– ¿Qué pasó?
– Huyó -dijo impasiblemente-. Nunca lo volvimos a ver. Informé de su desaparición tres días después de que mucha gente telefoneara diciendo que no había acudido a sus entrevistas. Creí que parecería extraño si no lo hacía.
– ¿Por qué no le contó la verdad sobre él a la policía?
– ¿Lo hubiese hecho usted, sargento, con una niña gravemente trastornada como único testigo? No iba a dejar que la interrogaran, ni tampoco le iba a dar a la policía un motivo para un asesinato que nunca cometí. Estuvo bajo tratamiento psiquiátrico durante años por lo que pasó. Cuando se volvió anoréxica, creímos que iba a morir. Sólo se lo estoy contando a usted ahora para evitar que sufra más.
– ¿Se le ocurre qué pudo pasarle a su marido?
– No. Siempre he deseado que se suicidara pero, francamente, dudo que tuviese agallas para hacerlo. Le encantaba causar dolor a los demás, pero él no podía soportarlo.
– ¿Por qué huyó?
No contestó enseguida.
– Sinceramente, no lo sé -dijo por fin-. A menudo he pensado en ello. Creo que, quizá, por primera vez en su vida tuvo miedo.
– ¿De qué? ¿La policía? ¿Un juicio?
Phoebe sonrió siniestramente, pero no contestó. McLoughlin jugó con su taza de té.
– Alguien intentó matar a la señorita Cattrell -dijo-. Su hija creyó oír a su padre. ¿Podría haber vuelto?
Negó con la cabeza.
– No, sargento, David nunca regresaría -lo miró directamente a los ojos mientras se apartaba un mechón de cabello rojo de la frente-. Sabe que lo mataría si lo hiciera. Yo soy la persona a quien teme.
Un Walsh muy irritable se sentó en el sillón de Anne y observó a un policía que estaba fotografiando las huellas en el exterior de lo que quedaba de las contraventanas. Era una tarea que no podía aplazarse hasta la mañana por si llovía. Los cristales rotos sobre las baldosas estaban cubiertos de pesado politeno.
– Saldrán docenas de huellas -murmuró a McLoughlin-. Aparte de todo, la mitad de la policía de Hampshire dejó las marcas de sus sucias zarpas en el cristal.
McLoughlin estaba examinando la moqueta de alrededor de las contraventanas, buscando manchas de sangre. Se desplazó hasta el escritorio.
– ¿Hay algo? -preguntó Walsh.
– Nada -respondió McLoughlin. Tenía los ojos enrojecidos de agotamiento.
– ¿Qué pasó aquí, Andy? -lanzó una mirada especulativa al sargento antes de mirar su reloj-. Dice que la encontró a las once y cuarenta minutos o así. Es la una y media y tenemos unos sonidos imprecisos en la lejanía y una mujer con una fractura en el cráneo. ¿Qué supone usted?
McLoughlin negó con la cabeza.
– No supongo nada, señor. Ni siquiera sabría por dónde empezar. Será mejor que recemos para que se restablezca pronto y pueda decirnos algo.
Walsh se levantó de la silla y caminó arrastrando los pies hasta la ventana.
– ¿Aún no ha acabado? -inquirió al hombre que estaba fuera.
– Estoy a punto de hacerlo, señor.
Hizo una última fotografía y bajó su cámara.
– Dejaré a alguien aquí esta noche y mañana podrá fotografiar el interior.
Walsh lo observó mientras el hombre recogía su equipo y se iba, esquivando con cuidado los vidrios rotos, luego volvió al sillón arrastrando los pies, gesto éste que le hacía parecer un viejo. Sacó la pipa y empezó el proceso de llenarla, mirando atentamente a McLoughlin por debajo del enojado saliente de sus cejas.
– Muy bien, sargento -dijo bruscamente-, ahora ya puede decirme qué demonios ha estado haciendo. No me gusta cómo huele esta última parte. Si descubro que ha estado confundiendo sus prioridades, le aseguro que va a dar un salto de altura.
El agotamiento y los nervios deshechos se combinaron en un prologando bostezo.
– Estaba intentando tomar la delantera, señor. Creí que podría significar un ascenso. -Mentiras descaradas y atrevidas, pensó, nada demasiado concreto, ni siquiera una media verdad que Walsh pudiese comprobar. Si Phoebe podía hacerlo, él también lo conseguiría.
Walsh frunció profundamente el entrecejo.
– Adelante.
– Entré en Grange saltando por encima del muro, vine para ver qué pasaba cuando ella salió de la comisaría. Debían ser alrededor de las diez cuarenta y cinco cuando llegué. Todos los demás se habían ido a la cama, pero la señorita Cattrell estaba en ese sillón en que usted está sentado. Finalmente, apagó la luz de abajo a eso de las once y cuarto. Anduve rondando por aquí otros diez minutos y entonces fui hacia el coche. No había llegado muy lejos cuando creí oír voces y por eso regresé para investigar. Su ventana estaba ligeramente entreabierta. Iluminé el interior con mi linterna y la encontré ahí. -Hizo un gesto con la cabeza hacia el centro de la habitación.
Walsh mordisqueó la boquilla de la pipa pensativamente.
– Fue una suerte que lo hiciera. La señora Maybury dijo que le vio dándole un masaje cardíaco cuando entró. Seguramente le salvó la vida -encendió la pipa y observó al sargento a través del humo-. ¿Es ésa la verdad?
McLoughlin dio otro enorme bostezo. No podía controlarlos.
– Es la verdad, señor -dijo con cansancio. ¿Por qué intentaba protegerse a sí mismo? Aquella mañana habría recibido bien una excusa para dejar la policía. Tal vez sólo quería saber el final de la historia, o tal vez quería venganza. Walsh tenía una grave sospecha.
– Si descubro que ha habido algo entre ustedes dos, la acusación por indisciplina le hará saltar tan rápidamente, maldita sea, que se preguntará qué ha pasado. Es sospechosa en una investigación de asesinato.
El oscuro rostro de McLoughlin se resquebrajó con una mueca.
– Hágame el favor, señor, me ha estado tratando mal desde que la llamé tortillera -volvió a bostezar-. Pero aprecio el cumplido. En vista de los golpes que he recibido las dos últimas semanas, le sienta bien a mi ego que usted crea que puedo ligarme a una mujer en veinticuatro horas. Kelly no estaría de acuerdo con usted -sentenció amargamente.
Walsh gruñó.
– ¿Fue usted quién la golpeó?
McLoughlin no tuvo que fingir sorpresa.
– ¿Yo? ¿Por qué querría yo golpearla?
– Para desquitarse. Su estado de ánimo es ideal para ello.
Miró fijamente a Walsh durante un instante, luego negó con la cabeza.
– Ésa no es la manera que elegiría para hacerlo -dijo-. Pero si Jack Booth apareciese alguna vez con un agujero en la cabeza, eso sí se debería a mí.
El inspector expresó su conformidad con un gesto.
– ¿Y qué es lo que estuvo haciendo la señorita Cattrell durante la media hora que la estuvo observando?
– Permanecer sentada en ese sillón, señor.
– ¿Y qué hacía?
– Nada. Supongo que estaba pensando.
– Dice que Phoebe Maybury no se anduvo con rodeos acerca de querer matar a su marido. ¿Mataría también a su amiga?
– Quizá. Si estuviera lo bastante enfadada. ¿Pero cuál sería su motivo?
– ¿La venganza? Quizá creyó que la señorita Cattrell había hablado con nosotros.
McLoughlin movió lenta y negativamente la cabeza.
– Me imagino que conoce a la señorita Cattrell demasiado bien para creer eso.
– ¿Y la señora Goode? ¿Los Phillips? ¿Los chicos?
– La misma cuestión, señor. ¿Por qué motivo?
Walsh se levantó.
– Sugiero que empecemos a buscar -dijo mordazmente- antes de que todos nosotros acabemos por descender a guardias de tráfico. Nos ayudaría encontrar un arma. Quiero que pongan patas arriba esta casa, sargento. Puede dirigir el registro hasta que Nick Robinson llegue. Él será mi número dos en esta investigación -miró su reloj de pulsera-. Usted concentrará sus esfuerzos en el expediente de Maybury. Quiero que esté en mi oficina a las diez mañana por la mañana. Existe una pauta para todo esto y quiero que se descubra.
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