Sue Grafton - L de ley

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La detective Kinsey Millhone se aprestaba a ser dama de honor en la boda del hermano de su casero cuando, pocos días antes, acepta investigar para un vecino, Chester, por qué en los archivos militares ha desaparecido todo rastro de Johnny Lee, su padre recién fallecido y veterano de la segunda guerra mundial. ¡Adiós planes de boda!, porque, de pronto, alguien ha entrado en casa del difunto dejándolo todo patas arriba y Chester descubre, en una caja de caudales, una llave con esta misteriosa inscripción: LEY. A partir de entonces nadie es ya quien dice ser: ni Ray Rawson, el antiguo amigo del ejército, que quiere alquilar la casa; ni Gilbert Hays, a quien Kinsey sorprende llevándose una bolsa de la casa de Lee; ni Laura Huckaby, la mujer a quien aquél entrega la bolsa. A Kinsey no le queda más remedio que emprender una salvaje odisea en la que, para desenredar la madeja, acabará pasando por cualquier cosa, menos por detective…

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Ray miró sus notas.

– ¿Qué más tenemos? No parece gran cosa.

– Aguarda. A ver qué te parece. La llave pequeña tenía un número. Lo recuerdo -dije-. M550. Es mi cumpleaños, el cinco de mayo.

– ¿Y en qué nos beneficia eso?

– Podríamos ir al cerrajero para que nos haga otra llave.

– ¿Para abrir qué?

– Bueno, no lo sé, pero por lo menos tendríamos una llave. Puede que al cerrajero se le ocurra algo.

– Eso me parece insustancial -dijo Ray-. Es como echarlo a suertes.

– Vamos, Ray -dije-. Hay que trabajar con lo que se tiene. Créeme, he empezado con menos y al final lo he sacado todo.

– De acuerdo -dijo con escepticismo. Apuntó la dirección del cerrajero. Recogió el chaquetón, que colgaba de la silla.

Me puse en pie al mismo tiempo que Ray y me abroché la chaqueta.

– ¿Y tu madre? No creo prudente dejarla aquí.

La anciana se sobresaltó ante la insinuación.

– De ningún modo. Yo no pienso quedarme aquí sola -dijo con énfasis-. Y menos estando ese individuo suelto. ¿Y si vuelve?

– Está bien. Te llevaremos con nosotros. Pero te quedarás en el coche mientras trabajamos.

– ¿Allí sentada?

– ¿Por qué no?

– De acuerdo, pero no indefensa.

– Mamá, no permitiré que te quedes en el coche con una escopeta cargada. Puede pasar la policía y pensar que estamos cometiendo un atraco.

– Tengo un bate de béisbol. Fue idea de Freida. Compró un Louisville Slugger y me lo escondió debajo de la cama.

– Dios mío, esa Freida es un sargento de artillería.

– Sargenta -corrigió la madre con viveza.

– Anda, ponte el abrigo.

Capítulo 19

Louisville Compañía Cerrajera estaba en el sector oeste de Main Street, en un edificio de tres plantas de ladrillo rojo, construido probablemente en los años treinta. Ray encontró sitio para aparcar en una travesía y estalló una breve disputa cuando Helen se negó a quedarse en el coche, como habíamos convenido. Ray cedió al final y dejó que nos acompañara, aunque la anciana insistió en llevar el bate de béisbol. La fachada del establecimiento era estrecha y estaba flanqueada por dos oscuras columnas de piedra. La ebanistería que la cubría estaba pintada de marrón cenagoso y el escaparate estaba cubierto de rótulos escritos a mano que detallaban los servicios en oferta: instalación de cerrojos, confección de llaves, instalación y reparación de cerraduras, instalación de cajas de seguridad empotradas en la pared y en el suelo, cambios de combinación.

El interior era estrecho y profundo, y consistía casi totalmente en un largo mostrador de madera tras el que vi varias máquinas de hacer llaves. De pared a pared y del suelo al techo había filas de llaves colgadas, en un orden conocido sólo por los empleados. Una escalerilla de mano que se deslizaba sobre guías próximas al techo permitía acceder, por lo visto, a las llaves situadas en las sombrías alturas. Todo el espacio libre que quedaba en el gastado suelo de madera estaba ocupado por las cajas fuertes Horizon que estaban a la venta. Éramos los únicos clientes y no vi ni cajeros, ni empleados ni aprendices.

El propietario, Whitey Reidel, mediría un metro cincuenta y era gordo de cintura. Llevaba camisa blanca de vestir, tirantes negros y pantalones negros. No me fijé, pero me dio la sensación de que se le veía mucho tobillo por debajo del dobladillo de los pantalones. Tenía la nariz fofa e informe y grandes bolsas oscuras bajo los ojos. El pelo le había retrocedido como la marea cuando baja y los pocos mechones que le quedaban le sobresalían blancos y rizados de la parte delantera como a una muñeca Kewpie. Tendía de manera natural a inclinarse hacia delante y a apoyar las manos en el mostrador, sujetándose a él como si soplara un huracán. Nos miró uno por uno y por último posó los ojos en el bate de Helen.

– Es entrenadora en la Liga Infantil -dijo Ray al ver su expresión.

– Pues ustedes dirán -dijo Reidel.

Me adelanté para presentarme y le expliqué en pocas palabras lo que necesitábamos y por qué. Se puso a negar con la cabeza y curvó la boca en cuanto mencioné la llave de candado Master con el número M550 en un lado.

– Imposible -dijo.

– Aún no he terminado.

– No hace falta. Las explicaciones no servirán de nada. No existe ninguna llave de candado Master con una serie que comience por M.

Lo miré con fijeza. Ray estaba detrás de mí y Helen estaba junto a Ray. Me volví a éste.

– Díselo tú.

– Tú eres la única que ha visto la llave. Yo no la vi. Vamos, lo que se dice verla, la vi, pero no me fijé en los números.

– Yo lo recuerdo con toda claridad -dije a Reidel-. ¿Me da un papel? Se lo enseñaré.

El aludido me alargó lápiz y papel, pero sólo por no decirme que no. Escribí el número y se lo señalé, como si el ademán añadiese legitimidad a mi afirmación. No me contradijo. Metió la mano bajo el mostrador y sacó el catálogo de candados Master.

– Si la encuentra, se la hago -dijo. Apoyó las manos en el mostrador, descargando todo el peso en los brazos.

Hojeé el catálogo con una mezcla de confusión y terquedad. Había múltiples series, unas caracterizadas por letras, otras por números, ninguna por la M que había visto yo.

– Habría jurado que era una llave de candado Master.

– La creo.

– ¿Y cómo puede una llave tener números que no existen?

Curvó la boca y se encogió de hombros.

– Sería un duplicado.

– ¿Y eso tiene importancia?

Se metió la mano en el bolsillo y sacó una llave.

– Es la llave de un candado que tengo aquí. En este lado está el fabricante, un candado Master en este caso, como en la llave de que hablamos. ¿Era como ésta?

– Más o menos -dije.

Helen había perdido todo interés. Se había acercado a una caja de seguridad que se exponía en solitario y se había sentado encima, apoyándose en el bate como si fuera un bastón.

– Bueno. En este lado pone Master, ¿entendido?

– Entendido.

– En este otro están los números correspondientes al candado concreto que abre la llave. ¿Me siguen? -Apartó los ojos de mí para posarlos en Ray y los dos asentimos como idiotas-. Ustedes me dicen los números, yo puedo mirarlos en el catálogo para obtener la información que necesito para hacer un duplicado de la llave. Pero el duplicado no tendrá números. Estará limpio.

– Bien -dije, pronunciando la palabra escrupulosamente. No se me ocurría adonde quería ir a parar aquel hombre.

– Bien. Así que los números que vio usted tuvieron que grabarse después de hacer la llave.

Señalé el cuaderno.

– Lo que usted dice es que alguien puso los números en esta llave -repetí.

– Exacto -dijo.

– Pero ¿por qué? -dije.

– Señora, es usted quien ha acudido a mí y no al revés -dijo. Cuando sonrió vi que tenía los dientes manchados y puntos oscuros en la zona próxima a las encías-. Si es un candado Master, esos números no tienen el menor sentido.

– ¿Podría ser el número de otro fabricante de llaves?

– Podría.

– Si averiguamos el fabricante, ¿podría usted hacer la llave?

– Naturalmente -dijo-. El problema es que hay seguramente medio centenar de fabricantes. Tendrían que repasar dos o tres catálogos por compañía y hay muchos modelos que no toco. Los números que hay en las llaves a veces corresponden a puertas o propiedades, pero por lo que me ha dicho no hay forma de saberlo.

– ¿Ha oído hablar de cerraduras de marca Ley?

Negó con la cabeza.

– Jamás.

– ¿Por qué está tan seguro? -dije, irritada por su actitud de sabelotodo.

– La empresa era de mi padre y antes había sido de mi abuelo. Hace más de setenta y cinco años que estamos en el negocio. Si hubiera existido una casa con ese nombre, la conocería aunque sólo fuese de oídas. Podría ser extranjera.

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