Me quedé mirando la limusina. El conductor había recogido la propina, se había rozado la gorra y había cerrado la portezuela trasera. Rodeó el vehículo por detrás y se dirigió a la portezuela del conductor, la abrió y se deslizó ante el volante. Me puse a golpear con los nudillos la ventanilla del copiloto. El cristal era tan oscuro que no veía absolutamente nada del interior. La ventanilla bajó con un zumbido. El conductor me miró con cara inexpresiva. Era un treintañero de cara redonda y con un pelo rojo y raleante que llevaba peinado hacia atrás. Se le notaba la marca de la gorra a la altura de las sienes. Me incliné ligeramente y le enseñé la billetera, con el permiso de conducir y la licencia de detective bien a la vista.
– Escucha con atención, por favor -dije-. Necesito ayuda. Soy investigadora privada, con sede en Santa Teresa, California. Detrás de mí hay un hombre armado con una pistola que ha venido a Dallas a matar a dos amigos míos. Tengo que llegar al Castillo Vacío. ¿Sabes dónde está?
Recogió la billetera con precaución, como un gato que condesciende con un regalo de mano desconocida.
– Conozco el Castillo Vacío. -Miró la foto de mi permiso de conducir. Lo vi digerir los datos de la licencia de detective. Miró por encima el resto de la documentación identificadora. Me devolvió la billetera y se me quedó mirando. Quitó el seguro de la portezuela y puso la mano en la llave de contacto.
Abrí la portezuela del copiloto y subí.
La limusina se alejó de la acera tan silenciosa como un tren que sale de la estación. Los asientos eran de cuero gris y el salpicadero era de nogal con nudos, tan pulimentado que parecía de plástico. A la altura de mi rodilla izquierda estaba la bandeja del teléfono móvil.
– ¿Te importa si llamo a la policía? -pregunté.
– Estás en tu coche.
Marqué el 911 y expliqué la situación al agente de guardia, que me preguntó dónde estaba aproximadamente y me aseguró que enviaría a un ayudante del sheriff al Castillo Vacío para que se reuniese con nosotros. Volví a llamar al hotel, pero la telefonista no respondió.
Rodeamos el aeropuerto y nos desviamos para salir a pleno campo. Ya era noche cerrada. La tierra parecía inmensa y llana. Los faros iluminaban grandes extensiones verdes salpicadas de aislados y monolíticos edificios de oficinas que rasgaban el horizonte. Los rótulos iluminados se sucedían como una serie de fichas didácticas. Al coronar una cuesta vi el nudo de las autopistas que se cruzaban dibujado por las luces de los vehículos en movimiento. El nerviosismo vibraba en mi interior y chisporroteaba en la boca del estómago como un tubo de neón defectuoso que me transparentara órganos vitales.
– ¿Cómo te llamas? -pregunté. Si no hablaba, reventaba.
– Nathaniel.
– ¿Y cómo es que haces esto?
– Es una forma de ganar dinero mientras acabo una novela. -Hablaba con cierta reticencia.
– Ah -dije.
– Antes vivía en California Sur. Quería colocar un guión de cine, me trasladé a Hollywood y trabajé para una actriz que hacía de cuñada imbécil en un culebrón sobre una camarera que tiene cinco hijos adorables. La serie duraba sólo dos temporadas, pero ella ganaba dinero a manos llenas. Si he de ser sincero, creo que invertía casi todo el dinero en su nariz. La llevaba y traía del estudio todos los días, lavaba el coche y cosas por el estilo. El caso es que me dijo que si se me ocurría alguna idea para hacer una película, ella me pondría en contacto con su agente y a lo mejor me conseguía una oportunidad. Bueno, se me ocurrió una idea, una relación demencial entre madre e hija en que la chica se muere de cáncer. Se la expliqué y me dijo que ya veríamos. Nadie me dice nada y un día entro en un cine de Westwood Boulevard y veo una película sobre una chica que se muere de cáncer. ¿Puedes creértelo? Esa que se llama… Shirley McLaine; y la otra, Debra Winger. Y allí estaba. Habría tenido que registrarla en el sindicato de guionistas, pero nadie me dijo que lo hiciera. Muchas gracias, pandilla.
Me lo quedé mirando.
– ¿Era tuyo el argumento de La fuerza del cariño?
– Bueno, el argumento en cuanto tal, no, pero sí la idea de base. Mi protagonista no se casaba ni tenía todos aquellos niños. Por si te interesa saberlo, fue el colmo.
– Pero ¿no estaba basada esa película en una novela de Larry McMurtry?
Negó con la cabeza suspirando.
– Ahí vamos. ¿De dónde te crees que sacó la idea?
– ¿Y el astronauta? ¿El personaje que interpretaba Jack Nicholson?
– Fue para despistar y, en mi opinión, no pegaba ni con cola. Tiempo después averigüé que el agente de mi actriz había sido socio del agente de Shirley McLaine por aquella época. Así es Hollywood. Incestuoso hasta la médula. El asunto me dolió, si he de serte sincero. Nunca vi un céntimo y cuando pregunté a mi actriz, me miró como quien no sabe de qué le están hablando. La emprendí a patadas con su coche de paseo y le prendí fuego.
– Ah, ¿sí?
Me miró de reojo.
– En tu trabajo te tienen que pasar muchas cosas interesantes.
– A mí no. Hago sobre todo gestiones de oficina.
– Lo mismo que yo. La gente cree que tengo que conocer a todas las estrellas del rock. Lo más cerca que he estado fue cuando llevé a Sonny Bono a un hotel. El vidrio de separación estuvo subido casi todo el trayecto, un detalle desesperante. Como si hubiera ido a llamar al National Enquirer por verle meter la mano bajo la falda de alguna tía.
Me giré. El vidrio de separación estaba bajado e inspeccioné el interior de la limusina hasta la ahumada ventanilla trasera. Nos seguía un río de vehículos que corría por la autopista a velocidad de vértigo. Nos desviamos de la autopista principal para adentrarnos en el polígono comercial-industrial. Vi aparecer a lo lejos el Castillo Vacío, los tubos de neón brillando con furia en el cielo de la noche. Me quedé mirando mientras el rojo abandonaba las letras y volvía a llenarlas. La proporción entre habitaciones iluminadas y las que estaban a oscuras creaba un efecto de damero descompensado, donde la abundancia de escaques negros sugería un uso del quince por ciento. Ya sólo nos seguían unos cuantos coches. Era domingo por la noche y costaba creer que alguien se dirigiese a las oficinas de enfrente. Dejamos atrás el oasis en miniatura y su torre de piedra falsa, una estructura casi tan baja como yo. Nathaniel dobló hacia el camino circular, de acceso al hotel y se detuvo con suavidad delante de la entrada.
Empecé a ponerme nerviosa y me pregunté si esperaba que le abonase el trayecto.
– No llevo nada encima. Estoy sin blanca.
– Tranquila. -Me alargó una tarjeta-. Si se te ocurre algo para una película a lo Sam Spade pero en mujer, podríamos colaborar. Tías que dan hostias y cosas así.
– Lo pensaré. Y muchas gracias.
Bajé y cerré la portezuela a mis espaldas, consciente de que el vehículo se alejaba ya. No vi el menor rastro del ayudante del sheriff, pero el condado de Dallas es muy grande y había transcurrido muy poco tiempo desde la llamada. Me dirigí a las puertas giratorias, con tanta prisa que casi corría. El vestíbulo estaba prácticamente tomado por los corredores que se iban, crios en pantalón corto, téjanos y cazadora estudiantil con el símbolo del colegio bordado en la espalda. Todos calzaban zapatos de competición y parecían tener unos pies enormes y unas piernas delgadas como palillos. Las bolsas de deporte y las mochilas se habían agrupado en montones desiguales mientras los crios se entretenían gastándose una variada gama de bromas pesadas y ruidosas. Algunas chicas se habían sentado en las mochilas. A un muchacho le habían quitado la camiseta y forcejeaba por ella con dos compañeros. Las carcajadas tenían un punto de crispación. La verdad es que me recordaron a esos cachorrillos que juegan a disputarse un calcetín viejo tirando de él con los dientes. Los adultos que estaban al mando parecían dar por sentado aquel derroche de energía, probablemente con la esperanza de que los chicos estuvieran ya agotados cuando subieran al autobús.
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