¿Cuál es la media del coeficiente intelectual del judío asquenazí? Ciento quince. Son, con diferencia, la raza más inteligente del planeta. Y es más probable que los judíos le quiten la vida, según su historial, que ningún otro. Sólo que no lo hacen en la calle, con una navaja, buscando diez dólares para comprar crack.
Kob se quedó mirando el correo. Aquella basura racista resultaba casi hiriente por su psicosis. Era de una demencia vertiginosa. Pero probablemente hubiera en ella alguna clave.
Volvió a leerlo dos veces más. Después cogió el teléfono y llamó al inspector Forrester.
El inspector Forrester estaba al teléfono, concertando una reunión con Janice Edwards. Quería preguntarle su opinión sobre el caso Cloncurry porque era experta en psicología evolutiva. Había escrito libros sobre la materia, densos, pero con buena acogida.
La secretaria de la terapeuta fue evasiva. Le dijo que Janice estaba muy ocupada y que la única hora que tenía disponible en la semana era al día siguiente, en el Real Instituto de Cirugía para sus reuniones mensuales con la fundación del instituto.
– Bueno. Está bien. Entonces la veré allí.
La secretaria dejó escapar un suspiro.
– Tomo nota.
A la mañana siguiente Forrester cogió el metro hasta Holborn y esperó en el vestíbulo lleno de columnas del instituto hasta que Janice llegó para conducirlo al interior del enorme y resplandeciente museo de acero y cristal del edificio, puesto que aquél era «un lugar agradable para charlar».
El museo era impresionante. Un laberinto de enormes estantes de cristal llenos de tarros y muestras.
– A esto se le llama la Galería de Cristal -dijo Janice, señalando a los relucientes estantes de disecciones-. Fue restaurada hace un par de años. Estamos muy orgullosos de ella. Costó millones.
Forrester asintió con educación.
– Aquí está uno de mis objetos preferidos -le explicó la doctora-. ¿Ve? La garganta conservada de un suicida. Este hombre se cortó la garganta. Puede verse la explosión en la carne. Hunter era un disector brillante -dijo, sonriendo a Forrester-. Y bien. ¿Qué me decía, Mark?
– ¿Cree que puede haber un gen asesino?
– No -contestó, moviendo la cabeza.
– ¿Ninguno?
– Ni un solo gen. No. Pero quizá sí una agrupación de genes. No pienso que sea imposible. Pero no se sabe con seguridad. Es una ciencia incipiente.
– Bien.
– No hemos hecho más que empezar a descifrar la genética. Por ejemplo, ¿alguna vez ha pensado en la interconexión entre la homosexualidad y el alto nivel de inteligencia?
– ¿La hay?
– Sí. -Sonrió-. Los homosexuales tienen un coeficiente intelectual diez puntos por encima de la media. Está claro que aquí participa un elemento genético. Un grupo de genes. Pero no estamos en absoluto seguros de su mecánica.
Forrester asintió. Echó un vistazo a algunos especímenes animales. Un tarro que contenía lampreas. El estómago gris pálido de un cisne.
– En cuanto al carácter hereditario del instinto homicida, pues… depende de cómo interactúen los genes -continuó Janice Edwards-. Entre sí y con lo que les rodea. Alguien que tenga ese rasgo puede, aun así, llevar una vida perfectamente normal si sus deseos no son catalizados ni provocados de algún modo.
– Pero… -Forrester estaba confuso-. ¿Cree que los instintos asesinos pueden heredarse?
– Pongamos por ejemplo la habilidad musical. Parece que es parcialmente hereditaria. Pensemos en la familia Bach, brillantes compositores a lo largo de varias generaciones. Por supuesto, el entorno desempeñó un papel importante, pero es seguro que los genes también tienen algo que ver. Así pues, si algo tan complejo como la composición musical es hereditario, entonces, sí, ¿por qué no un deseo tan primario como el de asesinar?
– ¿Y qué me dice de los sacrificios humanos? ¿Se puede heredar el deseo de hacer sacrificios humanos?
Ella frunció el ceño.
– No estoy segura de ello. Es un concepto algo extraño. Dígame los antecedentes.
Forrester le contó la historia de los Cloncurry. Una familia aristocrática con un historial de logros marciales, y algunos de sus miembros llevaron la agresividad hasta un morboso punto cercano al sacrificio humano. Y ahora habían engendrado a Jamie Cloncurry, un asesino que cometía sacrificios sin ninguna excusa ni motivo. Y lo que resultaba más extraño, parecía que la familia se sentía atraída por los lugares donde se llevaban a cabo sacrificios humanos. Vivían cerca de la mayor fosa de sacrificados de Francia y de los campos de batalla de la Gran Guerra masacrados por su atroz antepasado, el general Cloncurry.
Janice asentía pensativa.
– Interesante. Supongo que los asesinos regresan a menudo al escenario del crimen, ¿no? -Se encogió de hombros-. Pero es bastante extraño. ¿Por qué vivir allí, cerca de los campos de batalla? Podría ser una coincidencia. Quizá estén, en cierto modo, homenajeando a sus antepasados. Tendría que preguntárselo a un antropólogo.
Caminó a lo largo de la Galería de Cristal. Había dos chicas sentadas en el suelo con las piernas cruzadas y con cuadernos de dibujo en el regazo y pequeñas cajas de pintura a un lado. Estudiantes de arte, conjeturó Forrester. Una de las chicas era china. Miraba con los ojos entrecerrados y una gran concentración a cinco inquietantes fetos en conserva: quintillizos humanos deformados.
Janice Edwards se giró hacia Forrester.
– Lo que de verdad me parece es que se trata de una psicosis heredada y homicida que posiblemente se muestre en forma de sacrificios en ciertas situaciones.
– ¿Qué significa eso?
– Creo que una psicosis que predisponga a la violencia extrema puede ser heredada. ¿Cómo podría sobrevivir un rasgo así en términos darwinianos? Generalmente en la historia puede darse que la tendencia a una violencia monstruosa no sea siempre algo malo. Por ejemplo, si las ansias de matar y la brutalidad se canalizaran, podrían adaptarse.
– ¿Cómo?
– Si, por ejemplo, existiera una tradición militar en la familia. El vástago más violento podría ser enviado al ejército, donde su agresividad y sus ansias de matar serían una ventaja.
Siguieron caminando, dejando atrás a los estudiantes. Más adelante, en la misma galería, había una serie de diminutos fetos que mostraban el desarrollo del embrión desde las cuatro semanas hasta los seis meses. Estaban increíblemente bien conservados, flotando en su espacio de líquido claro como pequeños alienígenas en gravedad cero. Sus expresiones eran humanas desde una primera fase, haciendo muecas de dolor y gritando. En silencio.
Forrester tosió y miró su cuaderno.
– Entonces, Janice, si estos tipos tuvieran los genes del asesinato y el sadismo, ¿podrían haberlos tenido ocultos hasta ahora y ser debidos, por ejemplo, al historial imperialista de Gran Bretaña y a todas las guerras en las que hemos participado?
– Es muy posible. Pero hoy día dicho rasgo sería problemático. La agresividad intensa no tiene salida en una época de prohibiciones de tabaco y bombas inteligentes. A menudo, asesinamos mediante apoderados, si es que lo hacemos. Y ahora tenemos al joven Jamie Clon curry, que puede ser lo que llamamos una «celebridad genética». Lleva los genes sádicos de sus antepasados, pero del modo más monstruoso. ¿Qué puede hacer con ese talento además de asesinar? Comprendo su dilema, sin intención de parecer despiadada.
Forrester se quedó mirando un cerebro humano en conserva. Parecía una coliflor vieja y mustia. Leyó el letrero que lo acompañaba. El cerebro perteneció a Charles Babbage, «inventor de la computadora».
– ¿Y qué hay de la propensión al sacrificio? ¿Está segura de que no se podría, ya sabe, heredar como un rasgo?
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