– Nadie dijo que lo hiciera.
– Entonces, ¿qué sentido tiene hacerme preguntas?
– Estamos interesados en cualquiera que haya estado en los jardines de Grange en el último par de meses.
Staines reanudó su labor con el rastrillo.
– No soy culpable.
– Eso no es lo que he oído.
Los ojos del joven se entornaron.
– ¿Ah, sí? ¿Quién ha estado cotilleando?
– Es de conocimiento público que usted lleva a sus amigas allí arriba.
– ¿Está intentando acusarme de algo?
– No, pero hay una posibilidad de que haya visto u oído algo que nos pueda ayudar -le ofreció un cigarrillo al hombre.
Eddie aceptó el encendedor. Se quedó rumiando uno o dos minutos.
– Resulta que sí -dijo de modo sorprendente.
– Adelante.
– Parece ser que le han estado preguntando a mi hermana acerca de una mujer que lloraba una noche. Y que ya han ido un par de veces a preguntar.
– ¿Vive en las granjas de la carretera que conduce a East Deller?
– Así es. Maggie Trewin es mi hermana, vive en el número dos. Su marido trabaja en la granja Grange. Dice que querían saber qué noche esa mujer… -puso un énfasis burlón en la palabra «mujer»- estaba llorando.
Robinson asintió con la cabeza.
– Bueno, ahora -dijo Staines, echando perfectos anillos de humo por encima de su cabeza- puedo decírselo, pero quisiera tener la garantía de que mi cuñado nunca sabrá quién se lo dijo. Nada de comparecencias a juicio, nada de eso. Me despellejaría vivo si supiera que estuve ahí arriba y no desistiría hasta descubrir con quién estaba -negó con la cabeza malhumoradamente-. Eso vale más que mi vida. -La joven hermana de su cuñado era la niña de sus ojos.
– No le puedo garantizar que no haya comparecencias judiciales -dijo Robinson-. Si la acusación le notifica un mandato judicial, deberá asistir. Pero puede que eso no ocurra nunca. Puede ser que la mujer no tenga relación con el caso.
– ¿Usted cree? -dijo Staines con un bufido-. Yo no estoy tan seguro.
– Podría hacer que le interrogaran -dijo suavemente Robinson.
– No les llevaría a ninguna parte. No diré nada hasta que esté seguro de que Bob Trewin no lo descubrirá. Me mataría, sin duda alguna -flexionó sus músculos y continuó rastrillando.
Nick Robinson escribió su nombre y la dirección de la comisaría de policía en una hoja de su bloc de notas. La arrancó y se la dio a Staines.
– Escriba qué pasó y cuándo, y envíemelo sin firmar -sugirió-. Lo trataré como si fuera una información anónima. De esa manera, nadie sabrá de dónde proviene.
– Usted lo sabrá.
– Si no lo hace -le advirtió Robinson-, volveré y la próxima vez traeré al inspector. No se conformará con un no por respuesta.
– Me lo pensaré.
– Hágalo -echó a andar para marcharse-. ¿Supongo que no estaría allí hace tres noches?
Staines levantó un montón de estiércol hasta lo alto de la pila de paja.
– Supone bien.
– Atacaron a una de las mujeres.
– ¿Ah sí?
– ¿No se había enterado?
Staines se encogió de hombros.
– Tal vez -lanzó una mirada de soslayo al detective-. Una de sus amigas, seguro. Las zorras luchan como el demonio cuando se las provoca.
– ¿Así que no oyó ni vio nada esa noche?
Eddie le dio la espalda para atacar la esquina más lejana del cobertizo.
– Como acabo de decir, no estaba allí.
«¿Por qué no le creo?», se preguntó Robinson mientras caminaba con tiento y asco por el estiércol de vaca del patio. La muchacha de las mejillas como manzanas se rió tontamente cuando se cruzó con ella junto a la verja y luego, como una mariposa nocturna a una llama, se precipitó de vuelta a los cobertizos de las vacas y a los brazos de su mariposón.
Walsh estaba todavía curándose la nariz herida cuando McLoughlin regresó a la comisaría. Hacía mucho que había dejado de sangrar, pero se empeñaba en tapársela con su pañuelo manchado de sangre. McLoughlin, que no había sorprendido aquella parte de la conversación de Phoebe y Jonathan, lo miró con sorpresa.
– ¿Qué pasó?
– La señora Goode me golpeó, así que la detuve por agresión -dijo rencorosamente Walsh-. Enseguida se borró la sonrisa de su rostro.
McLoughlin se sentó.
– ¿Todavía está aquí?
– No, maldita sea. La señora Maybury la persuadió para que se disculpara y la dejé marchar con una advertencia. Malditas mujeres -dijo. Se metió el pañuelo en el bolsillo-. Tenemos algo respecto a los zapatos. El joven Gavin Williams encontró a un zapatero en East Deller que se dedica al oficio por poco dinero.
McLoughlin silbó.
– ¿Y?
– De Daniel Thompson, seguro. El viejo amigo toma nota de los remiendos, bendito sea. Escribe una descripción de los zapatos -en este caso, destacó especialmente que los cordones eran de distinto color-, anota lo que hay que hacer con ellos, el nombre del propietario y las fechas en que llegan y se los llevan. Thompson los recogió una semana antes de desaparecer -se tocó la nariz con ternura-. Las fechas concuerdan. No se le está poniendo muy bien la cosa a la señora Goode -se rió de su ocurrencia-. Si tan sólo encontráramos una persona que lo hubiese visto ir a Grange… -dejó que el pensamiento quedara en el aire mientras sacaba su pipa y empezaba a limpiarla con alegre laboriosidad-. ¿Imagina a la señorita Cattrell representando ese papel? Representó la pequeña farsa con su abogado para alejarnos de su amiga, y así asustó a la señora Goode al dejar que se enterara de lo mucho que sabía… -golpeó ligeramente la pipa contra su cabeza-. Y adiós señorita Cattrell.
– De ningún modo -dijo decididamente McLoughlin, observando cómo se ennegrecía de alquitrán la toallita de limpiar la pipa-. Pasé por el hospital de camino aquí. Ha vuelto en sí. He enviado a la policía Brownlow para que esté con ella.
– ¿Ya? ¿Habló con ella?
– Brevemente, antes de que una hermana me pusiera de patitas en la calle. Necesita dormir bastante, parece ser, antes de estar en condiciones de contestar preguntas.
– ¿Y bien? -inquirió bruscamente Walsh-. ¿Qué contó?
– No demasiado. Le falla la memoria -examinó sus uñas-. Sí, dijo que creyó oír algo fuera.
Walsh gruñó con recelo.
– Eso se ajusta a su versión perfectamente, ¿verdad?
McLoughlin se encogió de hombros.
– Se está equivocando, señor, y si no me hubiera atado las manos, ya lo habría demostrado.
Había maldad en la voz del hombre mayor.
– El equipo de Jones ha examinado el terreno dos veces y no ha encontrado nada.
– Entonces, déjeme echar un vistazo a mí. Estoy perdiendo el tiempo con el expediente de Maybury. Ninguna de las personas con las que he hablado hasta ahora sabía nada de su predilección por las niñas pequeñas. Jane parece ser la única. Es un callejón sin salida, señor.
Walsh tiró la sucia toallita con la que había limpiado su pipa a la papelera y miró molesto a su sargento con abierta antipatía. Aún le dolía que McLoughlin hubiera admitido haber estado intentando tomarle la delantera, aún le dolía, incluso más porque su dominio del caso era escaso. Sospechaba profundamente del hombre que tenía delante. ¿Qué era lo que McLoughlin sabía y él no? ¿Había encontrado la pauta?
– Seguirá con ese expediente hasta que haya hablado con todos los que conocían a Maybury -dijo con malos modales-. Es toda una nueva línea de investigación y quiero que se explore a fondo.
– ¿Por qué?
Las cejas de Walsh se unieron.
– ¿Qué quiere decir con esa pregunta?
– ¿Adónde nos conducirá?
– Al asesino de Maybury.
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