John Connolly - Perfil asesino

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El hallazgo fortuito de una fosa común, a orillas de un lago en el norte de Maine, pone al descubierto un espeluznante asesinato en masa cometido hace más de treinta años. Todos los miembros de una comunidad religiosa, los Baptistas de Aroostook, desaparecieron sin dejar rastro en 1964, y, ahora que sus cadáveres han vuelto al presente como una muda acusación, alguien parece muy interesado en que el misterio quede sin resolver. Pero el pasado regresa con inusitada brutalidad. La primera víctima es Grace Peltier, una estudiante que, al investigar sobre el fanatismo religioso en el estado de Maine, ha ahondado en la vida y el enigmático final de la comunidad de Aroostook. En apariencia, Grace se ha suicidado, pero hay indicios de asesinato más que suficientes para que la familia solicite la intervención del detective Charlie Parker, «Bird», el protagonista de las anteriores entregas de John Connolly.

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Un segundo cheque por valor de diez mil dólares había llegado a casa la noche anterior, pero yo, pese a lo que le había prometido a Mercier, continuaba intranquilo. Compadecía a Curtis Peltier, lo compadecía sinceramente, pero dudaba que fuese capaz de darle lo que él quería; quería recuperar a su hija, tal como había sido, y conservarla a su lado para siempre. El recuerdo que guardaba de ella había quedado empañado por la clase de muerte que había sufrido, y quería limpiar esa mancha.

Pensé también en la mujer de Exchange Street.

¿Quién se pone un vestido de verano cuando hace frío? La respuesta acudió a mi mente y la aparté como algo indeseado.

¿Quién se pone un vestido de verano cuando hace frío?

Alguien que no siente frío.

Alguien que no puede sentir frío.

Apuré el café y, sentado a mi escritorio, intenté ponerme al día con el papeleo atrasado, pero Curtis Peltier y su hija me venían una y otra vez al pensamiento, junto con el niño pequeño y la mujer rubia. A la postre, todo se reducía a colocar las pesas en una balanza: a un lado, mi propio malestar; al otro, el dolor de Curtis Peltier.

Alcancé las llaves del coche y fui a Portland.

Peltier vivía en una casa de piedra rojiza en Danforth Street, cerca de la hermosa Mansión Victoria, de estilo italiano, de la que era una réplica en miniatura. Supuse que la compró en su época de bonanza, y probablemente era lo único que le quedaba. Esa zona de Portland, que abarcaba las calles Danforth, Pine, Congress y Spring, era donde se afincaban los ciudadanos prósperos en el siglo XIX. Era lógico, imaginé, que Peltier se sintiese atraído por el barrio cuando se enriqueció.

Desde fuera, la casa ofrecía una apariencia imponente, pero los jardines estaban descuidados y en los marcos de puertas y ventanas la pintura se veía desconchada. Yo nunca llegué a entrar en la casa con Grace. Según tenía entendido, la relación con su padre empezó a tambalearse en la adolescencia y ella mantenía su vida familiar lejos de todos los demás aspectos de su existencia. Su padre la adoraba, pero ella se mostraba remisa a corresponderle, como si su afecto la agobiase. Grace había sido siempre una persona de una voluntad férrea, dotada de una determinación y una fortaleza interior que a veces la llevaban a comportamientos dolorosos para quienes tenía alrededor, aun cuando no fuese su intención herirlos. En el momento en que decidió excluir a su padre de su vida, él no tuvo más remedio que apartarse. Más tarde supe por amigos comunes que Grace había vencido gradualmente su resentimiento y que la relación entre ambos se había estrechado en los años previos a su muerte, pero los motivos del anterior distanciamiento seguían sin estar claros.

Llamé al timbre y oí cómo resonaba dentro de la enorme casa. Una silueta se dibujó detrás del cristal esmerilado y un anciano abrió la puerta, tenía los hombros demasiado estrechos para la amplia camisa roja y se sujetaba el pantalón de color tostado con unos tirantes negros justo por encima de la cadera, muy por debajo de la cintura, lo que le daba aspecto de payaso pequeño y triste.

– ¿Señor Peltier? -pregunté.

Movió la cabeza en un gesto de asentimiento a modo de respuesta. Me identifiqué enseñándole la licencia.

– Me llamo Charlie Parker. Jack Mercier me ha dicho que posiblemente esperaba usted mi visita.

El rostro de Curtis Peltier se iluminó un poco. Mientras se atusaba el cabello y se arreglaba el cuello de la camisa se apartó para dejarme entrar. La casa olía a humedad. Una fina capa de polvo cubría parte de los muebles del vestíbulo y el comedor, situados a la izquierda. El mobiliario parecía de buena calidad pero nada del otro mundo, como si las mejores piezas ya se hubiesen vendido y la única función de las que quedaban fuese llenar lo que, de lo contrario, sería un espacio vacío. Lo seguí hasta la cocina, pequeña y clara, con revistas atrasadas esparcidas por las sillas, tres paisajes a la acuarela en las paredes y una cafetera que impregnaba el aire con aroma a vainilla. El paisaje de los cuadros me resultaba vagamente familiar; parecían vistas de la misma zona, pintadas desde tres ángulos distintos en apagados tonos marrones y rojos. Árboles desnudos convergían por encima de una extensión de agua oscura y, a lo lejos, unas colinas se difuminaban bajo un cielo encapotado. En el ángulo de cada pintura se leían las iniciales GP. No sabía que Grace pintase.

Unos cuantos libros de bolsillo amarilleaban en el alféizar de la ventana y había un sillón junto a una chimenea abierta de hierro fundido, repleta de leños y papel para que no se viese vacía cuando no se usaba. El anciano llenó dos tazas de café y sacó un plato de galletas de un armario. A continuación, en un gesto de disculpa, apartó las manos de los costados y sonrió.

– Tendrá que perdonarme, señor Parker -dijo, y se señaló la camisa, el pantalón descolorido y los pies, calzados con sandalias y calcetines-. No esperaba visita tan temprano.

– No se preocupe -contesté-. A mí, el técnico de la televisión por cable me sorprendió un día mientras intentaba matar una cucaracha y no llevaba puestas más que las zapatillas.

Sonrió agradecido y se sentó.

– ¿Le ha hablado Jack Mercier de mi hija? -preguntó sin andarse por las ramas.

Le estaba mirando a la cara cuando pronunció el nombre de Mercier y advertí una oscilación, como el parpadeo de la llama de una vela expuesta súbitamente a una corriente de aire.

Asentí.

– Lo siento.

– No se suicidó, señor Parker. Me da igual lo que digan los demás. Pasó conmigo el fin de semana anterior a su muerte y nunca la había visto tan contenta. No se drogaba. No fumaba. Por Dios, ni siquiera bebía, o al menos nada más fuerte que una cerveza sin alcohol. -Tomó un sorbo de café mientras se frotaba el dedo índice de la mano izquierda con el pulgar en un movimiento rítmico y constante. Tenía un callo blanco en la piel a causa del continuo roce.

Saqué el bolígrafo y el cuaderno y escribí mientras Peltier hablaba. La madre de Grace había muerto cuando ella tenía trece años. Tras una serie de empleos sin porvenir, Grace volvió a la universidad y desde hacía un tiempo preparaba la tesis doctoral, que analizaba la historia de ciertos movimientos religiosos en el estado. Recientemente había vuelto a vivir con su padre y viajaba a Boston para visitar la biblioteca cuando era necesario.

– ¿Sabe con quién estuvo hablando? -pregunté.

– Siempre llevaba sus notas encima, así que no sabría decirle -respondió Peltier-. Sin embargo, me consta que tenía una entrevista en Waterville un día o dos antes de… -Su voz se apagó.

– ¿Con quién? -insté con delicadeza.

– Carter Paragon -contestó-. Ese individuo que está al frente de la Hermandad.

La Hermandad era un montaje de orientación marcadamente popular que presentaba programas de medianoche en la televisión por cable y pagaba a ancianas por meter en sobres panfletos religiosos a cinco centavos el sobre. En su reclamo publicitario, Paragon sostenía que era capaz de curar dolencias leves con sólo pedir a los espectadores que tocasen la pantalla del televisor con las manos, o al menos con una mano, ya que la otra la tendrían ocupada llamando al número gratuito de la Hermandad a fin de donar la voluntad para mayor gloria de Dios. Lo único que Carter Paragon había curado alguna vez era el exceso de saldo en una cuenta bancaria.

Como cabía prever, Carter Paragon no era su nombre verdadero. En realidad se llamaba Chester Quincy Deedes: ése era el nombre que constaba en su partida de nacimiento y en sus antecedentes penales, antecedentes que incluían, básicamente, uso fraudulento de tarjetas de crédito, estafas a compañías aseguradoras, participación indirecta en un timo a pensionistas y un par de detenciones por conducir bajo los efectos del alcohol. Cuando algún periodista hostil sacaba a relucir el tema, el rebautizado Carter Paragon admitía que había pecado, que ni siquiera había buscado a Dios, pero que Dios, a pesar de eso, lo había encontrado a él. Aun así, para empezar, no quedaba del todo claro por qué había ido Dios en busca de Chester Deedes, a menos que Chester hubiese conseguido robarle la cartera a Dios.

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