Jerónimo Tristante - 1969

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Nochebuena de 1968, una prostituta se tira del campanario de la catedral de Murcia y evapora la tranquilidad etílica en la que vivía el policía alcohólico Julio Alsina. Por alguna extraña razón, el agente decide ir hasta el final de un caso en el que a nadie le interesa la verdad…
Este es punto de partida de 1969 la nueva y excelente novela (quizá su mejor obra) de Jerónimo Tristante. Este autor, habitual de la novela de género negro con su serie de Víctor Ros, ha logrado crear una novela original y clásica a la vez con un resultado alentador, propio de un buen artesano del género.
La nueva novela de este autor murciano consigue con gracia acoplar una, en principio, clásica trama del hard boiled americano en la Murcia de los últimos coletazos del franquismo, haciendo que los elementos de una se adapten con una facilidad pasmosa a la ambientación de la época. La trama ágil, llena de giros, incluso buenos momentos de acción nos adentra en las luchas intestinas del régimen, los cambios sociales y los adelantos técnicos (como la irrupción de la televisión en los hogares españoles), la Guerra Fría…
Los personajes principales están bien tratados y recreados con mimo y detalle, y junto con la historia muestran, eso sí, con el habitual artificio del thriller, el choque de una sociedad anclada en el pasado con la modernidad que se adentra irreversiblemente en ella.
Poco se puede decir de la originalidad y lo bien elegidos que están los elementos del suspense de la obra sin destriparla, por lo que me abstendré. Lo que sí haré, es recomendar esta novela original, bien construida y rematadamente entretenida que es la enésima muestra del excelente momento de la novela de género negro y thriller en España.

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El policía sonrió para decir:

– ¿Y darle una paliza al otro? ¿Matarla, quizá? La ley me protege, es mía.

Rosa Gil no pudo evitar una sonrisa:

– Así, como usted lo dice, suena hasta ridículo.

– El tipo con quien se fugó era un animal, me mataría él a mí sin despeinarse; además, Adela era una golfa; «a enemigo que huye…

– … puente de plata».

– Exacto. Aunque, debo confesar que eso de la anulación ni se me había ocurrido.

– Si, como usted dice, ella es una…

– Una golfa, Rosa, puede decirlo abiertamente. Todo el mundo lo sabía. Desde el primer día.

– Pues eso, podría usted pedir la nulidad eclesiástica.

– ¿Y qué más da? Me hundió y ni me di cuenta de lo que me estaba pasando.

Rosa lo miró a los ojos.

– Sí, he oído su historia.

Alsina sonrió de nuevo con amargura, y repuso:

– Ya, me sé la película: el policía cornudo, el hombre sin agallas…

– Pues no parece usted como dicen -dijo Rosa, en un claro intento de animarlo.

– ¿Y qué ha oído por ahí?

– Dicen que perdió usted a su mujer y que lo relegaron en su trabajo, que bebe demasiado…

– Claro -musitó Alsina mojando una magdalena en el café con leche-. ¿Sabe?, no se lo he dicho a nadie, aunque ahora mismo caigo en la cuenta de que tampoco tengo a quién hacerlo, pero llevo varios días sin beber. Increíble, ¿no?

Ella sonrió de nuevo:

– Enhorabuena, Julio. ¿Y eso? ¿A qué se debe?

– Hoy hace una semana. Desde el suicidio de la chica.

Rosa quedó pensativa por un instante, Había apurado su café.

– Esta noche es Nochevieja. Debo irme, he de ayudar con la cena. Gracias por la invitación.

– No hay de qué, Rosa, gracias a usted -contestó tomándola por el brazo mientras hacía una seña al camarero para que le diese la cuenta.

El Lolo

La guardia de aquella noche fue tranquila. No bebió ni un trago, sólo café con leche de un termo que le había preparado su patrona. Por primera vez en mucho tiempo disfrutó leyendo una novela de amor que le había prestado la criada de la pensión, Inés. Era un pequeño relato de Corín Tellado, titulado ¿ Quieres ser mi mujer? Le sorprendió que aquella joven medio lela fuera aficionada a la lectura. Él, por su parte, no dedicaba mucho tiempo a hacerlo, aunque, quizá debido al aburrimiento de aquella eterna guardia, en seguida se metió de lleno en la historia, hasta que le dio sueño y comenzó a cabecear. Soñó con Rosa Gil, con que ella se soltaba el pelo, largo, moreno, y él le hacía el amor. Sus pechos eran pequeños, como limones, pero su trasero, generoso, prieto y duro como la piedra. Gemía, excitándolo como no había podido imaginar.

Despertó a las seis, algo turbado por aquel sueño, y se tomó un par de cafés. Aprovechó para adelantar un poco el papeleo pendiente y, tras peinarse, aguardó el relevo. Echó un vistazo al periódico del día anterior para matar el tiempo y concluyó que la guardia se le había dado bien, sobre todo comparándola con la de Nochebuena. Cayó en la cuenta de que hacía casi siete días que no bebía; una semana había pasado desde lo de Ivonne, y parecía una vida.

Una guardia tranquila, como debía haber sido la anterior. Luego, al día siguiente, supo que, aprovechando la Nochevieja, los cacos habían robado dos coches en la ciudad, pero aquello era otra historia. Salió en el periódico. Cualquier nimiedad era noticia en una ciudad tan pequeña.

De camino a la pensión compró chocolate y churros para su patrona y los demás inquilinos, tras cruzarse con algunos jóvenes trajeados, que volvían de aquella noche de fiesta. Ya en su cuarto, con el estómago lleno y contento por las celebraciones que le había hecho doña Salustiana por la sorpresa que les había llevado, se quedó mirando al techo mientras pensaba en Ivonne, la prostituta muerta. La habían violado y apaleado. Suponía que había estado detenida, porque sus muñecas tenían marcas de esposas. Tenía que corroborarlo, y sabía cómo. Luego vería.

Pensó que quizá tendría que dejar el caso. No le interesaba enfrentarse con aquellos animales de la Político Social.

Pensó en Rosa Gil. Tenía algo. Quizá fuera porque la conocía, pero le empezó a caer bien. No es que fuera guapa, no, pero había algo en su forma de hablar, en sus gestos y en su voz que le agradaba. ¿Qué diablos hacía pensando en aquella solterona? Su mente iba y venía de una mujer a otra, la muerta y Rosa Gil; ¿por qué? Desde que aquellas dos mujeres entraran en su vida se sentía distinto. Raro.

Aún se despertaba, a veces, con un sabor pastoso en el paladar, dulzón, como si hubiera bebido Licor 43, bañado en sudor, como si su cuerpo secretara los humores que había acumulado del alcohol con que se había envenenado durante tantos y tantos años. Era desagradable y muy extraño. Sudaba alcohol, como si se purgase.

Se vio a sí mismo, por un instante, como una especie de moderna versión de Lázaro, vuelto a la vida tras años de permanencia en medio de la nada, de una nube espesa y con el aroma del licor. Un Lázaro resucitado, sí, sacado de la muerte en vida por Ivonne.

Ivonne.

Entonces pensó en el sueño en el que Rosa Gil cabalgaba sobre él gimiendo. Se sintió excitado y por fin se durmió con una sonrisa bobalicona en los labios.

Pasó casi todo el día de Año Nuevo durmiendo. Sólo salió de su cuarto para cenar y escuchar la radio con doña Salustiana y los otros huéspedes. Se acostó pronto, dando por terminado un día que no solía gustarle, quizá el más triste del año, frío, desangelado y solitario. Un día en que un vistazo a las calles hacía pensar que la humanidad se había extinguido con una de esas bombas atómicas que tenían los rusos y los americanos.

Al día siguiente, jueves, su amigo Joaquín Ruiz Funes se dejó caer por comisaría. Entró entre vítores, pues era recordado con cariño, y, además, el dinero atrae a la gente como la mierda a las moscas, y todos sabían que Joaquín era un tipo rumboso. Llevaba un traje azul marino, sin abrigo, con raya diplomática y un sombrero que le daban un cierto aire de mafioso norteamericano. Lucía gemelos, pañuelo en el bolsillo de la chaqueta y una hermosa corbata de seda. Cuidaba hasta el más mínimo complemento de su indumentaria con la minuciosidad de un dandi.

Quería invitarle a desayunar. Salieron a la plaza de Santo Domingo y caminaron entre las palomas. Hacía un día primaveral. Fueron junto a la Universidad, al bar Higueras.

Sentados delante de sendos cafés, el antiguo policía dijo:

– Alsina, tengo un trabajo para ti.

– ¿Cómo?

– Un trabajo, ya sabes, dinero, mercancías, empleo… Esas cosas. La vida real.

– No entiendo.

– Sí, coño. Me he hecho con las representaciones para Levante de una casa magnífica, americana, la ITT.

– Ah.

– Y necesito gente. He pensado en ti para Murcia.

– Pero ¿para qué?

– Para vender, Julio, para vender.

– ¿Vender? Vender, ¿qué?

– Televisores.

– ¿Televisores?

– Sí, joder, televisores. Necesito un representante. Te triplico el sueldo. Va a ser un bombazo. Es el electrodoméstico del futuro. Todas las casas tendrán uno.

– ¿Todas las casas un televisor? No digas tonterías, Joaquín -replicó Alsina escéptico.

– Que sí, que sí. En América todas las familias tienen uno, ¡o dos! Uno en el salón y otro en la cocina.

El detective miró a su amigo sonriendo.

– Decididamente, te has vuelto loco, Joaquín. Un televisor en la cocina…

– Piensa en el sueldo, más las comisiones. Es un buen trabajo, tendrás dietas, las paga la compañía.

– ¿Y el coche? No tengo.

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