Sue Grafton - L de ley

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La detective Kinsey Millhone se aprestaba a ser dama de honor en la boda del hermano de su casero cuando, pocos días antes, acepta investigar para un vecino, Chester, por qué en los archivos militares ha desaparecido todo rastro de Johnny Lee, su padre recién fallecido y veterano de la segunda guerra mundial. ¡Adiós planes de boda!, porque, de pronto, alguien ha entrado en casa del difunto dejándolo todo patas arriba y Chester descubre, en una caja de caudales, una llave con esta misteriosa inscripción: LEY. A partir de entonces nadie es ya quien dice ser: ni Ray Rawson, el antiguo amigo del ejército, que quiere alquilar la casa; ni Gilbert Hays, a quien Kinsey sorprende llevándose una bolsa de la casa de Lee; ni Laura Huckaby, la mujer a quien aquél entrega la bolsa. A Kinsey no le queda más remedio que emprender una salvaje odisea en la que, para desenredar la madeja, acabará pasando por cualquier cosa, menos por detective…

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Avancé pegada a la pared a velocidad reptante. No me atrevía a ir más aprisa por temor de que la pasarela se soltara de los montantes de la pared. Me sentía más o menos segura, protegida por las sombras de las alturas, aunque el pasillo funcionaba como una especie de cámara de resonancia que delataba mi presencia. Oí ruido de tacones que golpeaban el cemento, una carrera que de pronto redujo la velocidad. Me puse a gatas y avancé con cuidado por aquella superficie metálica que vibraba y temblaba. Tenía que empujar el bolso por delante de mí mientras avanzaba. No quería que me descubrieran, pero la destartalada pasarela crujía y bailaba acusando mi peso.

Descubrí en la pared una pequeña puerta de madera. Giré el pomo con sumo cuidado y la abrí. Se trataba de un pasadizo mohoso, mal iluminado y de un metro ochenta de altura, bordeado por la parte superior por una serie de ventanucos que se abrían con manivela; algunos estaban abiertos y por ellos entraba luz artificial. El suelo estaba enmoquetado y olía a polvo. Seguí avanzando, todavía a gatas, ahora tirando del bolso. Lo único que rompía el silencio era el ritmo de mi respiración jadeante.

Me volví para cerrar la puerta, me acerqué reptando a la ventana más próxima y me enderecé con cautela. Abajo había una de esas salas que se destinan a banquetes y reuniones concurridas. La alfombra estaba decorada con un infinito dibujo a base de flores de lis, azul metálico sobre fondo gris. En el centro podía ponerse una serie de puertas de corredera para dividir la sala en dos. Del techo colgaban ocho arañas separadas por distancias regulares que parecían racimos de estalactitas y apenas daban luz. En la circunferencia que trazaban los bordes del techo, la cenefa continua de ventanucos con cristal de espejo ocultaba el pasadizo en que me encontraba. Miré por encima del hombro. En la semioscuridad distinguí los aparatosos paneles del sistema de iluminación que sin duda se ponía en funcionamiento en ocasiones especiales, reflectores y focos con filtros de varios colores.

Abrí el bolso a la luz que entraba por los ventanucos y saqué la billetera. Recogí el permiso de conducir, la licencia de detective y otros documentos identificativos, incluidos el dinero y las tarjetas de crédito, que me guardé en los bolsillos de la chaqueta a toda velocidad. Saqué las llaves del coche de Ray, los anticonceptivos, las ganzúas y la navaja de explorador, maldiciendo la costumbre de no poner bolsillos interiores en las chaquetas de las mujeres. Saqué el cepillo de dientes y me lo guardé con los restantes objetos. Tenía los bolsillos de la chaqueta como si hubiera ido a robar melocotones, pero no podía remediarlo. Llegado el caso, aguanto unas bragas sucias, pero no unos dientes sin cepillar.

Advertí que el suelo vibraba, aunque ligeramente. En California habría pensado que se trataba de un temblor de magnitud 2,2 que recorría la tierra como una ola del mar. Volví la cabeza hacia la puerta. Aparté el bolso, me agaché y avancé como una oca por el estrecho pasadizo. Palpé el montante de la puerta, buscando con los dedos el pomo de este lado. Al otro lado de la pared, alguien avanzaba entre crujidos metálicos, como yo minutos antes, por la pasarela. Encontré el pomo y, siempre sin hacer ruido, giré la tarabilla del centro.

Tenía aún la mano en el pomo cuando la puerta sufrió una sacudida intencionada. Alguien situado en el otro lado intentaba girarlo. Una inyección de miedo me recorrió de arriba abajo, llenándome los ojos de lágrimas. Me llevé la mano a la boca para reprimir un grito. La puerta vibró contra los batientes con tanta fuerza que pensé que iba a ceder, dejándome al descubierto. Silencio. El suelo comenzó a temblar otra vez, Gilbert reanudaba el camino. Miré hacia mi izquierda, siguiendo su progreso mientras avanzaba por la pasarela. Recé para que no hubiera otra puerta de madera un poco más allá.

Tuvo que llegar a un callejón sin salida porque unos minutos más tarde noté que el suelo volvía a vibrar y pasó otra vez por delante de la puerta, esta vez en dirección a la escalera que bajaba hasta el pasillo.

Esperé un tiempo prudencial. Me pareció una eternidad, aunque seguramente fueron quince minutos. Me estiré con cuidado y giré la espita del centro del pomo. Escuché con atención, pero no oí nada. En cuanto abrí la puerta, se puso a sonar la alarma contra incendios.

Capítulo 14

El abrir la puerta y sonar los alaridos metálicos fue tan seguido que pensé que Gilbert había accionado alguna clase de trampa. Los aspersores del techo empezaron a soltar agua. Percibí un lejano olor a humo, tan inconfundible como el rastro del perfume que deja una mujer cuando pasa. Volví a las ventanas que daban al salón de los banquetes. No vi rastro de llamas ni hilachas de humo negro. El salón parecía vacío, iluminado y aséptico. Por los altavoces se oyó una voz que daba instrucciones o consejos sobre lo que tenían que hacer los huéspedes del hotel. Lo único que entendí fue el amordazado apremio del anuncio. El punto exacto del incendio había que adivinarlo.

Se apagaron las luces y quedé sumida en la más absoluta oscuridad. Avancé palpando hacia la puerta de madera, ajena a las riquezas del mundo. Me estaba despojando de todo hasta quedarme con lo más esencial, y me sentía ligera y libre, y al mismo tiempo nerviosa. El bolso era un talismán, tan tranquilizador como una manta eléctrica. Su peso y volumen formaban parte de mi cotidianidad y su contenido era la garantía de que ciertos elementos totémicos estaban siempre al alcance de la mano. El bolso me había servido de almohada y de arma. Me producía una impresión extraña abandonarlo, pero sabía que no había más remedio. Medí en la oscuridad la anchura de la pasarela, intuyendo el profundo abismo de mi izquierda cuando de pronto hundí la mano en la nada.

Todo estaba oscuro como boca de lobo, pero oía un ruido seco y crujiente. Soplaba un viento helado que desviaba el aguacero hacia mí. Percibí un olor a madera seca y caliente mezclado con el aroma penetrante de los productos del petróleo cuando cambian de estado químico. Me puse en camino con cautela. Empecé a distinguir delante un suave resplandor rojizo que perfilaba la pared donde el pasillo torcía a la izquierda. Una alargada nube de humo dobló la esquina y avanzó hacia mí. Si el fuego me sorprendía en la pasarela, seguramente pasaría sin alcanzarme, pero la nube de humo tóxico que se levantaría me dejaría tan frita como las mismas llamas.

Aunque el agua de los aspersores manaba sin parar, no parecía tener efecto visible alguno sobre el incendio. El reflejo de las llamas anaranjadas se extendió bailoteando por las paredes, empujando ceniza en polvo y humo y devorando el oxígeno disponible. La pasarela metálica estaba resbaladiza y la cadena que hacía de pasamanos oscilaba frenéticamente mientras yo seguía avanzando. Volví a oír los altavoces. Se repitió el anuncio de antes, un barbotar de consonantes confusas. Llegué a la escalerilla. Temía ponerme de espaldas al fuego invasor, pero no tenía alternativa. Busqué el primer peldaño con el pie derecho, midiendo la distancia cuando comencé a bajar. Descendí con cuidado, deslizando las manos por los pasamanos laterales, metálicos y mojados. Las cadenas que colgaban del techo se habían vuelto de oro con el resplandor, las chispas subían titilando como luciérnagas intermitentes en una noche de verano. El fuego daba ya luz suficiente para ver que el aire se volvía gris mientras el humo se acumulaba.

Llegué a la base de la escalerilla y me dirigí hacia la izquierda. El incendio caldeaba el aire poniéndolo a una temperatura agradable. Oí chasquidos secos, cristales rotos, el alegre rugido de la destrucción que producían las llamas. A pesar de la abundancia de cemento, el hotel contenía material combustible de sobra para alimentar el fuego que se propagaba con rapidez. Oí un trueno sordo cuando algo que había a mis espaldas cedió y se vino abajo. Toda aquella parte del hotel había quedado destruida, por lo visto. Vi una puerta a mi izquierda. Palpé el pomo, que estaba frío. Lo giré, empujé y sin previo aviso me encontré en un pasillo de la segunda planta.

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