De vez en cuando ojeaba el periódico que tenía delante: «Esta mañana entrarán los cosmonautas en órbita lunar», rezaba el titular. Le parecía increíble que alguien pudiera llegar tan lejos. Aquellos tipos, decididamente, estaban locos. Una fotografía mostraba a un tipo sonriente, el astronauta del Apolo VIII William Anders, que mostraba orgulloso su cepillo de dientes.
Alguien que se había cepillado los dientes en el cosmos. Con dos cojones. Desde luego, el progreso no tenía límites. Qué tontería, pensó entonces para sí al advertir lo absurdo del asunto: cepillarse los dientes en el espacio.
Otro inmenso titular en el periódico anunciaba el mensaje navideño del señor obispo, doctor Roca Cabanelles. ¡Menudo nombre! Pero, un momento, ¿quién coño era ese Roca Cabanelles?
Ah, sí: el obispo. Acababa de leerlo y ya lo había olvidado. A veces, su mente no funcionaba tan bien como debiera.
El señor obispo. Sí.
Pensó que le importaba una mierda. Odiaba la Navidad. ¿Para qué servía aquello?
Aunque al menos reconocía que, merced a las fiestas, gozaba de cierta tranquilidad, volvía a hacer de policía por unas horas y era el dueño de la comisaría, desierta y calma. Como si aquello fuera su castillo. Gracias a la Navidad gozaba de un poco de paz. En aquel momento, claro.
Los dos agentes que pelaban aquella guardia con él, tras cerrar las puertas de comisaría para evitar molestias, habían pasado a desfogarse con un par de putas que habían ingresado en los calabozos por dar un escándalo en la calle Trapería aquella misma tarde. Ellas sabían ser complacientes con los miembros del cuerpo. «Pago en especie», decían entre risas muchos de sus compañeros. Imbéciles.
Alsina se sentía en paz, algo achispado, atontado por el alcohol, como flotando en un limbo protector y agradable. Continuó leyendo y volvió al asunto de los cosmonautas, que ocupaba varias páginas en el diario: «La gran aventura, sin novedad», decía la prensa, anunciando que al día siguiente se contactaría con la nave. Televisión Española iba a ser la encargada de servir la señal a todo el mundo, pues sería captada por la NASA desde su estación de Fresnedillas. Aquella era una prueba, siempre según el Diario L í nea, de que «España se halla a la cabeza del desarrollo tecnológico mundial y bla-bla, bla-bla…».
Idiotas. Fanáticos. Le cansaban, en serio. Siempre con su soniquete, su runrún fascistoide, eterno y machacón que trepanaba las mentes y vencía las más férreas voluntades. Al menos allí, en la soledad de la guardia, estaba a salvo de consignas. Nadie ni nada le molestaba y aquellos momentos de intimidad resultaban especiales, quizá hasta agradables. Aunque la maldita realidad volviera una y otra vez con tozuda insistencia a molestarle, a hacerle sentirse mal, una mierda.
Por momentos salió de su propio cuerpo y se vio a sí mismo como un extraño, desde fuera. Pensó que se recordaba a su padre. Sí, era como su padre. Se había convertido en algo parecido a él. Un hombre derrotado, un perdedor que había vivido sus últimos años sin esperanza, dejando transitar los días como él, a la espera del paso hacia algo mejor, quizá la nada.
Es malo morir en una guerra, pero peor es sobrevivir y perderla. Eso fue lo que le ocurrió a su viejo, Segismundo Alsina. Llegó a capitán del Ejército Rojo y combatió a las órdenes de Modesto, motivo de orgullo para su familia y sus amigos. Julio apenas acertaba a recordar cuando, en plena guerra, venía a verles a casa de permiso, con su gorra algo caída y un pitillo en la boca colgando de su labio inferior. El revuelo en el pequeño ático de la calle Fósforo era considerable; él apenas tenía cuatro años y no entendía nada, pero su padre era capitán, un soldado que les defendía de unos monstruos muy malos que acechaban Madrid y se llamaban «fascistas».
Volvió de nuevo desde los sueños a la realidad y pasó unas páginas más; el Murcia había ganado al Alavés por dos a cero. El Madrid era líder tras vencer al Málaga, y el Adeti, su Atleti, había palmado y ya tenía un punto negativo.
– Mierda -musitó para sí.
Su mente volvió a caer en el duermevela tras un nuevo trago. Su padre había sido denostado por la estirpe de su madre, los Atienza, conservadores hasta la médula y católicos píos de Almagro, de quienes apenas hubo noticias durante la guerra. Tampoco es que se trataran mucho con su madre, Helena, a la que negaron el pan y la sal por casarse con un empleado de imprenta socialista en lugar de hacerse monja como se esperaba de ella. Acabada la guerra y con cinco años, su madre le dijo que los «fascistas» habían encarcelado a su padre. Eso era que lo habían vencido, pensaba él.
Aunque, la verdad, no reparaba mucho en ello, porque era demasiado pequeño y no acertaba a entender de política, bandos o guerras. La realidad era que vivía más preocupado por llevarse algo a la boca que por otra cosa, porque pasaban mucha hambre, mucha. Eran perdedores. Lo llevaban en la sangre.
Su madre fregaba escaleras para salir adelante, y Alsina recordaba que de vez en cuando venían unos tipos con gabardinas que inmovilizaban a la mujer, le rapaban la cabeza y le daban aceite de ricino. Él los odiaba, pero algunas veces, al irse, le daban chocolatinas. Quizá no eran tan malos, se decía su mente inocente de niño. No entendía demasiado aquello ni le importaba mucho. Sólo pensaba en vivir, en jugar y en conseguir que el estómago dejara de rugirle como un león.
Abrió los ojos. Volvió a ojear el periódico: «Una bella tradición española: el belén». Siguió leyendo desde el mundo consciente al que había retornado: «Rusia, a pesar de la propaganda ateísta, no ha podido borrar la fe». Joder. Estaba harto, decididamente, de consignas.
A veces fantaseaba con la idea de irse a otro país, a otro lugar donde las cosas fueran normales, pero le faltaban huevos. Eso, huevos. Era un pusilánime. Un no hombre. Por Adela.
Otro trago.
Fue un crío débil y enfermizo, acosado por la desnutrición y sus frecuentes ataques de asma que le hacían pasar el invierno entero en cama. Apenas podía jugar. Además, los otros niños le llamaban «el rojo», pues tenía a su padre en la cárcel y aquello lo estigmatizaba como un potencial enemigo de la sociedad al que había que perseguir, lo mismo que a masones y judíos. Sus compañeros no sabían bien lo que significaba aquello (ni él tampoco, claro), pero era excusa más que suficiente como para que le persiguieran al acabar las clases y lo ahuyentaran a pedradas.
No tuvo una infancia feliz, para qué negarlo.
Diez años tardó en volver su padre, diez años de cárcel en los que sólo se les permitió verlo dos veces. Al fin salió. Él tenía quince por aquel entonces, y cuando vio al capitán de su niñez, a su héroe, convertido en un despojo humano, flaco, apocado y con los ojos hundidos en unas cuencas profundas y cavernosas, sintió que su mundo se desplomaba.
Segismundo no volvió a ser el mismo; ya no había orgullo en sus ojos, ya no caminaba con la barbilla levantada, como comiéndose el mundo. No; se había convertido en un ser dócil, domesticado, que pasó el resto de sus días yendo de casa a la imprenta y de la imprenta a casa. Se indignaba con su mujer cuando la sorprendía escuchando Radio España Independiente, en el añoso aparato de transistores escondida bajo una manta. No quería problemas. Nunca hablaba de la cárcel, pero era evidente que vivía atenazado por el miedo. ¿Qué habría visto allí? ¿Qué le habían hecho? ¿Cómo era posible que hubieran domesticado así a un hombre orgulloso?
Murió a los cuarenta y cinco. Nunca superó la tuberculosis que había contraído en la humedad del presidio. Era el año cincuenta y dos, y Alsina ya no pudo eludir por más tiempo el servicio militar. Gracias a las prórrogas por estudios había podido mantenerse al margen de sus deberes patrios, pero su moratoria acababa, así que salió de Madrid a la vez que su madre volvía al pueblo con su hermana Marisa. Estuvo en Melilla y luego lo enviaron a Barcelona, donde al saber que estudiaba segundo de Derecho, le ubicaron como oficinista bajo el mando del secretario del capitán general Huete, un coronel llamado Biedma que le trató como a un hijo.
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