Ray se digirió a la puerta lateral con Laura y yo pisándole los talones como un par de gallinas. Hacía mucho frío en el espacio que quedaba entre las dos construcciones. Crucé los brazos para entrar en calor, saltando primero con un pie y luego con el otro, deseosa de entrar en la casa. Ray llamó a la puerta, cuyo ventanuco estaba cruzado por barrotes de adorno. Por el ventanuco vimos la luz que salía de una habitación situada a la izquierda, aunque no había indicios de movimiento. Ray me habló por encima del hombro, con naturalidad.
– Les llaman las casas de las escopetas, una sala grande y cuatro habitaciones muy profundas; te pones en la puerta de la calle y de un escopetazo llegas a la parte trasera. -Señaló el primer piso-. La de mi madre es la casa de la joroba, porque encima de la cocina tiene otro dormitorio. Mi bisabuelo construyó las dos partes en 1880.
– Me lo creo -dijo Laura.
Ray la apuntó con un dedo.
– Escúchame bien. No consentiré que hieras los sentimientos de tu abuela.
– Vale, vale. Ni que hubiera venido adrede para ofender su casa. Cómo eres, Ray. Concédeme un poco de sentido común.
– ¿Qué te pasa? ¿Siempre tienes que hacerte la víctima? -dijo Ray.
Se encendió otra luz en la casa. Laura reprimió la venenosa réplica que le había suscitado la observación de su padre. Se apartó la cortina y se asomó una anciana. No tenía dientes y los labios se le habían doblado hacia el interior de la boca, como si se le hundieran. Era baja y gorda, de cara redonda y fofa, y con el blanco pelo anudado con gomas elásticas en un prieto moño. Entornó los ojos detrás de las gafas de montura metálica y lentes de muchos aumentos.
– ¿Qué quieren? -exclamó desde el otro lado del vidrio.
– Mamá, soy yo. Ray -exclamó Ray.
La mujer tardó unos segundos en asimilar la información. Las dudas se le despejaron y se llevó las nudosas manos a la boca. Comenzó a mover metales, cerrojo, pestillo, cadena de seguridad, y terminó abriendo una anticuada cerradura sin muelles que tardó unos segundos en ceder. La puerta se abrió y la anciana se arrojó en brazos del hijo.
– Ray -dijo con voz trémula-, mi Ray.
Ray se echó a reír y la abrazó mientras la anciana emitía maullantes gemidos de alegría y ternura. Aunque gorda, abultaba la mitad que Ray. Llevaba un delantal blanco encima de un vestido casero que parecía cosido a mano: algodón rosa con botones blancos estampados en filas diagonales, con las mangas adornadas con una cenefa rosa. Se apartó de él con las gafas inclinadas en el puente de la nariz. Sus ojos se posaron en Laura, que estaba detrás de su padre. Era evidente que le costaba distinguir las caras en el nebuloso mundo de su visión defectuosa.
– ¿Quién es? -dijo.
– Yo, abuela. Laura. Y ésta es Kinsey. La recogimos en Dallas. ¿Cómo estás?
– Santo cielo, Laura. Mi pequeña. No puedo creerlo. Es maravilloso. Estoy muy contenta de verte. Fíjate, estoy hecha un desastre. Nadie me dijo que ibais a venir y me sorprendéis con estos harapos. -Laura la abrazó y le dio un beso, manteniéndose de costado para ocultar el sólido bulto de la faja del embarazo.
La madre de Ray no lo advertía ni de frente ni de perfil.
– Deja que te mire. -Encerró la cara de Laura entre sus manos y la miró con atención-. Ojalá pudiera verte mejor, pequeña, pero creo que has salido a tu abuelo Rawson. Dios te bendiga, criatura. Cuánto tiempo ha pasado. -Las lágrimas le rodaron por las mejillas y al final se llevó el delantal a la cara para ocultar la emoción. Acto seguido se abanicó para serenarse-. Ay, no sé qué me pasa. Entrad, entrad todos. Hijo, no te perdonaré por no haberme avisado. Estoy aturdida. Toda la casa está revuelta.
Entramos en el vestíbulo, Laura en cabeza, luego Ray, y yo cerrando la retaguardia. Nos detuvimos mientras la anciana volvía a cerrar la puerta. Hasta el momento no se había mencionado su nombre de pila. A la derecha estaba la escalera estrecha que conducía al dormitorio del primer piso; estaba sumida en la oscuridad a pesar de la hora que era. A la izquierda estaba la cocina, al parecer la única estancia con las luces encendidas. Como las casas estaban allí tan pegadas, era escasa la luz solar que entraba en aquella parte. En la cocina sólo había una ventana, al final de la pared de la izquierda, encima de un fregadero de metal y porcelana. Una gran mesa de roble con cuatro sillas de madera desiguales ocupaban el centro de la estancia, debajo de una bombilla desnuda. Esta debía de ser de 250 vatios, porque la luz que daba no sólo era cegadora, sino que además había elevado la temperatura por lo menos diez grados.
La vieja cocina estaba esmaltada en verde con cenefas negras, y tenía cuatro quemadores y horno en la parte superior. A la izquierda de la puerta había un mueble modernista con tablero de metal extensible, un bidón de harina y un cedazo. Los recuerdos me invadieron. Yo había visto una habitación así en algún otro sitio, tal vez en la casa de la abuela, en Lompoc, cuando tenía cuatro años. Aún podía representarme mentalmente los objetos que poblaban los estantes, la caja de papel encerado, el salero cilíndrico azul oscuro, con la chica del paraguas («Cuando llueve, cae»), café Sanka en una pequeña lata anaranjada, la lata de cacao de Hershey. La despensa de la señora Rawson estaba llena de objetos muy parecidos, incluso tenía el mismo frasco de vidrio de color hierbabuena con la palabra AZÚCAR pintada en el centro. Los frascos de la pimienta y de la sal, desproporcionados y con tapón de rosca, estaban al lado.
La madre de Ray, a pesar de las protestas del hijo, se había puesto enseguida a quitar montones de periódicos de las sillas de la cocina.
– Vamos, mamá, vamos. No tienes que hacer eso. Déjame a mí.
La anciana le dio un golpe en la mano.
– Cállate. Puedo hacerlo yo sola. Si me hubieras dicho que venías, habría limpiado un poco. Laura pensará que no sé cuidar una casa.
Ray le quitó un fardo de periódicos y lo puso contra la pared. Laura murmuró una disculpa y se fue a la habitación del fondo. Esperaba que hubiera cerca un cuarto de baño que pudiera visitar en el momento oportuno. Acerqué una silla y me senté, haciendo una inspección general mientras Ray y su madre ponían un poco de orden.
Desde allí veía parte del comedor, con vitrinas empotradas para la porcelana. La habitación estaba atestada de trastos, muebles y cajas de cartón que dificultaban el paso. Vi a lo lejos una antigua radio de madera marrón, una Zenith con un dial redondo inserto en un mueble de esquinas redondeadas del tamaño de una cómoda. Se notaba la sombra redonda del altavoz tras el tirante tejido de la parte de abajo. El papel de la pared era un mágico remolino de hojas pardas.
La habitación que había al otro lado del comedor era seguramente un salón, con dos ventanas a la calle y una puerta principal como es debido. La cocina olía a bolas de polvo y a café fuerte y recalentado. Oí el gemido de las cañerías, el murmullo pluvial que sugiere que una masa de agua cae de mucha altura. Cuando Laura salió de la habitación del fondo, ya no llevaba la faja del embarazo. Seguramente le incomodaba la idea de tener que explicar su «estado» si su abuela se daba cuenta.
Me puse a escuchar a la anciana, que seguía quejándose de buena fe de lo inesperado de la visita.
– ¿Cómo quieres que tenga una buena comida preparada si no me avisas antes?
– Si te lo estoy diciendo -dijo Ray con paciencia-. Haz una lista con lo que necesitas, vamos al supermercado y en dos patadas estamos de vuelta.
– Tenía una lista a medio hacer, pero no sé dónde la he puesto -dijo, buscando entre los papeles sueltos que había en el centro de la mesa-. Freida Green, la vecina del otro lado, es la que me lleva al supermercado una vez a la semana, cuando va ella. No, aquí no. ¿Qué pone aquí?
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