Tom Knox - El Secreto Génesis

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Hace apenas unos años, un equipo de arqueólogos descubrió en Gobekli Tepe, al sureste de Turquía, un templo extraordinario, con enigmáticos y sofisticados relieves, miles de años anterior a las pirámides de Egipto.El corresponsal de guerra Rob Luttrell es enviado al yacimiento para realizar un reportaje para su periódico. Lo que en principio iba a ser un trabajo tranquilo da un giro dramático cuando aparece muerto el director de la excavación.Paralelamente, en Inglaterra se produce una oleada de crímenes ejecutados de acuerdo a primitivos rituales de sacrificios humanos.¿Qué relación guardan las ruinas milenarias de Gobekli Tepe con la terrible cadena de asesinatos?

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Se puso de pie, le dio la espalda a la cámara y se aproximó a la niña. Dejando que se viera por la cámara, desató las cuerdas que sujetaban a Lizzie a la silla.

Rob vio cómo su hija se retorcía en brazos de Cloncurry. Seguía amordazada. El asesino acercó la niña al portátil y la sentó en sus rodillas; luego volvió a dirigirse a la cámara.

– ¿Ha oído hablar alguna vez de los escitas, Rob? Tenían unas costumbres extrañas. Sacrificaban a sus caballos. Los subían a barcos en llamas. Luego los quemaban vivos. De lo más divertido. Eran igual de crueles con los marineros de los naufragios. Si conseguías sobrevivir a un desastre en el mar, los escitas bajaban corriendo a la playa, te agarraban de los brazos, luego te llevaban a un acantilado y te volvían a lanzar. Un pueblo admirable.

Lizzie se retorció entre los brazos de Cloncurry. Sus ojos buscaban los de su padre en la pantalla. Sally sollozaba mientras veía a su hija luchar por su vida.

– Pues ahora voy a asar su cabeza viva. Es una costumbre escita. Era el modo en que sacrificaban a su primer hijo. Ella es su primera hija, ¿no? De hecho, es la única que tienen, ¿verdad? Así que, voy a encender una pequeña hoguera y luego…

Rob gritó.

– ¡Que te follen, Cloncurry! Que te follen.

Cloncurry se rió.

– Ah, ¿sí?

– Que te follen. Si te atreves a tocarla, yo…

– ¿Qué, Robbie? ¿Qué me va a hacer? ¿Usted qué? ¿Va a golpear la puerta como un gatito mientras yo le rebano el cuello? ¿Gritarme palabras feas por la rendija del buzón mientras me la follo y luego le pego un tiro? ¿Qué? ¿Qué? ¿Qué va a hacer, mujercita llorona? Patético marica. Vamos. ¡Eh! Venga corriendo hasta aquí y atrápeme, estúpido transexual. Venga, Robbie. Le estoy esperando.

Rob sintió cómo le inundaba la rabia. Saltó de su silla y salió corriendo de la carpa. Un policía irlandés fue a detenerle, pero Rob le dio un puñetazo apartándolo de su camino. Bajó corriendo por la verde, húmeda y resbaladiza colina irlandesa para salvar a su hija. Corría lo más rápido que podía. Los latidos de su corazón eran como un tambor enloquecido que le golpeaba las orejas. Corrió todo lo que pudo, estuvo a punto de caerse sobre el césped empapado, luego se volvió a incorporar y se lanzó colina abajo mientras empujaba a más policías con pistolas y gorras negras que trataban de detenerlo a su paso, pero él les gritaba, dándoles empellones hasta que, por fin, Rob llegó a la puerta de la casa y entró.

Los policías corrían por la casa de campo, escaleras arriba, pero Rob los adelantó. Embistió a un policía apartándolo de su camino, sintiéndose como si pudiera lanzar a alguien por un acantilado si tuviera que hacerlo. Se sentía más fuerte y más enfadado de lo que jamás se había sentido en su vida: iba a matar a Cloncurry y lo haría ahora.

A los pocos segundos se encontró ante la puerta cerrada herméticamente. Los agentes le gritaron que se quitara de en medio, pero Rob no les hizo caso. Dio patadas en la puerta una y otra vez y, de alg ún modo, cedió; las cerraduras se doblaron. Lo intentó de nuevo. Le dio la sensación de que casi se rompían los huesos de su tobillo, pero volvió a dar una última patada, la puerta crujió y las bisagras se partieron. Rob estaba dentro.

Estaba en el dormitorio. Y había…

Nada. La habitación estaba… vacía.

No estaba la silla, ni el ordenador portátil ni Cloncurry; no esta Lizzie. El suelo, sembrado de restos de una miserable ocupación. La tas de comida a medio abrir. Alguna ropa y tazas de café sucias. Un o dos periódicos; y allí, en el rincón, la ropa de Christine amonto nada.

Rob sintió que su mente orbitaba acercándose a la locura. Que er empujado hacia un torbellino ilógico. ¿Dónde estaba Cloncurry? ¿Dónde estaba la silla? ¿Y la capucha que habían usado? ¿Dónde es taba su hija?

Aquellas preguntas se arremolinaron en su mente mientras los policías invadían la habitación. Trataron de sacar de allí a Rob, de apartarlo, pero él no quería. Necesitaba resolver aquel rompecabezas oscuro y confuso. Se sintió estúpido, humillado y apesadumbrado. Sintió que rozaba la locura.

Rob miró a uno y otro lado. Vio pequeñas cámaras que enfocaban todo el espacio. ¿Estaba Cloncurry en otro sitio? ¿Viéndolos? ¿Rién* dose de ellos? Rob pudo de algún modo sentir el horrible murmullo de la risa de Cloncurry, en algún sitio, allí afuera, por internet, riéndose de él.

De repente, lo oyó. Un ruido real. Un ruido amortiguado que procedía del armario del rincón de la habitación. Era una voz humana, pero amordazada y apagada; Rob conocía muy bien aquel sonido.

Empujó a un lado a otro policía de la Gardai, fue directo al armario y abrió la puerta.

Dos enormes ojos asustados lo miraban desde la oscuridad. Una voz apagada de súplica y alivio e incluso de amor que gruñía detrás de una mordaza.

Era Christine.

44

Rob estaba sentado en una silla giratoria en el escritorio de Doo ley. El despacho del policía se encontraba en la décima planta de un edificio resplandeciente y nuevo con vistas al Liffey. El panorama desde los ventanales era asombroso, desde la confluencia del río con el mar de Irlanda al este hasta las suaves colinas de Wicklow al otro lado de la ciudad, al sur. Las lomas tenían un aspecto verde e inocente bajo los claros cielos. Si entrecerraba los ojos, Rob podía discernir el contorno siniestro de Montpelier House en la cima de su colina boscosa a casi veinte kilómetros de distancia.

La visión de Montpelier le hizo volver a la cruda realidad. Se giró para mirar la habitación; el despacho estaba lleno de gente. Sólo habían pasado noventa minutos desde el drama terrorífico en la casa de campo bajo el bosque del Fuego del Infierno. Habían recibido un breve mensaje de Cloncurry en el que mostraba que Lizzie estaba viva. Pero ¿dónde? ¿Adónde la había llevado? Rob se mordía una uña del dedo tratando de pensar, intentando con desesperación juntar las piezas del rompecabezas.

Christine hablaba con ánimo y lucidez. Dooley se inclinó hacia ella.

– ¿Está segura de que no necesita un médico para…?

– ¡No! -replicó con brusquedad-. Estoy bien. Ya se lo he dicho. No me hicieron daño.

Boijer interrumpió.

– Entonces, ¿cómo la trajeron hasta Irlanda?

– En el maletero de un coche. En un ferri que transportaba coches. A juzgar por el fuerte olor a gasolina y agua de mar.

– ¿La metieron en un coche?

– Sobreviví. Sólo fueron unas cuantas horas en el coche y luego en el barco. Y, por último, aquí.

Forrester asintió.

– Bueno, eso era lo que imaginábamos. Se movían en coche entre Gran Bretaña e Irlanda, tomaban el ferri y evitaban los controles de aduanas. Señorita Meyer, sé que es traumático pero necesitamos saber lo más posible y cuanto antes.

– Como he dicho, no estoy traumatizada, detective. Pregúnteme lo que sea.

– De acuerdo. ¿Qué es lo que recuerda? ¿Sabe cuándo se separó la banda? Sabemos que las tuvieron a usted y a Lizzie juntas durante uno o dos días en Inglaterra. ¿Alguna idea de dónde fue?

– Lo siento. -Christine hablaba de una forma extraña. Rob se dio cuenta de ello. Rápida y cortante-. No tengo ni idea de dónde me ocultaron, lo siento. Quizá en algún lugar cerca de Cambridge. El primer trayecto no fue rápido, puede que de una hora. Lizzie y yo íbamos en el maletero de un coche. Pero después nos sacaron. Encapuchadas y amordazadas. Hablaban mucho y me imagino que después se separaron. Quizá un día y medio después. Es difícil de saber cuando estás amordazada, encapuchada y bastante asustada.

Forrester sonrió en silencio y disculpándose. Rob podía notar cómo trataba de analizar la lógica.

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