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John Connolly: Perfil asesino

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John Connolly Perfil asesino

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El hallazgo fortuito de una fosa común, a orillas de un lago en el norte de Maine, pone al descubierto un espeluznante asesinato en masa cometido hace más de treinta años. Todos los miembros de una comunidad religiosa, los Baptistas de Aroostook, desaparecieron sin dejar rastro en 1964, y, ahora que sus cadáveres han vuelto al presente como una muda acusación, alguien parece muy interesado en que el misterio quede sin resolver. Pero el pasado regresa con inusitada brutalidad. La primera víctima es Grace Peltier, una estudiante que, al investigar sobre el fanatismo religioso en el estado de Maine, ha ahondado en la vida y el enigmático final de la comunidad de Aroostook. En apariencia, Grace se ha suicidado, pero hay indicios de asesinato más que suficientes para que la familia solicite la intervención del detective Charlie Parker, «Bird», el protagonista de las anteriores entregas de John Connolly.

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John Connolly Perfil asesino Charlie Bird Parker 3 Para mi madre - фото 1

John Connolly

Perfil asesino

Charlie « Bird » Parker, 3

Para mi madre

Primera parte Y trabajoso es el paso de los vivos pero los muertos a su - фото 2

Primera parte

Y trabajoso es el paso

de los vivos; pero los muertos,

a su regreso, danzan con pies ligeros…

Edward Thomas, «Caminos»

Prólogo

Este mundo es una colmena. Esconde un corazón hueco.

La verdad de la naturaleza, escribió el filósofo Demócrito, reside en minas y cavernas profundas. La estabilidad de aquello que vemos y sentimos bajo nuestros pies es una ilusión, porque las apariencias engañan. Bajo la superficie hay grietas, fisuras y bolsas de aire fétido y malsano; estalagmitas y estalactitas y oscuros ríos ignotos de cauce descendente. Es un lugar de cuevas y cascadas donde el agua resbala por las piedras, un laberinto de tumores cristalinos y columnas heladas donde la historia deviene primero futuro y después presente.

Porque, en medio de la oscuridad total, el tiempo carece de significado.

El ahora forma una capa imperfecta sobre el pasado; no se asienta bien en todos sus puntos. Las cosas caen y mueren, y su descomposición crea nuevas capas, aumenta el grosor de la corteza y añade otra fina membrana que cubre lo que subyace, nuevos mundos que descansan sobre los restos de mundos anteriores. Día a día, año a año, siglo a siglo, se agregan capas y se multiplican las imperfecciones. El pasado nunca muere realmente. Está ahí, a la espera, justo bajo la superficie del presente. Todos tropezamos de vez en cuando con él, todos, a través de reminiscencias y evocaciones. Traemos a la memoria antiguos amantes, niños perdidos, padres fallecidos, el milagro de ese único día en que, aunque sea sólo por un instante, capturamos la belleza fugaz e inefable del mundo. Éstos son nuestros recuerdos. Los guardamos celosamente y los consideramos algo muy nuestro, y sabemos dónde encontrarlos cuando los necesitamos.

Pero a veces no somos nosotros quienes decidimos: un fragmento del presente se desprende sin más y asoma debajo el pasado como un hueso viejo. Después, ya nada vuelve a ser como antes y nos vemos obligados a reconsiderar la forma de lo que creíamos verdadero a la luz de nuevas revelaciones acerca de su esencia. La verdad se descubre por un mal paso y por la sensación repentina de que pisamos en falso. El pasado borbolla como lava líquida y, en su camino, las vidas quedan reducidas a ceniza.

Este mundo es una colmena. Nuestros actos reverberan en sus profundidades.

Aquí abajo existe una vida oscura: microbios y bacterias que extraen su energía de sustancias químicas y radiactividad natural, más antiguos que las primeras células vegetales que dieron color al mundo de la superficie. Bullen en cada balsa profunda, en cada pozo de mina, en cada núcleo de hielo. Viven y mueren sin que se los vea.

Pero también hay otros organismos, otros seres: criaturas que conocen sólo el hambre, entes que existen única y exclusivamente para cazar y matar. Pululan sin cesar por las cavidades ocultas, lanzando dentelladas con sus fauces a la noche infinita. Sólo salen a la superficie cuando no les queda más remedio, y todo ser vivo se aparta de su camino.

Fueron en busca de Alison Beck.

La doctora Beck tenía sesenta años y practicaba abortos desde 1974, en la etapa inmediatamente posterior al polémico caso «Roe versus Wade». Empezó a dedicarse a la planificación familiar en su juventud, después de la epidemia de rubeola de principios de los años sesenta que tuvo como resultado el que miles de mujeres dieran a luz niños con graves defectos congénitos. Más tarde se incorporó abiertamente a la organización feminista NOW y a la Asociación Nacional por la Despenalización del Aborto, antes de que los cambios por los que lucharon le permitiesen abrir su propia clínica en Minneapolis. A partir de entonces desafió a la Red de Acción Pro-Vida de Joseph Scheidler, a sus indeseables consejeros y a su mafia del megáfono; y en 1989, cuando la Operación Rescate intentó bloquear el acceso a su clínica, se enfrentó a Randall Terry. Se opuso a la enmienda Hyde del año 1976, que suprimía las ayudas estatales para la práctica de abortos, y lloró cuando el antiabortista C. Everett Koop fue nombrado director general de Salud Pública. En tres ocasiones los activistas pro-vida inyectaron ácido butírico en las paredes de la clínica, y la obligaron a cerrar las puertas hasta que se disiparon los efluvios. Le habían pinchado las ruedas del coche tantas veces que ya había perdido la cuenta, y sólo el cristal reforzado de la vidriera de la clínica evitó que el edificio ardiese hasta los cimientos a causa de un artefacto incendiario alojado en un extintor.

Pero en los últimos años las tensiones de su profesión habían empezado a pasarle factura y aparentaba mucha más edad de la que tenía. En casi tres décadas había disfrutado de la compañía de sólo un puñado de hombres. David fue el primero, se casó con él y lo amó, pero David ya no estaba. Lo sostuvo entre sus brazos mientras moría, y aún conservaba la camisa que él llevaba puesta aquel día, las manchas de sangre flotando en su prístina blancura como sombras de oscuros nubarrones. Los hombres con quienes estuvo después ofrecieron muchas excusas al marcharse, pero a la postre todas esas excusas se reducían a una esencia única y elemental: el miedo. Alison Beck era una mujer marcada. Vivía a diario con la clara conciencia de que algunos preferían verla muerta a permitirle continuar con su trabajo, y pocos hombres estaban dispuestos a permanecer al lado de una mujer así.

Se sabía los datos de memoria. En Estados Unidos se habían producido, durante el año anterior, veintisiete agresiones de extrema violencia contra clínicas donde se practicaban abortos, y habían muerto dos médicos. A lo largo de los cinco años precedentes habían perecido asesinadas siete personas entre médicos y ayudantes, y otras muchas habían resultado heridas en tiroteos y atentados con bombas. Sabía todo esto porque llevaba unos veinte años documentando los índices de violencia, averiguando los factores comunes, estableciendo vínculos. Para ella, era la única manera de llegar a asumir la muerte de David, el único medio de que disponía para asegurarse de que algo mínimamente bueno surgía de las cenizas de su muerte. Sus investigaciones sirvieron de apoyo a los centros dedicados a la práctica del aborto cuando, en la lucha contra sus adversarios, se acogieron con éxito a la ley RICO para la prevención del crimen organizado, aduciendo una conspiración a nivel nacional para cerrar las clínicas. Fue una victoria conseguida a base de grandes esfuerzos.

Sin embargo, poco a poco empezó a ponerse de manifiesto otro trasfondo: nombres que se repetían y su eco resonaba en los desfiladeros del tiempo, siluetas que se adivinaban entre las sombras detrás de algunas acciones violentas. Las convergencias eran perceptibles en apenas media docena de casos, pero ahí estaban. Alison Beck tenía la firme convicción de que así era y, al parecer, los demás coincidían con ella. Juntos se acercaban cada vez más a la verdad.

Pero eso comportaba sus propios riesgos.

Alison tenía instalado en su casa un sistema de alarma conectado directamente a una empresa de seguridad privada, y en la clínica siempre había de servicio dos guardias armados. En el armario de su habitación guardaba un chaleco antibalas, que se ponía para ir y venir de la clínica pese a la incomodidad que le representaba. Otro idéntico colgaba de una barandilla de acero en su consulta. Conducía un Porsche Boxster rojo, el único verdadero lujo que se permitía. Coleccionaba multas por exceso de velocidad del mismo modo que otros coleccionan sellos.

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