilado estuviera en el garaje que había enfrente, con lo cual no tendría más que cruzar la calzada.

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