Minette Walters - La Casa De Hielo

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En el antiguo depósito de hielo de Streech Grange ha aparecido el cadáver, desnudo y tan deteriorado que se hace imposible su identificación, de un hombre. El jefe de la policía local. Walsh. considera que se trata del cuerpo de David Maybury, desaparecido diez años atrás. Walsh, entonces, había culpado a la esposa de aquél, Phoebe. de la desaparición (y posible asesinato) de Maybury, pero no había encontrado pruebas y tuvo que dar el caso por cerrado.
Walsh, ahora, ve de nuevo la ocasión de lanzarse sobre Phoepe: la odia, se dice que porque le rechazo, hasta el punto de que no puede distinguir lo personal de lo profesional. Solo su subordinado, el sargento McLoughlin, intenta introducir ecuanimidad en una investigación que había de deparar muchas sorpresas
La casa del hielo es una novela de intriga en un ambiente de tensión, cerrado, claustrofóbico. Una obra singular, apasionante… y dentro de la mejor tradición inglesa del género.

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Walsh lo miró fijamente durante un momento, luego cogió el papel y lo desdobló. Estaban los mismos cinco nombres y descripciones, pero habían garabateado la palabra «encontrado» encima de la casilla de Daniel Thompson. Las dos jóvenes no tenían ninguna importancia por su sexo, con lo cual quedaban el muchacho asiático, Mohammed Mirahmadi, que era demasiado joven, y el semisenil Keith Chapel, de 68 años, que se había ido de un albergue hacía cinco meses y llevaba una chaqueta verde, un jersey azul y pantalones de color rosa chillón.

Un puño frío y apretado se agarró a las tripas de Walsh.

Dejó el papel sobre la mesa.

– El vagabundo no entró en ella hasta el día siguiente -murmuró-. ¿Y cómo podía conocer ese viejo Streech Grange o la casa del hielo?

McLoughlin apuñaló la casilla con su dedo.

– Mire sus iniciales -dijo-. Keith Chapel. K.C. Telefoneé al director del albergue. El viejo solía pasear eternamente por un garaje que había sido suyo y ¡qué éxito tuvo hasta que una mujer difundió mentiras acerca de él y se vio obligado a venderlo! Usted lo sabía todo. Maldito sea, fue usted quien incitó a la señora Goode a explicar la historia.

– Sólo por los rumores -murmuró Walsh-. Nunca conocí al hombre. Ya se había ido cuando Maybury desapareció. Creí que el nombre era Casey. Todos le llamaban Casey. Aparece en el expediente con el nombre de Casey.

– Tiene razón, está en el expediente. Sólo por rumores, le dio la mar de publicidad. Una gran historia, lástima de los hechos. ¿Fue eso más o menos?

– No es culpa mía si la gente pensó que había matado a sus padres. Sólo informamos de lo que nos dijeron.

– ¡Demonios! ¡Y lo hicieron bien! Primero les alimentó con ello. Incluso lo sacó a relucir para ayudarme la otra tarde. Y yo lo creí -negó con la cabeza-. ¿Qué le hizo ella, por piedad? ¿Reírse? ¿Llamarle viejo verde? ¿Amenazarlo de que se lo diría a su mujer? -esperó un instante-. ¿O es que ella no pudo ocultar su repugnancia?

– Está suspendido -susurró Walsh. Sus manos temblaban con vida propia.

– ¿Por qué? ¿Por descubrir la verdad? -golpeó con la mano la lista de personas desaparecidas-. ¡Cabrón! Tiene el maldito descaro de acusarme de negligencia. Debió ver que coincidían esos pantalones. Oyó su descripción dos veces en doce horas. ¿Cuántos hombres llevan pantalones de color rosa, por Dios? Sabía que se había informado de la desaparición de un hombre que llevaba pantalones de color rosa. Y no fue difícil encontrar a Wally. Si hubiese tenido esa información cuando hablé con él… -negó con la cabeza fuera de sí y alcanzó su cartera.

»Aquí tiene el informe final de Webster -lo tiró sobre el escritorio-. A juzgar por el hecho de que Wally pensó que la ropa de Keith Chapel estaba bien, creo que podemos suponer con toda seguridad que ni la rasgaron con un cuchillo, ni se empapó de sangre. El pobre viejo seguramente murió de frío.

– Desapareció hace cinco meses -murmuró el inspector-. ¿Dónde estuvo los dos primeros?

– En una caja de cartón durmiendo en un paso subterráneo, supongo, como todos los otros pobres diablos que esta maldita y horrible sociedad rechaza.

Walsh se movió inquietamente.

– ¿Y Maybury? Sabe todas las respuestas. ¿Dónde está Maybury?

– No lo sé. Viviendo en Francia, supongo. Parece que tuvo bastantes contactos allí a través del negocio vinícola.

– Ella lo mató.

Los ojos de McLoughlin se entornaron.

– El cabrón huyó cuando el dinero se agotó completamente y dejó que ella y sus hijos pequeños pagaran el pato. Lo había planeado, por Dios -se quedó en silencio durante un momento-. No puedo imaginar una buena razón por la cual habría querido castigarlos pero, si lo hizo, debió rezar para que apareciese un mierda como usted -se dirigió hacia la puerta.

– ¿Qué va a hacer? -Las palabras apenas fueron más que un susurro.

McLoughlin no contestó.

En el pasillo, tropezó con Nick Robinson y Wally Ferris. Le dio al viejo un puñetazo amistoso en el hombro.

– Debió haberle dejado los calzoncillos, viejo granuja.

Wally arrastró los pies y miró de reojo a ambos policías.

– ¿Los suyos van a acusarme entonces?

– ¿De qué?

– De veras, no hice daño a nadie. Estaba calado con toda esa maldita lluvia y él estaba allí sentado quietecito como un ratón. La verdad es que, al estar muerto, no congenié con él al principio. Creí que era uno de los míos, pero que le faltaba un tornillo. Hay muchos de ésos que han tenido muchos líos y poco whisky. Estuve charlando con él de esto y lo otro -puso una cara lúgubre-. No llevaba calzoncillos, hijo, no llevaba nada excepto las cosas que había plegado y puesto a su lado -le echó una mirada furtiva a McLoughlin-. No creí que hiciese ningún daño llevándomelas, no cuando él ya no las necesitaba y yo sí. Hacía frío. Me las puse encima de la ropa.

Nick Robinson, que no había conseguido hacer hablar a Wally, bufó.

– ¿Está diciendo que estaba sentado ahí completamente desnudo, más muerto que mi abuela y que se puso a charlar con él?

– Me hizo compañía -murmuró Wally en tono defensivo- y fue un poco antes de que me acostumbrara a la penumbra de la cueva. Se ven algunas cosas divertidas en mi especialidad.

– Sobre todo, elefantes de color rosa, supongo -Robinson miró a McLoughlin interrogativamente-. ¿Qué es todo eso de la ropa?

– Ya se enterará. ¿De qué cree que murió, Wally?

– Dios sabe. Frío, podría ser. Ese lugar es una nevera cuando la puerta está cerrada y había encajado un ladrillo contra ella. Tuve que empujar muy fuerte para abrirla. No era nada asqueroso. Tenía una sonrisa en los labios.

Robinson contuvo la respiración.

– Pero había sangre, ¿verdad?

Los ojos de Wally parecían sorprendidos.

– Por supuesto que no había sangre. No me habría quedado si hubiera habido sangre. Estaba en magnífico estado. Un poco pálido tal vez, pero era natural. Estaba oscuro con toda la lluvia de afuera -arrugó la nariz-. Olía un poco, pero no se lo tuve en cuenta. Me atrevería a decir que ni yo mismo olía demasiado bien.

Era como extraído de una obra de teatro de Samuel Beckett, pensó McLoughlin. Dos viejos sentados en la penumbra, charlando -uno desnudo y muerto, el otro empapado, en más de un sentido de la palabra, pues había estado bebiendo. No dudó ni un momento que Wally hubiese pasado la noche con Keith Chapel, divagando acerca de esto y de lo otro. A Wally le encantaba hablar. ¿Se llevó una terrible sorpresa, se preguntaba, al encontrarse a la sobria luz de la mañana que había estado charlando con un cadáver? Probablemente no. Wally, estaba seguro, había visto cosas mucho peores.

– ¿Así que volvió a cerrar la puerta cuando se marchó?

El viejo se pellizcó el labio inferior pensativamente.

– Más o menos -parecía estar sopesando el problema en su mente.

– Es decir, lo hice la primera vez. La primera vez la cerré. Me pareció que quería que le dejasen en paz o no hubiese puesto un ladrillo contra ella. Entonces el tipo del cobertizo me dio el whisky y tomé unos tragos y empecé a acordarme de los entierros y de todo eso. No sé por qué pero me pareció mal dejarle sin la oportunidad de que se dijeran unas buenas palabras por él, yo, personalmente, no lo querría, de manera que volví y abrí la puerta. Creí que habría más posibilidades de que lo encontraran con la puerta abierta.

Sería cruel, pensó McLoughlin, decirle que al abrir la puerta, había dejado entrar el calor, a los perros, las ratas y la putrefacción. Deseó que Walsh no lo hiciera.

– Y eso -concluyó firmemente Wally- es todo lo que sé. ¿Me puedo ir ahora?

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