John Connolly - Perfil asesino

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El hallazgo fortuito de una fosa común, a orillas de un lago en el norte de Maine, pone al descubierto un espeluznante asesinato en masa cometido hace más de treinta años. Todos los miembros de una comunidad religiosa, los Baptistas de Aroostook, desaparecieron sin dejar rastro en 1964, y, ahora que sus cadáveres han vuelto al presente como una muda acusación, alguien parece muy interesado en que el misterio quede sin resolver. Pero el pasado regresa con inusitada brutalidad. La primera víctima es Grace Peltier, una estudiante que, al investigar sobre el fanatismo religioso en el estado de Maine, ha ahondado en la vida y el enigmático final de la comunidad de Aroostook. En apariencia, Grace se ha suicidado, pero hay indicios de asesinato más que suficientes para que la familia solicite la intervención del detective Charlie Parker, «Bird», el protagonista de las anteriores entregas de John Connolly.

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Rachel era una entusiasta seguidora del Ballet de Boston y se proponía convertirme a esa clase de placeres. En cierto modo empezaba a conseguirlo, aunque con ello había provocado las ofensivas especulaciones de Ángel sobre mi sexualidad.

– Está bien, pero me debes un par de partidos de los Pirates cuando empiece la temporada de hockey.

– Hecho. Llámame para ponerme al corriente de sus planes. Puedo reservar una mesa para cenar y reunirme con vosotros tres después de la asamblea. Y miraré lo de esas entradas. ¿Algo más?

– ¿Qué tal una buena sesión de sexo desenfrenado y ruidoso?

– Se quejarán las vecinas.

– ¿Son guapas?

– Mucho.

– Bueno, si tienen envidia, veré qué puedo hacer por ellas.

– ¿Por qué no ves qué puedes hacer por mí primero?

– De acuerdo, pero cuando te agote, quizá tenga que ir en busca de placer a otra parte.

Aunque no podría asegurarlo, me pareció advertir un tono claramente burlón en su risa antes de colgar.

Cuando volví a casa, llamé al Upper West Side de Manhattan desde el teléfono fijo. A Ángel y a Louis no les gustaba recibir llamadas desde un móvil, porque -como el desdichado Hoyt estaba a punto de averiguar en carne propia- las conversaciones por móvil podían ser escuchadas o localizadas, y Ángel y Louis eran la clase de individuos que a veces se dedicaban a asuntos delicados que tal vez la policía no vería con buenos ojos. Ángel era un ladrón de casas, y muy bueno, aunque, en la actualidad, oficialmente «descansaba» gracias a las rentas conjuntas que él y Louis obtenían. La presente situación profesional de Louis era más turbia: mataba a personas por dinero, o eso hacía antes. Ahora mataba a personas a veces, pero no le preocupaba tanto el dinero como el imperativo moral que exigía esas muertes. A manos de Louis morían malas personas, y acaso el mundo estuviera mejor sin ellas. Conceptos como moralidad y justicia adquirían un sentido un tanto complicado por lo que a Louis se refería.

El teléfono sonó tres veces y a continuación una voz con todo el encanto de una serpiente silbándole a una mangosta dijo:

– ¿Qué?

La voz sonaba también un tanto entrecortada.

– Soy yo. Veo que aún no has llegado al capítulo sobre la buena educación al teléfono de aquel libro de la Señorita Modales que te regalé.

– Tiré esa mierda a la basura -contestó Ángel-. Seguramente aún intenta venderlo en Broadway algún muerto de hambre.

– Te noto la respiración entrecortada. ¿Es acaso de mi incumbencia saber qué he interrumpido?

– El ascensor está averiado. He oído el teléfono desde la escalera. He ido a un recital de órgano.

– ¿Y tú qué hacías? ¿Pasar la gorra?

– Muy gracioso.

Dudé que lo pensase de verdad. Obviamente, Louis seguía empeñado en el vano intento de ampliar los horizontes culturales de Ángel. Uno tenía que admirar su perseverancia y su optimismo.

– ¿Qué te ha parecido?

– Ha sido como pasar dos horas atrapado con el fantasma de la ópera. Me duele la cabeza.

– ¿Tienes previsto un viaje a Boston?

– Louis sí. En su opinión, es una ciudad con clase. A mí me gusta más el orden de Nueva York. Boston es como Manhattan por debajo de la calle Catorce, ya me entiendes, con todas esas callejuelas que se cruzan entre sí. Es como la Twilight Zone del Village. Ni siquiera me gustaba ir de visita cuando tú vivías allí.

– ¿Has acabado? -le interrumpí.

– En fin, supongo que ahora sí, impaciente del carajo.

– Voy a bajar este fin de semana, y quizá quede a cenar con Rachel el viernes. ¿Quieres venir?

– No cuelgues.

Oí una conversación en susurros y finalmente una grave voz masculina preguntó al otro lado de la línea:

– ¿Estás haciéndole proposiciones a mi chico?

– Dios me libre -contesté-. En mis relaciones me gusta ser el guapo, pero en este caso sería pasarse de la raya.

– Nos alojaremos en el Copley Plaza. Llámanos cuando tengáis mesa reservada.

– Cómo no, jefe. ¿Alguna cosa más?

– Ya te lo haremos saber -dijo, y se cortó la comunicación.

Era una verdadera lástima que se hubiesen deshecho del libro de la Señorita Modales.

Los extractos de las tarjetas de crédito de Grace Peltier no revelaban nada fuera de lo corriente; el registro telefónico, en cambio, incluía llamadas al motel de los padres de Marcy Becker, a un número particular de Boston que ahora estaba dado de baja pero había sido, supuse, de Ali Wynn, y varias llamadas a las oficinas de la Hermandad en Waterville. A media tarde telefoneé a ese mismo número de la Hermandad y un mensaje grabado me pidió que eligiese «uno» si quería hacer un donativo, «dos» si quería escuchar la oración grabada del día, o «tres» para hablar con una operadora. Pulsé «tres», y cuando me atendió la operadora, le di mi nombre y le pedí que me pusiera con el despacho de Carter Paragon. La operadora contestó que me pasaba con la ayudante de Paragon, la señorita Torrance. Tras un silencio, oí otra voz femenina.

– ¿En qué puedo ayudarle? -dijo con el tono que cierta clase

de secretarias reserva para aquellos a quienes no tienen la menor intención de ayudar.

– Desearía hablar con el señor Paragon, por favor. Me llamo Charlie Parker. Soy investigador privado.

– ¿De algo en concreto, señor Parker?

– De una mujer llamada Grace Peltier. Creo que el señor Paragon le concedió una entrevista hace dos semanas.

– Lo siento pero ese nombre no me suena de nada. Esa entrevista no se celebró. -Si las arañas se disculpasen antes de devorar a las moscas, conseguirían aparentar mayor sinceridad que aquella mujer.

– ¿Le importaría comprobarlo?

– Como le he dicho, señor Parker, esa entrevista no se celebró.

– No, me ha dicho que el nombre no le sonaba y luego me ha dicho que esa entrevista no se celebró. Si no reconoce el nombre, ¿cómo recuerda si la entrevista se celebró o no?

Se produjo un silencio al otro lado de la línea, y me dio la impresión de que el auricular empezaba a enfriarse perceptiblemente en mi mano. Al cabo de un rato, la señorita Torrance volvió a hablar.

– Veo en la agenda del señor Paragon que había concertada una entrevista con una tal Grace Peltier, pero no vino.

– ¿La canceló ella?

– No, sencillamente no se presentó.

– ¿Puedo hablar con el señor Paragon, señorita Torrance?

– No, señor Parker, no es posible.

– ¿Puedo pedir hora para hablar con el señor Paragon?

– Lo siento. El señor Paragon es un hombre muy ocupado, pero le diré que ha llamado.

Colgó antes de que le diese mi número de teléfono, así que supuse que no tendría noticias de Carter Paragon en un futuro cercano, o ni siquiera en un futuro lejano. Al parecer me vería obligado a hacer una visita a la Hermandad, aunque, a juzgar por el tono de la señorita Torrance, mi presencia allí sería casi tan bien acogida como un burdel en Disneylandia.

Desde la lectura del informe policial me asaltaba una duda sobre el contenido del coche, de modo que alcancé el teléfono y llamé a Curtis Peltier.

– Señor Peltier, ¿recuerda si Marcy Becker o Ali Wynn fumaban? -pregunté.

Guardó silencio antes de contestar.

– Pues creo que las dos, ahora que lo dice, pero hay otra cosa que debe saber. La tesis de Grace no era de carácter general; le interesaba un grupo religioso en concreto. Los Baptistas de Aroostook, se llamaban. ¿Ha oído hablar de ellos?

– Creo que no.

– La comunidad desapareció en 1964. Mucha gente dio por supuesto que habían desistido y se habían marchado a otra parte, a algún lugar más cálido y hospitalario.

– Disculpe, señor Peltier, pero no entiendo qué quiere decir.

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