De Savary se mostró encantado de hablar de ello. Pero también estaba igual de encantado simplemente de volver a ver a Christine. Había sido una de sus alumnas más brillantes, su favorita, y parecía que estaba haciendo un buen trabajo en Gobekli Tepe. Un trabajo estupendo pero bastante espeluznante, a juzgar por los detalles emocionantes del artículo de The Times.
Dedicó diez minutos escasos a limpiar los restos del desayuno. Después le envió un mensaje a su novio: «¿Es completamente imposible cortar pan sin destrozar la cocina? Besos, Hugo».
Mientras vaciaba los restos del café por el fregadero, recibió un mensaje de respuesta: «No me bombardees, ¿ok? Tengo exámenes finales. Besos».
De Savary se rió a carcajadas. Se preguntó si se estaba enamorando de Andrew Halloran. Sabía que sería estúpido hacerlo. El chico sólo tenía veintiún años. De Savary cuarenta y cinco. Pero Andrew era muy guapo, de una forma seductoramente despreocupada. Cada mañana, simplemente se ponía cualquier prenda y parecía perfecto. Sobre todo, cuando se dejaba barba de tres días para compensar sus profundos ojos azules. Y a De Savary le gustaba el hecho de que Andrew estuviera viéndose con otros hombres también. Un poco de mostaza en el sándwich le venía bien. El dulce tormento de los celos. Recogió sus papeles y libros y salió al jardín. Era un hermoso día. Tanto que casi podría distraer su antención: el canto de los pájaros era muy dulce. El aroma de las flores de finales de mayo era demasiado embriagador. De Savary pudo oír a niños riéndose en un jardín de la campiña de Cambridgeshire, aunque su casa estaba muy aislada.
Trató de concentrarse en su trabajo. Estaba examinando un artículo largo y bastante sesudo del suplemento literario de The Times sobre la violencia como parte integrante de la cultura inglesa. Pero cuando se sentó bajo el sol de la mañana su mente volvió a divagar sobre los asuntos que últimamente habían dominado sus pensamientos. La banda que estaba cometiendo asesinatos por toda Inglaterra. Y sus conexiones con la curiosa historia procedente de Turquía.
De Savary recogió del césped el teléfono móvil calentado por el sol y pensó en llamar al inspector Forrester para ver si la policía estaba teniendo suerte en las cuevas de West Wycombe. Pero se lo pensó mejor y volvió a dejar el teléfono en el suelo. Confiaba en que la banda iría a las cuevas en algún momento. Si buscaban el Libro Negro con tanto frenesí, las cuevas del Fuego del Infierno eran uno de los lugares obligados en donde mirar. Que la trampa preparada por la policía funcionara era otro asunto. Suponía un riesgo. Pero los riesgos a veces merecían la pena.
Notó que el calor del sol se hacía más intenso. Dejó caer sus papeles sobre la hierba, se reclinó sobre su hamaca y cerró los ojos. Los niños seguían riéndose en algún lugar de la campiña. Pensó en los yazidis. Estaba claro que el periodista, Rob Luttrell, había descubierto algo. El Libro Negro de los yazidis debió revelar en el pasado cierta información importante sobre aquel extraordinario templo, Gobekli Tepe, que parecía ocupar una posición tan primordial para su fe y sus antepasados. Le recorrió un pequeño escalofrío de inquietud cuando pensó en el artículo de The Times. Seguro que la banda lo había visto y lo habría estudiado a fondo. No eran tontos. El artículo dejaba claro que Rob Luttrell había obtenido información esencial sobre el Libro Negro. Y también mencionaba el nombre de Christine. La banda podría, por tanto, buscar a la pareja más adelante. Se recordó que tenía que advertir a Christine cuando viniera de que posiblemente estuviera en peligro. Los dos, Rob y Christine, debían tener cuidado hasta que la banda fuera arrestada.
Se incorporó en su hamaca y recogió las fotocopias de la tesis: «Miedo a la muchedumbre: disturbios y alboroto en el Londres de la Regencia». Los pájaros gorjeaban en el manzano que había detrás de él. Leyó y tomó notas; después leyó un poco más e hizo más anotaciones.
Tres horas después había terminado. Se puso unos zapatos, montó en su pequeño deportivo e hizo derrapar las ruedas de camino a Grantchester. Fue a la librería y rebuscó entre los estantes durante una apacible hora; después, se acercó a la tienda de informática y compró cartuchos de tinta para la impresora. Luego recordó que Christine iba a visitarlo, así que hizo una parada en el supermercado para comprar limonada fresca y tres canastillas de fresas. Podrían sentarse en el jardín y comerse las fresas al sol.
En el camino de vuelta a su casa de campo, tarareó una melodía. El concierto para dos violines de Bach. Era una pieza musical hermosa. Decidió bajarse de internet una nueva versión cuando tuviera tiempo.
Durante una hora estuvo haciendo búsquedas en Google en su estudio; después sonó la aldaba de la puerta y allí estaba Christine. Sonriendo y luciendo bronceado, con una niña rubia y angelical en brazos. De Savary sonrió encantado. Siempre había pensado que, de no haber sido homosexual, Christine sería el tipo de chica del que podría haberse enamorado: etérea y sexy, pero también recatada y algo inocente. Y por supuesto, de un extremado talento e inteligencia. Y aquel bronceado le sentaba bien. Igual que a la pequeña que estaba a su lado.
Christine puso una mano sobre el hombro de la niña.
– Ésta es Lizzie, la hija de Robert. Su madre está en Londres en un curso… y yo soy su madre adoptiva por un día.
La niña hizo una especie de dulce reverencia como si estuviera delante de la reina, y luego se rió y estrechó con solemnidad la mano de De Savary.
Mientras Christine le seguía de camino al jardín ya le fue hablando de cotilleos, historias y teorías: era cómo si volvieran a estar en las clases del King's. Riendo y hablando apasionadamente sobre arqueología y amor, sobre Sutton Hoo y James Joyce, sobre el príncipe de Palenque y el significado de la palabra sexo.
En el jardín, De Savary le sirvió la limonada y le ofreció las fresas. Christine le describió animadamente a Rob. De Savary pudo ver el amor en sus ojos. Hablaron de él durante un rato y Lizzie dijo que estaba deseando ver a su «papi» porque le iba a traer un león. Y una llama. Después preguntó si podía jugar en el ordenador y De Savary aceptó con alegría, siempre que se quedara donde pudieran verla. La pequeña entró en la casa y se sentó junto a las ventanas, distraída con su juego de ordenador.
El profesor estaba encantado de que él y Christine pudieran charlar ahora con más libertad. Porque quería hablarle de algo más.
– Y bien, Christine -dijo-, háblame de Gobekli. Suena incro yable.
Durante la siguiente hora Christine le resumió lo más importante de la historia. Cuando terminó, el sol estaba rozando las copas de los árboles de los prados. El profesor sacudió la cabeza. Hablaron sobre el extraño enterramiento del lugar. Pasaron al Club del Fuego del Infierno y al Libro Negro, conversando como solían hacer; dos mentes ocupadas y vivaces con intereses culturales similares: literatura, historia, arqueología, pintura… De Savary disfrutaba mucho de la conversación. Christine le contó en un aparte que estaba tratando de inculcarle a Rob los sobrecogedores placeres de James Joyce, el gran escritor modernista irlandés, y los ojos de su antiguo profesor brillaron. Esto le llevó a una de sus últimas teorías. Decidió contársela.
– ¿Sabes una cosa, Christine? El otro día estuve echando un vistazo a James Joyce de nuevo y hubo algo que me sorprendió…
– ¿El qué?
– Hay un pasaje en Retrato del artista adolescente. Simplemente me pregunté si…
– ¿Qué?
– ¿Cómo?
– ¿Qué ha sido eso?
Entonces lo oyó. Un fuerte golpe detrás de ellos. Venía de la casa. Un fuerte golpe extraño y siniestro.
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