San Agustín creía que la maldad natural podía atribuirse a la actividad de seres libres y racionales pero no humanos. Nietzsche consideraba el mal una fuente de poder independiente de lo humano. Esa capacidad para hacer el mal podía existir fuera de la psique humana, y representaba una capacidad para la crueldad y el daño distinta de nuestras propias facultades, una inteligencia malévola y hostil cuyo objetivo último era minar la esencial humanidad de los hombres, despojarnos de la capacidad de sentir compasión, empatía, amor.
Creo que mi padre vio ciertos actos fruto de la violencia y de la crueldad, como la atroz muerte de Marilyn Hyde, y se preguntó si había fechorías que rebasaban incluso el potencial de los seres humanos, si había criaturas que eran a la vez superiores e inferiores a los humanos y que se cebaban en nosotros.
Eran los violentos, los ángeles de las tinieblas.
Manhattan Norte, la mejor brigada de Homicidios de la ciudad, quizás incluso de todo el país, investigó el caso de Marilyn Hyde durante siete semanas, pero no encontró el menor rastro del hombre del metro. No había más sospechosos. El hombre a quien Marilyn Hyde miró durante un segundo de más y que, según se creía, la desangró hasta matarla por puro placer había vuelto al escondrijo del que salió.
El asesinato de Marilyn Hyde permanece sin resolver, y los inspectores de la brigada, inconscientemente, escrutan aún los rostros en el metro, a veces cuando van acompañados de sus mujeres e hijos, intentando dar con el hombre de cabello oscuro y boca pequeña. Y algunos de ellos, si se les pregunta, contestarán que quizás experimentan un instante de alivio al comprobar que no está entre la gente, que su mirada no se ha cruzado con la de él, que no han entrado en contacto con ese hombre mientras tienen al lado a sus familias.
Existen personas cuya mirada debe eludirse, cuya atención no debe atraerse. Son criaturas extrañas, parásitos, almas extraviadas que pretenden salvar el abismo y establecer un contacto fatal con el flujo cálido y continuo de la humanidad. Viven en el dolor y su único cometido es infligir ese dolor a los demás. Un vistazo fortuito, la momentánea persistencia de una mirada, basta para darles la excusa que buscan. A veces es mejor mantener la vista fija en el reguero de la alcantarilla por miedo a que, en caso de levantarla, nuestra mirada se cruce con la de ellos, como formas negras recortándose contra el sol, y nos cieguen para siempre.
Y ahora, en una porción de tierra húmeda y lodosa junto a un frío lago del norte de Maine, la obra de los ángeles de las tinieblas se revelaba lentamente.
La fosa se había descubierto en los límites de las tierras de uso público conocidas como Winterville. La actividad de las cuadrillas de mantenimiento y construcción había puesto en peligro la integridad del lugar, pero ya nada podía hacerse excepto evitar daños mayores.
Aquel primer día el equipo de emergencia, tras tomar los nombres de todos los trabajadores reunidos en la orilla del lago e interrogar brevemente a cada uno de ellos, había acordonado la zona con cinta y agentes de uniforme. En un principio surgieron ciertos problemas con una de las compañías madereras que utilizaban esa carretera, pero finalmente la compañía accedió a interrumpir el paso de camiones hasta que se determinase la extensión de la fosa.
Después del examen inicial se reforzaron los diques de sacos de arena y, en un punto donde la Red River Road se ensanchaba, se estableció un puesto de mando, incluida la unidad móvil asignada a la escena del crimen, con una rigurosa política de acceso para impedir una mayor contaminación del área afectada. Se creó y se marcó con cinta un camino a través del lugar, y después se grabó en vídeo un recorrido por la zona para aleccionar a los agentes de policía que no intervendrían directamente en la investigación.
Se fotografió la escena: primero planos generales para preservar lo esencial del lugar en el momento del descubrimiento; luego tomas orientativas de los huesos visibles, y por último primeros planos de los propios huesos. La videocámara entró en juego de nuevo, esta vez para mostrar detalles de la escena en lugar de simplemente grabarla. Una vez fijado mediante una estaca metálica de un metro de altura el punto central desde donde se medirían todas las distancias y ángulos, se realizaron dibujos. Se marcaron y grabaron los límites de la Red River Road por si una futura ampliación de la carretera alteraba el territorio, y se utilizó equipo GPS para obtener una estimación por satélite de la ubicación de la escena del crimen.
Después de una última reunión, ya casi sin luz, el equipo de investigación se dispersó y dejó a los agentes de la policía del estado y a los ayudantes del sheriff para vigilar la escena. El equipo forense llegaría al amanecer y entonces se iniciaría en serio la investigación de las muertes de los baptistas de Aroostook.
Y mientras trabajaban aquel día y los días siguientes, el alboroto de los híbridos fue constante, hasta el punto de que cada noche, cuando volvían a casa e intentaban conciliar el sueño, se despertaban a causa de aullidos imaginarios y creían estar otra vez a orillas del lago con las manos frías y las botas cubiertas de barro, rodeados de los huesos de los muertos.
Esa noche, por primera vez en muchos meses, soñé, y los recuerdos de Grace y de mi padre me siguieron de la vigilia al reposo. En el sueño, yo estaba de pie en un claro con árboles desnudos alrededor y aguas heladas y resplandecientes al fondo. Sobre unos montículos de tierra recientes dispuestos sin orden, la tierra parecía cambiar de posición, como si bajo ellos se moviese algo.
Y en las ramas de los árboles se congregaron unas siluetas: figuras negras y enormes con apariencia de ave y ojos rojos, que miraban la tierra que se movía con expresión voraz. De pronto, una de ellas desplegó las alas y bajó en picado, pero, en lugar de dirigirse hacia los montículos, voló hacia mí, y entonces vi que no era un ave sino un hombre, un viejo de melena canosa y suelta y dientes amarillos, cuyas correosas alas le nacían de unos nódulos en la espalda. Tenía las piernas descarnadas, las costillas se le marcaban bajo la piel, y su arrugado órgano viril oscilaba obscenamente mientras volaba. Se cernió ante mí batiendo sus oscuras alas en la noche. Las enjutas mejillas se le tensaron y, con voz sibilante, prorrumpió: «¡Pecador!». Agitando aún las alas, escarbó en un montón de tierra con sus pies como garras hasta dejar a la vista una porción de piel blanca que despidió un resplandor translúcido bajo la luz de la luna. Abrió la boca y bajó la cabeza hacia el cuerpo, que se estremeció y se retorció mientras él lo mordía, la sangre le resbalaba por el mentón y formaba un charco en el suelo.
Después me sonrió, y al volverme para apartar la vista de aquello me vi reflejado en las aguas que se extendían ante mí. Vi mi propia cara emparejada con la luna, fundiéndose su blancura con mis hombros y mi pecho desnudos. Y en mi espalda se desplegaron unas alas oscuras y enormes y cubrieron la superficie del lago como tinta negra y espesa acallando todo indicio de vida bajo ella.
EN BUSCA DEL SANTUARIO
Extracto de la tesis doctoral de Grace Peltier
En abril de 1963 un grupo de cuatro familias abandonó sus hogares en la Costa Este y viajó hacia el norte en diversos automóviles y camiones. Recorrieron más de trescientos kilómetros hasta llegar a las inmediaciones de la localidad de Eagle Lake, a treinta kilómetros al sur del límite entre New Brunswick y Maine. Las familias eran los Perrson, de Friendship, al sur del pueblo costero de Rockland; los Kellog y los Cornish, de Seal Cove; y los Jessop, de Portland. Conjuntamente, pasó a conocérselos como los Baptistas de Aroostook, o a veces los Baptistas de Eagle Lake, pese a que no existen pruebas que induzcan a pensar que, a excepción de los Perrson y los Jessop, las familias fueran originariamente miembros de esa fe.
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