Tom Knox - El Secreto Génesis

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El Secreto Génesis: краткое содержание, описание и аннотация

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Hace apenas unos años, un equipo de arqueólogos descubrió en Gobekli Tepe, al sureste de Turquía, un templo extraordinario, con enigmáticos y sofisticados relieves, miles de años anterior a las pirámides de Egipto.El corresponsal de guerra Rob Luttrell es enviado al yacimiento para realizar un reportaje para su periódico. Lo que en principio iba a ser un trabajo tranquilo da un giro dramático cuando aparece muerto el director de la excavación.Paralelamente, en Inglaterra se produce una oleada de crímenes ejecutados de acuerdo a primitivos rituales de sacrificios humanos.¿Qué relación guardan las ruinas milenarias de Gobekli Tepe con la terrible cadena de asesinatos?

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– Estoy cerca -dijo-. Muy cerca.

Rob pudo escuchar de fondo el sonido de los almuecines en aquella última llamada, detrás de la voz fervientemente animada de Isobel. Era una sensación terrible la de oír el bullicio de Sanliurfa. Si no hubiera estado nunca allí, nada de esto habría pasado. No quería volver a pensar en el Kurdistán nunca más.

Durante los dos días siguientes Rob no hizo otra cosa que atormentarse. Isobel dejó de llamarle. Steve dejó de telefonearle tanto. El silencio le resultaba insoportable. Trató de beber té y de tranquilizar a Sally. Fue al supermercado a comprar vodka; después volvió a casa y se fue directo al ordenador, una vez más. Lo hacía ya de forma rutinaria, sin esperar nada.

Pero esta vez estaba el pequeño dibujo de un sobre en la pantalla. Había llegado un nuevo correo y era de… Cloncurry.

Rob abrió el mensaje con los dientes apretados por la tensión.

El correo estaba vacío; no había más que un enlace para ver un vídeo. Rob hizo clic sobre él. La pantalla burbujeó y se quedó en blanco. Luego Rob vio a Christine y a su hija en una habitación vacía, de nuevo atadas a unas sillas. Aquella habitación era un poco diferente, más pequeña que la última. La ropa de las prisioneras había cambiado. Estaba claro que las habían trasladado.

Pero no fue aquello lo que hizo que Rob se estremeciera con un fuerte y nuevo temor y una angustia más profunda, sino el hecho de que las dos rehenes estuvieran encapuchadas. Alguien había puesto unas capuchas negras y gruesas sobre las cabezas de las chicas.

El periodista hizo una mueca de dolor. Recordó su propio terror bajo aquella capucha negra y pestilente en Lalesh. Mirando a la oscuridad.

Aquellas nuevas e inquietantes imágenes del vídeo de Lizzie y Christine en silencio, encapuchadas y atadas a las sillas duraron tres minutos muy largos. Después apareció Cloncurry hablando a la cámara.

Rob miró fijamente aquel rostro delgado y atractivo.

– ¡Hola, Rob! Como puede ver nos hemos mudado a un lugar más excitante. Las chicas llevan capuchas porque queremos acojonar las. Y bien. Cuénteme algo del Libro Negro. ¿Se está ocupando de ello? Necesito saberlo. Necesito que me mantenga totalmente informado. Por favor, no se guarde secretos. No me gustan los secretos. Los secretos de familia son algo horrible, ¿no cree? Así que, cuénteme. Si todavía quiere a su familia, si no quiere que su familia muera, cuénteme. Hágalo pronto. No me obligue a hacer lo que no quiero.

Cloncurry miró hacia otro lado. Parecía hablar con alguien detrás de la cámara. Susurraba. Rob pudo oír risas procedentes del otro lado. Luego Cloncurry volvió a mirar al objetivo.

– Pero vayamos a lo importante, Rob. Ya sabe lo que me gusta hacer. Ya conoce mi especialidad. El sacrificio, ¿no? El sacrificio humano. Pero el problema es que tengo mucho entre lo que elegir. Es decir, ¿cómo quiere que mate a su hija? ¿Y a Christine? Porque hay muchas formas de sacrificio, ¿verdad? ¿Cuáles son sus favoritas, Rob? Yo prefiero las vikingas. ¿Usted no? El águila de sangre, por ejemplo. Creo que el profesor se asustó mucho cuando le sacamos los pulmones. Pero podríamos haber sido mucho más… crueles. -Cloncurry sonrió.

Rob se sentó en su apartamento, sudando.

Cloncurry se acercó a la cámara.

– Por ejemplo, hay un precioso rito que tenían los celtas. Empalaban a sus víctimas. Especialmente a las mujeres jóvenes. Primero las desnudaban y luego las llevaban a un campo, las subían a una afilada estaca de madera y les separaban las piernas, y luego… Bueno, luego simplemente tiraban de ellas hacia abajo, sobre la estaca. Las empalaban. A través de la vagina. O quizá del ano. -Cloncurry bostezó y luego continuó-: De verdad que no quiero hacerle eso a su encantadora novia, Rob. O sea, si le metiera una lanza por el coño, simplemente sangraría por toda la alfombra. Y luego tendríamos que comprar un buen limpiador de alfombras. ¡Ése es un gasto innecesario! -Volvió a sonreír-. Así que, déme el jodido Libro Negro. La mierda de Tom Whaley. Las cosas que usted encontró en Lalesh. Entreguemelas. Ya.

La cámara se tambaleó un poco. Cloncurry alargó la mano y la estabilizó. Luego volvió a dirigirse directamente a él.

– Y en lo que respecta al sacrificio infantil de la pequeña Lizzie que anda por aquí…, veamos…

Se levantó y se acercó a la silla de la niña. Con gestos de mago, Cloncurry le quitó la capucha. Lizzie miró aterrorizada a la cámara, con la mordaza de cuero atada con fuerza alrededor de su boca.

Cloncurry acarició el pelo de la pequeña.

– Hay muchas formas y sólo una pequeña niña. ¿Cuál quiere que elija? Los incas subían a los niños a las montañas y los mataban de frío. Pero eso es muy lento, creo. Bastante… aburrido. Pero ¿qué me dice de los más refinados métodos aztecas? Puede que haya oído hablar, por ejemplo, del dios Tlaloc. -Se movió alrededor de la silla de

Lizzie-. Para ser del todo honestos, el dios Tlaloc era un poco cabrón, Rob. Quería saciar su sed con lágrimas humanas. Así que los sacerdotes aztecas tenían que obligar a los niños a llorar. Y lo hacían arrancándoles las uñas de los dedos. Muy despacio. Una a una.

Cloncurry liberó una de las manos de Lizzie; Rob vio que la mano de su hija temblaba de miedo.

– Sí, Rob, arrancaban las uñas y luego cortaban pequeños dedos como éstos -dijo, acariciando sus dedos-. Y, claro, eso hacía que los niños lloraran, por sus uñas arrancadas. Y después de hacerlo, los aztecas recogían las lágrimas de los llorosos niños y ofrecían el líquido a Tlaloc. Luego los pequeños eran decapitados.

Cloncurry sonrió. Volvió a atar con brusquedad la mano de Lizzie al brazo de la silla.

– Y bien, eso es lo que puede que haga, Rob. Quizá siga el antiguo método azteca. Pero, en realidad, creo que usted debería intentar disuadirme. No me obligue a arrancarle las uñas, a cortarle los dedos y luego la cabeza. Pero si me veo obligado por su obstinación a hacer cualquiera de estas cosas, me aseguraré de enviarle las lágrimas de la niña en un pequeño bote de plástico. Así que manos a la obra. En marcha. A trabajar. -Sonrió-. ¡Zas, zas!

El asesino se inclinó hacia delante buscando el botón. El vídeo se detuvo; la imagen se congeló.

Rob se quedó mirando el silencioso ordenador durante diez minutos después de aquello. A la última imagen congelada de la media sonrisa de Cloncurry. Sus pómulos altos, sus brillantes ojos verdes y su pelo negro. Sentadas en la habitación detrás de él estaban su hija y su novia, atadas a las sillas, esperando ser empaladas, mutiladas y asesinadas. A Rob no le cabía duda alguna de que Cloncurry sería capaz de hacerlo. Había leído el informe del asesinato de De Savary.

Pasó el día siguiente con Sally. Y después recibió otro correo electrónico. Con otro vídeo. Y éste era tan monstruoso que Rob vomitó mientras lo veía.

41

En cuanto recibió el nuevo correo con el vídeo, Rob se dirigió a Scotland Yard, al despacho de Forrester. No se molestó en llamar previamente por teléfono, ni de enviar un mensaje o un correo electrónico. Se limpió el vómito de la boca, se lavó la cara con agua fría y después tomó un taxi.

De camino a Victoria miró a la gente feliz. De compras, paseando, subiendo y bajando de los autobuses. Era difícil conciliar la normalidad de la escena callejera con la obscenidad de lo que Rob acababa de presenciar en el vídeo.

Trató de no pensar en ello. Tenía que controlar su rabia. Todavía podían salvar a su hija; aunque fuera demasiado tarde para Christine. Se sentó en el asiento de atrás del taxi y sintió ganas de lanzarse por la ventanilla del coche, pero no iba a perder el control. Todavía no. Lo que haría, si tenía alguna vez la oportunidad, sería matar salvajemente a Cloncurry. Y no sólo matarle con un cuchillo o un hacha. Rob iba a atizar a Cloncurry en la cabeza, hacerle pedazos la parte posterior del cráneo hasta que el cerebro le saliera por los ojos. No, peor aún, lo quemaría despacio con ácido, le destrozaría esa cara bonita. Lo que fuera. Lo que fuera. Lo que fuera. Lo que fuera. LO QUE FUERA. LO QUE FUERA.

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