Tom Knox - El Secreto Génesis

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Hace apenas unos años, un equipo de arqueólogos descubrió en Gobekli Tepe, al sureste de Turquía, un templo extraordinario, con enigmáticos y sofisticados relieves, miles de años anterior a las pirámides de Egipto.El corresponsal de guerra Rob Luttrell es enviado al yacimiento para realizar un reportaje para su periódico. Lo que en principio iba a ser un trabajo tranquilo da un giro dramático cuando aparece muerto el director de la excavación.Paralelamente, en Inglaterra se produce una oleada de crímenes ejecutados de acuerdo a primitivos rituales de sacrificios humanos.¿Qué relación guardan las ruinas milenarias de Gobekli Tepe con la terrible cadena de asesinatos?

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– Y por supuesto, si detectamos alguna señal de que vaya a hacer daño a su hija -continuó Dooley con calma-, entraremos, sea cual sea el riesgo. Tenemos policías de la Gardai armados por todos los alrededores. Lo prometo.

Rob cerró los ojos. Pudo imaginarse la escena: la policía entrando rápidamente, el tumulto y el caos. Y Cloncurry sonriendo en silencio mientras degollaba a su hija con un cuchillo de cocina o le disparaba en la sien justo antes de la que policía tire abajo la puerta. ¿Qué iba a detenerlo? ¿Por qué un lunático como Jamie Cloncurry iba a mantener con vida a su hija? Pero quizá la policía tuviera razón. Cloncurry debía estar desesperado por encontrar el Libro Negro. Eso es lo que Isobel había conjeturado. Y aquel asesino debía de haber creído a Rob ruando dijo que podría encontrarlo. De otro modo, ya habría matado a Lizzie igual que a Christine.

El problema era que Rob no tenía ni idea de dónde estaba el libro. Y a menos que Isobel apareciera con algo, rápidamente, este hecho quedaría pronto patente. ¿Y entonces qué? Cuando Cloncurry supiera que Rob no tenía nada, ¿qué pasaría? No necesitaba imaginárselo. Cuando eso ocurriera, Cloncurry haría lo que ha hecho tantas veces: matar a su víctima. Conseguir esa lúgubre y macabra satisfacción y acallar esa voz ansiosa de sangre que gritaba en su interior. Aplacaría sus demonios de Whaley y mataría con enorme crueldad.

Rob miró hacia el paisaje verde y empapado. Vio otra señal se mioculta por las ramas de un roble. BOSQUE del FUEGO DEL INFIERNO.

PROPIEDAD DEL CONSEJO FORESTAL IRLANDÉS, COILLTE. Casi habían llegado.

Había estudiado la historia del lugar en el tren hasta el aeropuerto de Stansted, simplemente por hacer algo, para distraerse de sus horribles pensamientos. En la cima de una colina cerca de allí había un antiguo refugio de caza de piedra: Montpelier House. Construido sobre una cumbre también adornada por un círculo de piedra del Neolítico. Montpelier era conocido por estar embrujado. Se trataba de un lugar celebrado por ocultistas, chicos que iban allí a beber sidra e historiadores de la zona. El refugio era uno de los principales lugares donde los miembros del Fuego del Infierno irlandés se reunían para beber su scultheen , quemar gatos negros y jugar al whist con el diablo.

Mucho de lo que ocurrió en aquella casa era, por lo que Rob sabía, leyenda y mito. Pero los rumores de asesinato no fueron del todo refutados. Una casa en el valle debajo de Montpelier había sido también utilizada, según la leyenda, por los miembros del Club del Fuego del Infierno: Buck Egan, Jerusalem Whaley, Jack St Leger y el resto de los sádicos del siglo XVIII.

La llamaban Killakee House. Y durante las obras de rehabilitación del edificio, hacía varias décadas, habían desenterrado el esqueleto de un niño o un enano junto a una pequeña estatua de latón de un demonio.

Rob se giró y miró por la otra ventanilla. Ahora sí podía ver Montpellier House: una mole lúgubre y gris en lo alto de las colinas, incluso más oscura y gris que las nubes que había más allá.

Era un infame día de junio. Convenientemente lluvioso y satánico. Rob pensó en su hija, temblando en aquella casa de campo situada en algún lugar cerca de allí. Tenía que controlarse, pensar en positivo, incluso lo menos posible. No había felicitado a Forrester por su golpe.

– Por cierto, bien hecho.

El inspector se encogió de hombros.

– ¿Cómo?

– Por su corazonada, ya sabe. Por encontrar a estos tipos.

Forrester movió la cabeza negando.

– No ha sido nada. Sólo una suposición lógica. Traté de pensar con su mente. La ingenua mente de Cloncurry. Le gusta el reconocimiento histórico. Mire su familia. Dónde viven. Se ocultaría en algún lugar que significara algo para él. Y por supuesto, buscan el Libro Negro, el tesoro de Whaley. De aquí eran Burnchapel Whaley y Jeru salem Whaley. Habrían comenzado a buscar aquí, así que ¿por qué no establecer su base en este lugar?

La furgoneta se detuvo con un fuerte rechinar de las ruedas en el exterior de una granja con una enorme carpa levantada en el patio delantero y todos salieron. Rob entró en la bulliciosa carpa y vio a su ex mujer en el rincón, sentada con una mujer policía de la Gardai, bebiendo una taza de té. Había montones de policías allí con sus gorras de insignias doradas y monitores de televisión.

Dooley agarró a Rob del brazo y le explicó la situación. La casa de campo de la banda estaba a sólo unos cuantos cientos de metros colina abajo. Si se caminaba tres minutos hacia la izquierda desde la puerta de atrás de la granja podría verse, situada en un estrecho valle verde. Montpelier House estaba justo en la cima de la majestuosa colina que había detrás.

– Cloncurry alquiló la pequeña finca hace unos meses -le informó Dooley-. A la mujer del granjero. Ella fue la que nos dio la información cuando empezamos a indagar de puerta en puerta. Dijo que había visto entradas y salidas extrañas. Así que pusimos la casa bajo vigilancia. Los hemos estado observando durante veinte horas. Creo que hemos llegado a contar a cinco hombres en el interior. Apresamos a Marsinelli cuando iba a hacer la compra.

Rob asentía mucho. Se sentía estupefacto. Estaba en un estancamiento mudo y estúpido. Al parecer, había policías con rifles situados por los campos y colinas de alrededor. Las miras de sus armas apuntaban hacia la casa. Dentro había cuatro hombres liderados por un jodido lunático. Rob quería correr colina abajo y… hacer algo. Lo que fuera. En lugar de eso, miraba las pantallas de televisión. Al parecer, la Gardai tenía varias cámaras, una de ellas de infrarrojos, dirigidas a la guarida de la banda. Cualquier movimiento era inspeccionado y anotado, día y noche. Aunque no se había visto nada importante durante horas: las cortinas estaban cerradas y, evidentemente, las puertas también.

Sobre un escritorio delante de los monitores de televisión había un ordenador portátil. Rob imaginó que sería el equipo colocado para recibir las comunicaciones de Cloncurry por medio de la webcam. El ordenador tenía otra.

Sintiendo como si alguien le hubiera llenado los pulmones de proyectiles de plomo congelados, Rob se acercó a Sally. Intercambiaron palabras y un abrazo.

Dooley llamó a Rob para que fuera al otro lado de la carpa.

– ¡Es Cloncurry! Está otra vez en la webcam. Le hemos dicho que usted está aquí. Quiere hablarle.

Rob atravesó la carpa corriendo y se puso delante de la pantalla del ordenador. Allí estaba. Aquel rostro anguloso, casi simpático y, sin embargo, tan completamente escalofriante. Sus ojos inteligentes pero acerados. Detrás de Cloncurry estaba Lizzie, vestida con ropa limpia. Seguía atada a la silla. Esta vez sin capucha.

– ¡Vaya! El caballero de The Times.

Rob miraba la pantalla en silencio. Sintió un codazo proveniente de algún lado. Dooley le hacía gestos y articulaba palabras para que le leyera los labios: «Hable con él, que siga hablando».

– Hola -dijo Rob.

– ¡Hola! -Cloncurry se rió-. Lamento mucho que tuviéramos que cocer a su prometida, pero su hijita permanece completamente ilesa. De hecho, yo prefiero pensar que se encuentra en un estado excelente. Le estamos dando mucha fruta, así que se mantiene fuerte. Por supuesto, no estoy muy seguro de cuánto tiempo podremos mantener esta situación, pero eso lo decide usted.

– Usted… -dijo Rob-. Usted… -Lo intentó de nuevo. Aquello no era bueno; no sabía qué decir. Desesperado, se giró y miró a Dooley, pero en ese momento, se percató de algo. Sí que tenía algo que decir. Tenía un as en la mano y ahora tenía que jugárselo. Miró directamente a la pantalla.

– De acuerdo, Cloncurry, éste es el trato. Si usted me entrega a Lizzie, yo puedo darle el libro. Puedo hacerlo.

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