Tom Knox - El Secreto Génesis

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Hace apenas unos años, un equipo de arqueólogos descubrió en Gobekli Tepe, al sureste de Turquía, un templo extraordinario, con enigmáticos y sofisticados relieves, miles de años anterior a las pirámides de Egipto.El corresponsal de guerra Rob Luttrell es enviado al yacimiento para realizar un reportaje para su periódico. Lo que en principio iba a ser un trabajo tranquilo da un giro dramático cuando aparece muerto el director de la excavación.Paralelamente, en Inglaterra se produce una oleada de crímenes ejecutados de acuerdo a primitivos rituales de sacrificios humanos.¿Qué relación guardan las ruinas milenarias de Gobekli Tepe con la terrible cadena de asesinatos?

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De Savary pensó de inmediato en Lizzie. Se puso de pie y se giró, pero Christine ya había pasado por su lado corriendo. Él dejó caer su limonada sobre el césped y corrió tras ella y, mientras lo hacía, oyó algo peor: un grito sordo.

Encontró a Christine dentro de la casa en manos de varios hombres que llevaban vaqueros y pasamontañas oscuros. Sólo había un hombre con la cara descubierta. Tenía el cabello oscuro y era atractivo. De Savary lo reconoció de inmediato. Había visto la imagen del circuito cerrado de televisión en un correo electrónico que le había enviado Forrester.

Se trataba de Jamie Cloncurry

De Savary tuvo deseos de gritar por el despropósito de todo aquello. La banda contaba con cuchillos y pistolas. Una de las pistolas le apuntaba a él. Aquello era claramente ridículo. Estaban en Cambridgeshire. Era una agradable tarde de mayo. Acababa de ir al supermercado a comprar fresas. De camino a casa había silbado un concierto de Bach. ¡Y ahora había psicópatas armados en su casa!

Christine trataba de gritar mientras se retorcía, pero, en ese momento, uno de los hombres le dio un fuerte puñetazo en el estómago y ella dejó de hacerlo. Se quejó. Tenía los ojos desorbitados y muy abiertos. Miró a De Savary y él pudo ver el absoluto terror que ella sentía.

El hombre más alto, Jamie Cloncurry, levantó con languidez su pistola hacia De Savary.

– Atadlo a la silla.

Su tono de voz era muy educado, escalofriantemente educado. De Savary pudo oír gritos reprimidos que provenían de la cocina. Lizzie estaba allí, llorando. Entonces, el llanto de la niña cesó.

Dos de los miembros de la banda ataron a De Savary a la silla. Le pusieron una mordaza sudada alrededor de la boca y la apretaron fuerte, haciendo que sus labios sangraran al clavarse en sus incisivos. Pero no era ese dolor lo que más inquietaba a De Savary, sino el modo en que lo estaban sujetando a la silla del comedor. Lo estaban atando de forma que quedaba sentado al revés, a horcajadas sobre el asiento con el pecho presionado contra el respaldo de madera. Dispusieron grandes correas a su alrededor. Los tobillos quedaban fuertemente inmovilizados bajo la silla, al igual que las muñecas; su barbilla estaba dolorosamente apoyada sobre el respaldo. Le dolía todo.

No podía moverse. No podía ver a Christine ni a Lizzie. Sus oídos detectaron un gimoteo apenas perceptible en otra habitación. De repente, sus pensamientos fueron invadidos por el terror cuando oyó las siguientes palabras de Jamie Cloncurry, que estaba de pie en algún lugar detrás de él.

– ¿Ha oído hablar alguna vez del águila de sangre, profesor De Savary?

Tragó saliva y, después, no pudo evitarlo: comenzó a llorar. Las lágrimas corrían por su rostro. Imaginaba que iban a matarlo. Pero ¿esto? ¿El águila de sangre?

Jamie Cloncurry se le acercó y le miró de cerca, con su rostro pálido y atractivo algo enrojecido.

– Por supuesto que ha oído hablar de ello, ¿verdad? Al fin y al cabo, usted escribió ese libro. Esa obra tan alarmante de historia popular. La ira de los hombres del norte. -Cloncurry hizo una mueca de desprecio-. Todo sobre los ritos y creencias vikingas. Bastante morboso, si me permite decirlo. Pero supongo que es así como consigue mayores ventas… -El joven sostenía un libro en sus manos y leía textualmente de una página-: «Y ahora llegamos a uno de los conceptos más repugnantes en los anales de la crueldad vikinga: el conocido como águila de sangre. Algunos expertos dicen que este espantoso ritual de sacrificio nunca existió, pero hay varias referencias en las epopeyas y en la poesía escáldica que dejan a las mentes abiertas poco espacio para la duda: el rito del águila de sangre existió. Se trataba de una auténtica ceremonia de sacrificio en el norte». -Cloncurry sonrió mirando a De Savary y luego continuó-: «El tristemente célebre rito del águila de sangre se llevó a cabo, según las explicaciones escandinavas, sobre varios personajes eminentes, incluido el rey Ella de Northumbria, Halfdan, el hijo del rey Harfagri de Noruega, y el rey Edmund de Inglaterra».

De Savary sintió que los intestinos se le empezaban a licuar. Se preguntó si iba a hacérselo encima.

Cloncurry pasó la página y continuó leyendo:

– «Todos los relatos del águila de sangre difieren en los detalles, pero sus elementos esenciales siguen siendo los mismos. Primero se le abría la espalda a la víctima hasta llegar a la columna vertebral. A veces, se le desollaba la piel previamente. Después, se rompían las costillas expuestas al aire, puede que con un martillo o un mazo; o quizá se cortaban. Luego se abrían las destrozadas costillas como si se tratara de un pollo listo parn ser asado, dejando ver los grises pulmones por debajo. La víctima permanece completamente consciente y se le arrancan de la cavidad torácica los pulmones aún en movimiento dejándolos encima de los hombros, de forma que la víctima parece un águila con las alas extendidas. A veces, se le espolvorea sal sobre las enormes heridas. La muerte debía llegar antes o después, quizá por asfixia o por pérdida de sangre; o por un simple ataque al corazón a causa del verdadero terror provocado por la crueldad del acto. El poeta irlandés Seamus Heaney cita el águila de sangre en su poema Dublín vikingo: "Con el aplomo del carnicero desparraman tus pulmones y te ponían calientes alas en los hombros"».

Cloncurry cerró el libro de golpe y lo dejó sobre la mesa del comedor. De Savary temblaba de miedo. El joven le dedicó una amplia sonrisa.

– «La muerte llega más pronto que tarde». ¿Vemos si es cierto eso, profesor De Savary?

El profesor cerró los ojos. Pudo oír a los hombres detrás de él. Los intestinos se le habían vaciado; se lo había hecho encima por el terror. Un fuerte olor fecal llegó a sus narices. Hubo algunos murmullos detrás de él. De Savary sintió el primer dolor atroz, cuando le clavaron el cuchillo en la espalda y fueron cortando hacia abajo. La conmoción casi le hizo vomitar. Se removió a un lado y a otro en la silla. Uno de los hombres se reía por detrás de él.

– Voy a cortarle las costillas con unos humildes alicates. Me temo que no tenemos ningún mazo… -dijo Jamie Cloncurry.

Otra carcajada. De Savary escuchó el ruido de algo rompiéndose y sintió un enorme dolor cerca del corazón, como si le hubieran disparado; se dio cuenta de que le estaban cortando las costillas una a una. Notó cómo se doblaban y luego se rompían. Clac. Como si quebraran algo muy tenso. Oyó otra fractura; y luego otra. Vomitó entre la mordaza. Esperaba ahogarse con su propio vómito y morir muy rápido.

Pero aún no estaba muerto. Lo cierto es que podía sentir las manos de Cloncurry hurgándole en la cavidad torácica. Tuvo la sensación surrealista de que alguien le tiraba de los pulmones y luego el agonizante éxtasis del dolor cuando fueron sacados al aire. Tenía sus propios pulmones apoyados sobre los hombros, grasientos y calientes. Sus propios pulmones… Un extraño olor invadió el aire. Una mezcla a pescado y a metal: el olor de sus propios pulmones. De Savary casi se desmayó.

Pero no. Aquellos sanguinarios habían hecho bien su trabajo: mantenerlo vivo y consciente para que sufriera.

El profesor vio por un espejo cómo la niña y Christine eran sacadas a empujones de la habitación. Se las llevaban. La banda estaba recogiendo sus cosas. Iban a dejar a De Savary allí, para que muriera solo. Con las costillas rotas y abiertas, con sus pulmones cubriéndole los hombros.

La puerta se cerró con un golpe. Se habían ido.

Atado a la silla, De Savary calmó sus gritos de dolor y la angustia de la frustración. Iba a decirle algo a Christine, pero no tuvo tiempo. Y ahora estaba muriéndose. Nadie podía salvarle.

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