Entonces se fijó en algo. Había un bolígrafo sobre la mesa, muy cerca, junto a su libro sobre los vikingos. La mordaza se había aflojado por el esfuerzo y los ácidos de su vómito, volviéndose blanda y menos apretada en su boca. Podía empujarla hacia abajo y coger el bolígrafo con sus dientes para tratar de escribir alguna cosa; hacer que sus últimos momentos sirvieran para algo.
Las lágrimas de dolor le empañaron los ojos mientras se estiraba y forcejeaba; el título de su libro le devolvía la mirada.
La ira de los hombres del norte, de Hugo De Savary.
Rob estaba sentado en el despacho del inspector Forrester en Scot land Yard. Por la ventana abierta entraba una brisa fresca. Era un día demasiado frío, húmedo y nublado para esa época del año. Rob pensó en su hija y contuvo su rabia y desesperación.
Pero la rabia y la desesperación eran demasiado fuertes. Sintió como si estuviera hundido hasta la cintura en mitad de un veloz río desbordado: en cualquier momento lo perdería, perdería su asidero y se dejaría arrastrar por las emociones. Como las personas que quedaron atrapadas en medio del tsunami asiático. Rob tenía que concentrarse para mantenerse erguido.
Les había contado a los agentes de la policía todo lo que sabía sobre los yazidis y el Libro Negro. El ayudante de Forrester, Boijer, había tomado notas mientras aquél miraba a Rob con seriedad. Cuando Rob terminó, el superior suspiró e hizo girar su sillón.
– Pues está bastante claro cómo y cuándo las secuestraron.
Boijer asintió.
– ¿Sí? -respondió Rob sin esperanza.
Rob tenía noticia del secuestro de su hija desde hacía pocas horas, cuando había aterrizado en Heathrow procedente de Estambul. Había ido directamente a casa de su ex mujer y después a reunirse con los policías. Así que, no había tenido tiempo de imaginar cómo había ocurrido.
– Obviamente, Cloncurry leyó su artículo en The Times hace unos días -dijo el policía.
– Ya imagino… -Las palabras parecían mordaces y carentes de sentido en boca de Rob. Todo le parecía mordaz y sin sentido. Recordó algo que Christine le había dicho, el nombre asirio para designar al infierno: el Desierto de la Angustia.
Ahí estaba él. En el Desierto de la Angustia.
El policía seguía hablando.
– Está claro que creen que usted, señor Luttrell, sabe algo del Libro Negro. Por tanto, deben haber rastreado su nombre. Lo habrán buscado en Google. Y habrán sabido la dirección de su ex mujer. Era su antigua casa, ¿no? En la que usted estaba censado.
– Sí. Nunca la cambié.
– Pues así fue. Lo tuvieron fácil. Deben haber estado vigilando esa casa durante unos cuantos días. Esperando y vigilando.
– Y apareció Christine… -murmuró Rob.
– Ella les facilitó las cosas -intervino Boijer-. Las tres salieron para Cambridge seguidas por la banda. No hay duda. Y su novia se llevó a su hija a una casa remota a pasar la tarde. El peor lugar posible.
– Puede que ya supieran quién era De Savary -añadió Forrester-. Se trataba de un escritor famoso, con libros sobre sacrificios y el Club del Fuego del Infierno escritos por él. Seguramente Cloncurry los ha leído. O lo ha visto por televisión.
– Entonces… -Rob seguía tambaleándose en el río desbordado. Se esforzó por mantener la mente centrada-. Entonces esperaron fuera de la casa. Sabían que podían atrapar a Christine y a mi hija inmediatamente.
– Sí -respondió Boijer-. Suponemos que esperarían durante varias horas. Y después entraron corriendo en la casa.
El periodista miró enfurecido a Forrester.
– Va a morir, ¿verdad? Mi hija. ¿No? Han matado a todos los demás.
Forrester se estremeció. Y negó con la cabeza.
– No… En absoluto. No tenemos conocimiento de nada de eso…
– ¡Venga ya!
– Por favor.
– ¡No! -Rob casi estaba gritando. Se puso de pie y miró al policía-. ¿Cómo puede decir eso? «¿No tenemos conocimiento de nada de esa mierda?». No saben cómo es, detective. No saben cómo coño es. Mi hija ha sido secuestrada por unos jodidos asesinos. Voy a perder a mi única hija.
Boijer se acercó a Rob.
– Tranquilo. Siéntese. Tranquilo.
Rob respiró hondo y exhaló, pausadamente y despacio. Sabía que estaba montando un escándalo, pero no le importaba. Tenía que descargar sus emociones. No podía reprimirlas. Durante unos momentos, Rob se limitó a quedarse allí de pie, con los ojos inundados de rabia. Finalmente, se volvió a sentar.
El inspector Forrester continuó hablando con mucha calma.
– Sé que es muy difícil que usted se dé cuenta de esto ahora, pero lo cierto es que la banda, por lo que sabemos, no le hizo daño a su hija Lizzie ni a Christine Meyer.
Rob asintió apesadumbrado y no dijo nada. No se fiaba de lo que él mismo pudiera decir.
El policía insistió en su teoría.
– No hemos encontrado sangre, aparte de la de De Savary, en la escena del crimen. Como usted dice, el resto de las ocasiones en las que la banda ha actuado, no ha mostrado escrúpulos para asesinar. Pero esta vez no es así. Han secuestrado. ¿Por qué? Porque quieren llegar a usted.
Las aguas que se arremolinaban alrededor de Rob parecieron debilitarse. Miró a Forrester con atención e incluso con esperanza. Había una cierta lógica en lo que decía, cierta lucidez. Rob quería creerle. Realmente deseaba confiar en ese hombre.
– ¿Daba usted una dirección de correo electrónico al final de su artículo? -le preguntó Forrester.
– Sí -contestó Rob-. Es una práctica habitual. Una dirección de correo de The Times.
Boijer tomaba notas en su cuaderno. Forrester terminó.
– Estoy seguro de que Jamie Cloncurry se pondrá en contacto con usted. Muy pronto. Quiere el Libro Negro. Con desesperación.
– ¿Y si lo hace? ¿Qué coño hago entonces?
– Me llama inmediatamente. Aquí tiene mi móvil. -Le dio una tarjeta-. Tenemos que darle falsas esperanzas. Convenza a la banda de que usted tiene el libro. Los objetos de los yazidis.
Rob estaba confuso.
– ¿Aunque no tenga nada?
– Ellos no lo saben. Si les dejamos claro que usted tiene lo que ellos desean, ganaremos tiempo. Un tiempo precioso para que podamos atrapar a Cloncurry.
Rob miró por encima del hombro de Forrester hacia la pared de cristal que había detrás. Pensó en los cientos de policías que estaban trabajando ahora en aquel edificio. Docenas de ellos en este caso. ¿Seguro que podrían encontrar a una banda de asesinos? El rastro de sangre y crueldad estaba ahora en todos aquellos papeles. Rob quería salir de esa oficina y gritarles a todos: «¡Atrápenlos! Cumplan con su deber. ¡Atrapen a esa jodida gente! ¿Tan difícil es?».
– ¿Dónde cree que están? -dijo en lugar de ello.
– Tenemos unas cuantas pistas -respondió Boijer-. El italiano, Luca Marsinelli, tiene licencia de piloto. Puede que estén utilizando aviones para entrar y salir del país, aviones privados.
– Pero si no son más que unos crios…
El inspector hizo un gesto de negación con la cabeza.
– No son unos simples crios. En todo caso, no unos crios normales. Éstos son niños ricos. Marsinelli es huérfano, pero heredó una fortuna procedente de negocios textiles en Milán. Es inmensamente rico. Otro miembro de la banda, según creemos, es el hijo del director de unos fondos de inversión de Connecticut. Estos chicos tienen fondos fiduciarios, fortunas privadas y cuentas en el banco de Jersey. Pueden comprarse un coche nuevo simplemente haciendo así. -Chasqueó los dedos-. Hay muchos aeródromos privados en East Anglia, antiguas pistas de aterrizaje americanas de la guerra. Puede que se llevaran a su hija fuera del país; creemos que Italia es el lugar más obvio, dadas las conexiones de Marsinelli. Tiene una propiedad cerca de los lagos italianos. Después está la familia de Cloncurry, en Picardía. También están siendo vigilados. La policía francesa y la italiana están al corriente de todo esto.
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