Jamie Cloncurry se estremeció. Aquél fue el primer indicio de inseguridad, aunque sutil, que Rob había visto jamás en su rostro. Eso le dio esperanzas.
– Por supuesto -contestó Cloncurry-. Por supuesto que puede. -La sonrisa era sarcástica; no estaba convencido-. Supongo que lo encontró en Lalesh.
– No.
– Entonces, ¿dónde lo consiguió? ¿Qué cojones está diciendo, Luttrell?
– En Irlanda. Está aquí, en Irlanda. Los yazidis me dijeron dónde. Me dijeron en Lalesh dónde encontrarlo.
Fue una apuesta arriesgada y pareció funcionar. Hubo un indicio de preocupación y duda en la cara de Cloncurry, preocupación disfrazada de desprecio.
– Muy bien. Pero por supuesto, no puede decirme dónde está. Aunque pueda hacer pedazos la nariz de su hija con un cortador de puros.
– No importa dónde esté. Yo puedo traérselo aquí. En un día o dos. Después, usted tendrá su libro y me devolverá a mi hija. -Miró fijamente a los ojos de Cloncurry-. Si después usted huye abriéndose camino a tiros, no me importa.
Los dos hombres se miraron. Rob sintió un ansia de curiosidad, la vieja investigación periodística.
– Pero, ¿por qué? ¿Por qué está tan obsesionado con él? ¿Por qué todo… esto?
Cloncurry apartó la mirada de la cámara, como si estuviera pensando. Sus ojos verdes brillaron cuando volvió a mirar.
– Supongo que yo también podría contarle cosas. ¿Cómo lo llaman ustedes, los periodistas? ¿Un rompecabezas?
Rob notó que los policías se movían a su izquierda. Estaba ocurriendo algo. ¿Era ésa la señal? ¿Iba a entrar la policía? ¿La suerte de su hija se iba a decidir justo ahora?
Forrester le hizo una señal con la mano: «Siga hablándole».
Pero fue Cloncurry el que continuó.
– Hace trescientos años, Rob, Jerusalem Whaley, volvió de Tierra Santa con un alijo de materiales traídos de los yazidis. Debía de venir contento porque había encontrado exactamente lo que el Club del Fuego del Infierno había estado buscando, lo que Francis Dashwood persiguió durante todos esos años. Había encontrado la prueba definitiva de que todas las religiones, todas las creencias, el Corán, el Talmud y la Biblia, todas esas bobadas rancias e inventadas eran gilipo lleces. La religión no es más que el viciado tufo de la orina del orfanato del alma humana. Para un ateo, para un anticlerical como mi antepa sado, aquella prueba definitiva era el Santo Grial. La más importante. El Gordo. El premio de la lotería. Dios no sólo está muerto, sino queel muy cabrón nunca vivió. -Cloncurry sonrió-. Y sin embargo, Rob, lo que Whaley encontró iba más allá que eso. Lo que encontró era tan humillante que le rompió el corazón. ¿Cómo es el dicho? Ten cuidado con lo que deseas. ¿No es así?
– ¿Y qué era? ¿Qué es lo que encontró?
– ¡Ah! -Cloncurry se rió-. Le gustaría saberlo, ¿no, Robbie, mi pequeño reportero? Pero no se lo voy a decir. Si de verdad sabe dónde está el libro, léalo usted mismo. Pero si se lo cuenta a alguien haré pedazos a su hija con un juego de cuchillos de carne que he comprado en eBay. Lo único que puedo decir por ahora es que Thomas Buck Whaley escondió el libro. Y le contó a unos cuantos amigos lo que había en él. Y que en determinadas circunstancias, el libro debía ser destruido.
– ¿Por qué no lo destruyó él mismo?
– ¿Quién sabe? El Libro Negro es un extraordinario… tesoro oculto. Una revelación tan terrorífica, Rob, que quizá no se atreviera a hacerlo. Debió de sentirse orgulloso por su descubrimiento. Había encontrado lo que el gran Dashwood no logró. Él. El humilde Tom Whaley, de un lugar remoto de la Irlanda colonial, había superado al ministro británico. Debió de sentirse orgulloso de sí mismo. Así que, en lugar de destruirlo, lo ocultó. En un lugar concreto en el que ha estado olvidado a lo largo del tiempo. De ahí nuestra heroica búsqueda del descubrimiento de mi antepasado. Pero aquí viene lo curioso, Rob. ¿Me escucha?
Definitivamente, la policía estaba haciendo algo. Rob pudo ver hombres armados saliendo de la carpa. Oyó órdenes dadas entre susurros. Podía sentir la actividad: las pantallas de vídeo parpadeaban con imágenes en movimiento. Al mismo tiempo, la banda parecía estar levantando algo en el jardín. Era una gran estaca de madera. Como algo que se podría utilizar para empalar.
Rob sabía que tenía que hacer que Cloncurry siguiera hablando; permaneció tranquilo y le pidió al asesino que continuara.
– Siga, siga. Le escucho.
– Whaley dijo que si alguna vez se desenterraba un templo de Turquía…
– ¿Gobekli Tepe?
– Muy listo. Gobekli Tepe. Whaley le dijo a sus confidentes exactamente lo que los yazidis le habían dicho a él: que si alguna vez se desenterraba Gobekli Tepe debería destruirse el Libro Negro.
– ¿Por qué?
– Ésa es la jodida cuestión, imbécil. Porque en las manos adecuadas, visto de la forma correcta y combinado con las pruebas de Gobekli, el libro es algo que pondrá el mundo patas arriba, Rob. Lo cambiaría todo. Rebajaría y degradaría a la sociedad. No sólo a las religiones. Toda la estructura de nuestras vidas, la forma de existencia del mundo, correría peligro si se revelara la verdad. -Cloncurry se acercó mucho a la cámara. Su rostro invadió toda la pantalla-. Ésa es la gran ironía de esto, Rob. Desde el primer momento he estado tratando de protegerles a ustedes de sí mismos, estúpidos, proteger a toda la humanidad. Ésa es la labor de los Cloncurry. Protegerles a todos ustedes. Encontrar el libro si es necesario y destruirlo. ¡Salvarlos a todos! ¿Sabe? Prácticamente somos santos. Espero una invitación por correo electrónico del Papa cualquier día de éstos. -La sonrisa de serpiente había vuelto.
Rob miró las pantallas que había tras el ordenador portátil. Pudo ver movimiento. Una de las cámaras mostraba tres figuras claramente ar madas, avanzando lentamente hacia el jardín de la casa. Tenía que ser la policía. Entrando. Mientras trataba de concentrarse en la conversación ron Cloncurry se dio cuenta de que probablemente éste estuviera inten tando hacer exactamente lo mismo: distraer a Rob y a la policía.
Pero Dooley y sus hombres habían visto la estaca de madera; sabían que ése era el momento. Rob miró el perfil de su hija. Atada a su silla, divisándola por encima del hombro de Cloncurry. Con un enorme esfuerzo, Rob controló sus emociones.
– ¿Y por qué tanta violencia? ¿Por qué matar? Si sólo quería el li bro de los yazidis, ¿por qué todos los sacrificios?
El rostro del ordenador frunció el ceño.
– Porque soy un Cloncurry. Descendemos de los Whaley. Ellos descienden de Oliver Cromwell. ¿Capisce? ¿Ha oído el asunto de las personas que se quemaron allí? ¿Personas quemándose en las igle sias? ¿Delante de una gran audiencia? Se oyó a Cromwell reír cuando mataba a gente en la batalla.
– ¿Y?
– Échele la culpa a mi jodido haplotipo. Pregúntele a mi doble hé lice. Eche un vistazo a la secuencia genética disbindina DTNBP-1.
Rob trataba de no pensar en su hija. Empalada.
– Entonces, ¿está diciendo que usted heredó este rasgo?
Cloncurry aplaudió con sarcasmo.
– Brillante, Holmes. Sí. Está bastante claro que soy un psicópata ¿Cuántas pruebas quiere? Siga sintonizando este canal y podrá verme comiéndome el cerebro de su hija. Con patatas al horno. ¿Esa prueba es suficiente?
Rob se tragó la rabia. Tenía que mantener a Cloncurry allí y a Lizzi a la vista a través de la webcam. Y eso significaba tener que escuchar ese loco despotricando. Hizo un gesto de asentimiento.
– Por supuesto que tengo los jodidos genes de la violencia, Rob. Y es bastante curioso que también tenga los genes de una gran inteligencia. ¿Sabe cuál es mi coeficiente intelectual? Ciento cuarenta y siete. Sí, ciento cuarenta y siete. Eso me convierte en un genio, incluso; para la media de los genios. El coeficiente intelectual de un ganador del premio Nobel es de ciento cuarenta y cinco. Soy inteligente, Rob. Mucho. Probablemente sea demasiado inteligente como para que us ted perciba lo inteligente que soy. Para mí, relacionarme con la gente normal es como tratar de mantener una conversación seria con un molusco.
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