Tom Knox - El Secreto Génesis
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Para ser exactos, era la cabeza de Isobel Previn, blanca y algo podrida. Los nervios grises y las arterias verdosas colgaban nacidamente del cuello.
– ¡Isobel! Di algo. Saluda a todos éstos. -Con un movimiento de la mano hizo que la cabeza asintiera.
Christine comenzó a llorar. Rob miraba aterrado a la pantalla.
Cloncurry sonreía con orgullo sardónico.
– Ahí tienen. Dice que hola. Pero creo que ahora quiere irse a su lugar especial. He construido un lugar especial para la cabeza, por respeto a sus logros arqueológicos. -Cloncurry se puso de pie, cruzó la habitación y pateó la cabeza con pericia. La cabeza voló hacia una papelera que había en un rincón, aterrizando limpiamente dentro de ella con gran estrépito-. ¡Un mate cojonudo! -Se giró de nuevo a la cámara-. He estado practicándolo durante horas. Y bien, ¿dónde estaba? Ah, sí. Robert, el periodista. Así se le conoce. Hola. Estoy encantado de que haya podido estar con nosotros. No se preocupe. Como he dicho antes, su hija sigue a salvo. Mire… -Se inclinó hacia delante y giró la cámara hasta que se vio a Lizzie. Seguía atada a una silla, pero viva y sana, al parecer. La cámara volvió a girar.
– Ya ve, Rob. Está bien. Jodidamente rebosante de salud. No como Isobel Previn. Siento mucho mi pequeño chiste con sus órganos vitales. Pero no pude resistirme. Creo que debe de haber dentro de mí algo de director. Y aquella era una oportunidad bastante única. Allí estaba yo, caminando por esas calles turcas llenas de pis. ¡Y allí estaba Isobel Previn! ¡La gran arqueóloga! ¡Sola! ¡Con sus gafas antiguas! ¿Quién coño lleva esas gafas? Así que pensé un poco, durante un segundo, más o menos. Conozco a mis arqueólogos. Sé que era compañera de De Savary. Sé que era profesora de la premiada Christine Meyer. Sé que es experta en Asiría y, en particular, en los yazidis. Pero se supone que está retirada con sus consoladores en Estambul. -Cloncurry se rió-. Sí, está bien. Demasiadas coincidencias. Así que la atrapamos, lo siento, y la abofeteamos un poco. Y nos dijo muchas cosas, Robbie. Muchos detalles interesantes. Y de pronto, tuve un destello, si puedo llamarlo así, de percepción estética. Se me ocurrió nuestra pequeña obra de teatro. Con las capuchas y la cacerola. Y su pequeño intestino. ¿Le gustó? Esperaba que pensara que Christine se moría delante de usted, bajo esa capucha, con el útero hirviéndole en su jugo, y luego, esto es lo más bonito, usted llegaría a Irlanda y vería a Christine morir otra vez, de la forma más grotesca, empalada en una estaca, en Irlanda. ¿Qué le parece? ¿Cuánta gente ve a sus seres queridos siendo torturados hasta la muerte dos veces, primero convertidos en sopa y luego empalados? Los productores del West End pagarían millones por ese tipo de cosas. ¡Menudo golpe de efecto! -dijo con excitación-. Y eso no es más que la mitad. ¿Qué me dice de la absoluta belleza en la dirección de todo este drama sangriento que transcurre en Irlanda? ¿No merezco algún aplauso por mi guión digno de ganar un Oscar?
Los miraba como si de verdad esperara una ronda de saludos y felicitaciones.
– ¡Vamos! ¿No ha sentido cierta admiración por la calidad de la producción? De un solo golpe le despisto y le hago pasar por la peor de las torturas mentales, cree que está a punto de ver a su hija empalada, pero luego resulta que iba a ser Christine la empalada y, mientras tanto, yo estoy aquí, sano y salvo y viéndolo todo en una tele de alta definición. -La intensidad de su sonrisa se debilitó-. Pero luego los cretinos de mis ayudantes empiezan a disparar y a joderlo todo antes de conseguir ensartar a Christine. -Chasqueó varias veces la lengua-. Se lo digo de verdad, hoy día no se consiguen buenos trabajadores. Habría estado muy bien. Muy bien. Pero bueno, ¿dónde estábamos? Dónde… estaba… usted… usted…
La voz de Cloncurry empezó a divagar y sus ojos parecieron desenfocarse. Su expresión era extraña, distante. Rob miró de forma significativa a Forrester, quien le respondió con un movimiento de cabeza.
– No. No me estoy volviendo jodidamente loco -se rió Cloncurry-. Ya lo estoy. Seguro que usted ya se ha dado cuenta de ello, detective Forrest Gump. Pero también soy varias veces más inteligente que usted, por muy loco que me haya vuelto. Así que sé lo que usted sabe. Por ejemplo, ya ha adivinado con su lento ingenio que estoy en Kurdistán. Dado que me encontré con la pobre Isobel y su páncreas, eso es algo obvio. Y he de decir que menudo lugar de mierda es éste. Los turcos se portan muy mal con los kurdos. De verdad. Es vergonzoso. -Cloncurry movió la cabeza y suspiró-. Lo digo en serio. Son racistas. Y yo odio a los racistas. De verdad. Quizá piensen que soy un psicópata despiadado, pero no lo soy. Desprecio profundamente a los racistas. La única gente a la que odio más que a los racistas es a los negros. -Cloncurry movió su silla giratoria. Dio dos vueltas y después se detuvo para mirar de nuevo directamente a la cámara-. ¿Por qué los negros son tan tontos? Tíos, venga, admítanlo. ¿No se lo han preguntado nunca? Los oscuritos no hacen más que fastidiarlo todo allá donde van, ¿no? ¿Se trata de algún plan que tienen? ¿Se reúnen los negros y piensan: «Oye, vamos a ver si podemos emigrar a algún sitio agradable y convertirlo en un vertedero? Podemos irnos a vivir a casas cutres y empezar a robar y a pegar tiros. Otra vez. Y luego nos quejaremos de los blancos»? ¡Y en cuanto a los pakis! ¡Los pakis! ¡Y los árabes! ¡Qué Dios nos asista! ¿Por qué no se van a la mierda, meten a sus mujeres en bolsas de basura en sus casas y dejan de gritar desde las mezquitas? A nadie le importa lo que digan. ¿Y qué decir de los judíos, todo el rato lloriqueando por el Holocausto? -Cloncurry se reía-. Lloriquean y gimen como niñas. «Holocausto por aquí, Holocausto por allí, por favor no me golpees, esto es un Holocausto». Holocausto idiocausto. Escuchad, judíos de mierda, ¿no va siendo hora de que lo superéis? Cambiad de tercio. Y de todos modos, ¿tan malo fue el Holocausto? ¿De verdad? Al menos fue puntual. Esos alemanes saben atenerse a un horario. Incluso con camiones de transporte de ganado. ¿Se imaginan el caos si los británicos hubieran estado al mando? Ni siquiera saben dirigir una línea de cercanías desde Clapham. Mucho menos un tren paneuropeo de la muerte. -Cloncurry empezó a hablar con acento londinense-. Quisiéramos pedir disculpas por el retraso en el servicio de Auschwitz. Se ha puesto en marcha un servicio alternativo de autobuses. El vagón restaurante volverá a abrir en Treblinka. -Otra risa-. Dios mío, estos británicos. Que se jodan los británicos. Estúpidos borrachos arrogantes que siempre andan buscando pelea entre la niebla. ¿Y qué decir de los yanquis? ¡Qué Dios nos libre de los yanquis y sus nalgas! Jodidos yanquis con sus enormes culos. ¿De qué va todo eso? ¿Por qué tienen culos tan grandes? ¿No han visto la conexión entre su fracaso en Iraq y sus enormes culos masivos? Oye, aquí tenéis una pista, americanos. ¿Queréis saber qué ocurrió con esas armas de destrucción masiva? Una puta gorda de Los Angeles se ha sentado encima de ellas en un Dunkin' Donuts. Pero no se ha percatado porque tiene un culo del tamaño de Neptuno y no lo ha notado. -Cloncurry volvió a dar otra vuelta-. Y con respecto a los japoneses, no son más que trols enrevesados a los que se les da bien la electrónica. Y los chinos: siete maneras de cocinar el brócoli y parecen retrasados. Jodidos comepescado. -Hizo una pausa para pensar-. Me gustan bastante los polacos.
Cloncurry sonrió abiertamente.
– En fin. Piénselo. Ya sabe lo que quiero. Sabe que tengo a Lizzie y que voy a mantenerla con vida por un único motivo: quiero el Libro Negro. Y sé que usted sabe dónde está, Rob, porque Isobel me dijo que usted lo sabía. Me contó lo que ocurrió en Lalesh. Tuvimos que cortarle una de sus orejas para conseguir esa información, pero nos lo dijo. Me comí la oreja. No, no lo hice. ¿A quién le importa? El hecho es que nos lo contó todo. Nos dijo que la envió aquí para conseguir el libro puesto que usted no podía venir porque el amiguito policía de aquí, ese elegante señor Kiribali, le llevaría a la cárcel. Así que envió a Isobel Previn para que hiciera el trabajo. Por desgracia, yo ya estaba aquí, le saqué el hígado y lo cociné à la provençale. Así que, Rob, tiene un día más. Mi paciencia se está acabando. ¿Dónde está el libro? ¿En Harán? ¿En Mardin? ¿En Sogmatar? ¿Dónde? ¿Adónde iba Isobel? La torturamos todo lo que pudimos, pero era una vieja lesbiana y valiente y no nos dio la pista final. Por tanto, necesito saberlo. Y si no me lo dice en veinticuatro horas, me temo que será el turno de hacer tarros de mermelada con Lizzie. Porque mi paciencia se habrá agotado. -Movió la cabeza asintiendo con sobriedad-. Soy un hombre razonable, como bien sabe, Robbie, pero no permita que mi evidente amabilidad le engañe. La verdad sea dicha, sí que tengo cierto temperamento y, a veces, me cabreo. Ahora le hablo a usted, Sally. Sí, a usted, la ex señora Luttrell. Mi querida y llorona Sally. Veo cómo se asoma por la cámara con sus ojitos de cerdita, Sally. ¿Me oye? Deje de llorar, puta plañidera. Un día es lo que tienen. Veinticuatro horas para pensárselo y, después… Bueno, después meteré a su hija en una vasija y será enterrada viva. Así que espero noticias suyas muy pronto -se inclinó hacia el botón de la cámara-, o será el momento de preparar las conserva.
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