Pasó a la cocina, que daba acceso a un pequeño patio. No vio nada de interés. Sólo mugre.
Volvió al salón y entonces reparó en que en el camastro descansaba la lata del Alfonsito. Con su cordel. No creía que el joven la hubiera dejado así como así. Su mente lo recordaba siempre con la lata y su cordel entre las manos. Le pareció raro. Se sentó en la pequeña cama con la lata entre las manos y pensó. ¿Qué estaba sucediendo en aquel maldito pueblo?
Aquello era de locos. Nada encajaba. Nada parecía tener sentido. Entonces se giró y advirtió que allí había algo que desentonaba. Junto al camastro, en la pared, había un recorte de prensa que no encajaba. Destacaba en aquel mural, pues era el único motivo no religioso que había en el cuarto. Miró alrededor y comprobó que, en efecto, era la única estampa laica en aquellas atestadas paredes. Leyó la noticia en voz alta: «Frank Berthold de gira por Europa. El intrépido astronauta, miembro de la misión que con el Apolo VIII dio por primera vez la vuelta a la Luna, despedido por Nixon ante la gira que realizará por varios países europeos».
Recordó que aquella misión había tenido lugar en los primeros días de la investigación de aquel caso. Se acordaba de los detalles como en un sueño, la prensa, los comentarios en la barbería y algo que escuchó en la radio. Entonces aún estaba atrapado por el Licor 43, aunque salía del letargo por aquellos días.
El Alfonsito recortó la noticia de un periódico y se molestó en rodear la cara de aquel tipo con rotulador rojo, un hombre de aspecto sano y despejadas entradas, casi calvo, que, vestido con un traje impoluto, estrechaba la mano del presidente Nixon.
¿Qué tenía que ver aquello con sus «ángeles blancos»?
Decididamente, el joven estaba loco, pero Alsina se metió el recorte de prensa en el bolsillo. En el fondo pensaba que el tonto del pueblo podía darle la clave para resolver el caso. Antes de salir de allí, y con el corazón aún en un puño, rezó un Padrenuestro por el alma de aquel desgraciado sin saber muy bien por qué.
Antes de volver a la pensión, pasó junto al Teleclub y se encontró al cura, don Críspulo, que metía una pesada maleta en el maletero de su dos caballos.
– ¿Se va? -dijo el detective.
El cura, con el rostro muy cansado que evidenciaba la falta de sueño, se giró y contestó:
– Vaya, ¡usted por aquí! Se rumoreaba que lo habían matado.
– Sí, así debía de haber sido.
– Me han concedido el traslado. No fue fácil, pero mi familia me echó una mano. He venido a por unos libros.
– ¿Adónde se va?
– A Burgos. Y me alegro. Me siento mal por hacer esto, créame, no nos aleccionan para salir huyendo a las primeras de cambio, pero este pueblo…
– No se excuse, padre, yo mismo también estoy pensando en hacer las maletas.
El cura, quizá demasiado joven para aquellos menesteres, miró al suelo mientras con la punta del zapato jugueteaba con una vieja colilla.
– Si me quedaba alguna duda -murmuró-, con la muerte del Alfonsito he visto claro que debo irme. Esto es demasiado para mí, no sé qué está pasando, la verdad.
– ¿Cree que se suicidó?
– No sé, era un alma cándida, un loco, igual podía hacer una cosa que la contraria y todo parecería lógico.
– ¿No cree usted que quizá sabía demasiado?
– Es obvio que era el único de los que habían visto a esos ángeles blancos que vivía para contarlo. Nadie hacía caso a las tonterías que decía, pero al venir usted preguntando…
Los dos hombres quedaron en silencio. El cura subió al coche. No daba la impresión de querer entretenerse mucho hablando con el detective. Arrancó y le dijo adiós con la mano.
– Suerte -musitó éste.
Se dijo que igual el cura tenía razón. Los delirios del Alfonsito habían sido eso, tonterías de loco a las que nadie presta atención. Incluso podían divertir a los parroquianos del Teleclub, pero la aparición de un policía o un vendedor de televisores, o lo que fuera aquello en que él se había convertido, había colocado al Alfonsito en una situación más delicada.
¿No sabría demasiado?
Pensó en Ivonne: un suicidio. El Alfonsito, ahorcado. Había una epidemia de suicidios, desapariciones y muertes en relación con aquel pueblo.
Quizá su presencia allí no hacía más que empeorar las cosas. Subió al coche y regresó a la pensión de muy mal humor. Comió con desgana y se tumbó a hacer la siesta. A eso de las cinco y media lo despertaron unos gritos. Venían del patio. Se incorporó, se sentó en el borde de la cama y miró entreabriendo la persiana. Don Diego, el representante de los pantalones vaqueros Lois, arrastraba por el pelo a su mujer, en mitad del patio, a la vez que la golpeaba en la cara con el puño una y otra vez diciendo a voz en grito:
– ¡Puta, puta!
La pobre mujer, a cuatro patas y vestida apenas con una combinación color crema, luchaba por levantarse, pero no podía. Sangraba a chorros por la nariz.
Alsina comprobó que todo el vecindario contemplaba el espectáculo entre conmocionado, expectante y curioso. Había ropa por el suelo, y pequeñas lamparitas de mesa, trastos viejos y figuras de porcelana tiradas aquí y allá, hechas añicos. Entonces el hombre entró en la casa y salió con un puñado de ropa que arrojó al suelo para dar una patada a la mujer, que cayó de bruces. Volvió a entrar por más cosas. Julio salió del cuarto y comprobó desde el pasillo que doña Salustiana contemplaba el espectáculo desde la ventana de su cuarto con los brazos cruzados y una evidente sonrisa de satisfacción. Ahora entendía por qué parecía tan alegre los últimos días: había logrado eliminar a su rival.
Bajó las escaleras a toda prisa y se encontró con varias personas que, atraídas por los gritos, habían entrado desde la calle para enterarse de qué pasaba. Allí estaba Inés:
– ¿Qué coño es esto? -preguntó a la criada justo en el momento en que don Diego, totalmente fuera de sí, arrojaba un jarrón de cristal que se rompió en mil pedazos a la vez que gritaba:
– ¡A la puta calle, zorra!
Inés contestó a la pregunta de Julio:
– Don Diego ha hecho como que se iba a Valencia y ha vuelto para pillar a esa golfa con el actor. Tenía que haberlo visto, don Julio, ha salido por patas, desnudo, cubriéndose las vergüenzas con un trapo.
Se reía disfrutando de veras con aquello.
Entonces don Diego agarró a su media naranja por el pelo, pues volvía en sí, y le asestó un tremendo puñetazo en la boca. Alsina se abrió paso entre los curiosos y se plantó delante de él.
Intentó interponerse.
– ¡Quítese de en medio hostias! -gritó aquel probo ciudadano que se había convertido en una bestia, mientras alguna comadres animaban al cornudo a que continuara.
– ¡Los grises, los grises! -avisó alguien.
– ¡A ver! ¿Qué pasa aquí? -inquirió uno de los guardias que acababan de entrar en el patio.
– ¡Es una puta! -gritó don Diego.
– Está fuera de sí, llévenselo -indicó Julio.
– Hola, Alsina -saludó el más alto de los dos guardias, que luego miró a la mujer, medio desnuda y arrodillada en el suelo, e inquirió-: ¿Es su mujer?
– Sí. La he pillado en la cama con otro.
El guardia ladeó la cabeza como diciendo que el marido estaba en su derecho.
– Váyanse a casa y arreglen allí sus cosas -dijo.
– ¿Qué? -espetó Alsina.
La mujer, Fernanda, apenas se enteraba de lo que sucedía. Parecía confundida y se hallaba en otro mundo, conmocionada por los golpes y por la vergüenza.
– Huele a alcohol, está borracho; deténganlo y que duerma en el cuartel -sugirió Alsina-. No podéis dejarlo que se la lleve, la va a matar.
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