John Connolly - Perfil asesino

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El hallazgo fortuito de una fosa común, a orillas de un lago en el norte de Maine, pone al descubierto un espeluznante asesinato en masa cometido hace más de treinta años. Todos los miembros de una comunidad religiosa, los Baptistas de Aroostook, desaparecieron sin dejar rastro en 1964, y, ahora que sus cadáveres han vuelto al presente como una muda acusación, alguien parece muy interesado en que el misterio quede sin resolver. Pero el pasado regresa con inusitada brutalidad. La primera víctima es Grace Peltier, una estudiante que, al investigar sobre el fanatismo religioso en el estado de Maine, ha ahondado en la vida y el enigmático final de la comunidad de Aroostook. En apariencia, Grace se ha suicidado, pero hay indicios de asesinato más que suficientes para que la familia solicite la intervención del detective Charlie Parker, «Bird», el protagonista de las anteriores entregas de John Connolly.

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– Se los conocía también como Baptistas de Eagle Lake.

Recordé las noticias del norte del estado, las fotografías en los periódicos de figuras que se movían al otro lado de la cinta con que se había acordonado la escena del crimen, los aullidos de los animales.

– Los cadáveres aparecidos en el norte -susurré.

– Se lo habría dicho cuando estuvo aquí, pero acabo de verlo en el telediario -dijo-. Creo que son ellos. Creo que han encontrado a los Baptistas de Aroostook.

3

Ya vienen, los ángeles de las tinieblas, los violentos, sus alas negras contra el sol, las espadas desenvainadas. Se abren paso sin piedad entre la gran masa de la especie humana: purgando, arrebatando, matando.

No forman parte de nosotros.

La Brigada de Homicidios de Manhattan Norte, con oficinas en el número 120 de la calle Ciento Diecinueve Este, se considera un grupo de élite dentro del Departamento de Policía de Nueva York. Todos los miembros han servido durante años como inspectores de distrito antes de pasar a Homicidios tras una rigurosa selección. Son inspectores experimentados y sus insignias de oro llevan los distintivos de una larga vida en activo. Los miembros más jóvenes tienen probablemente veinte años de trabajo a sus espaldas; los más veteranos están desde hace tanto tiempo que ciertos comentarios jocosos se han pegado a ellos como lapas a las proas de barcos viejos. Como solía decir Michael Lansky, que era inspector jefe en la brigada cuando yo era un agente novato: «Cuando entré en Homicidios, el mar Muerto sólo estaba enfermo».

Mi padre también fue policía hasta el día en que se quitó la vida. Yo solía estar preocupado por mi padre. Era lo normal cuando se era hijo de un policía, o al menos era lo que rae ocurría a mí. Lo quería; sentía envidia de él: de su uniforme, de su poder, de la camaradería con sus amigos. Pero también me preocupaba por él. Siempre estaba preocupado. En la década de los setenta, Nueva York no era como el Nueva York actual: cada vez morían más policías en las calles, exterminados como cucarachas. Uno lo veía en los periódicos y en la televisión, y yo lo veía reflejado en los ojos de mi madre cada vez que, cuando mi padre estaba de servicio, sonaba el timbre de la puerta ya entrada la noche. No quería vivir de la caridad de una asociación benéfica al servicio de viudas de policías. Sólo quería que su marido llegase a casa, vivo y quejándose, al final de la jornada. También él notaba la tensión; guardaba un frasco de Mylanta en su taquilla para combatir el ardor de estómago, que padecía a lo largo de casi todo el día, hasta que con el tiempo algo se rompió dentro de él y todo acabó en un final violento.

Mi padre sólo tuvo algún contacto esporádico con la Brigada de Homicidios de Manhattan Norte. Principalmente los veía pasar mientras mantenía a la muchedumbre tras un cordón policial o mientras montaba guardia ante una puerta verificando insignias y documentos de identidad. Un sofocante día de julio de 1980, poco antes de morir, lo mandaron a un modesto apartamento en la esquina de la calle Noventa y Cuatro con la Segunda Avenida que tenía alquilado una tal Marilyn Hyde, investigadora de una compañía de seguros cercana al centro.

Su hermana, al ir a visitarla, percibió un olor fétido procedente del interior del apartamento. Cuando intentó entrar con una copia de la llave que le había dado Marilyn, descubrió que alguien había trabado la cerradura con pegamento e informó al portero, quien avisó a la policía de inmediato. Mi padre, que estaba tomando un bocadillo en una cafetería a la vuelta de la esquina, fue el primero en llegar al edificio.

Resultó que Marilyn Hyde había telefoneado a su hermana dos días antes de morir. Le contó que, mientras subía por la escalera de la boca del metro de la calle Noventa y Seis con Lexington, su mirada se cruzó con la de un hombre que bajaba. Era alto y pálido, de cabello oscuro, boca pequeña y labios finos. Llevaba un chubasquero amarillo y unos vaqueros bien planchados. Probablemente, Marilyn no le sostuvo la mirada más de un par de segundos, le dijo esa noche a su hermana, pero vio algo en los ojos del hombre que la obligó a retroceder contra la pared como si le hubiesen dado un puñetazo en el pecho. Notó humedad en las perneras del pantalón de su traje chaqueta y, al bajar la vista, se dio cuenta de que había perdido el control de sus funciones.

Un día después, por la mañana, volvió a telefonear a su hermana y le comunicó su preocupación por el hecho de que alguien la seguía. No sabía quién exactamente; era sólo una sensación. Su hermana le aconsejó que hablase con la policía, pero Marilyn se negó, aduciendo que no tenía la menor prueba ni había visto a nadie comportarse de manera sospechosa cerca de ella.

Ese día salió del trabajo antes de hora con la excusa de que se encontraba mal y regresó a su apartamento. Como a la mañana siguiente no se presentó en la oficina ni atendió el teléfono, su hermana fue a ver si le ocurría algo y desencadenó así la sucesión de acontecimientos que llevaron a mi padre hasta la puerta de la casa de Marilyn. El rellano estaba en silencio, ya que la mayoría de los inquilinos se había ido a trabajar o a disfrutar del sol veraniego. Después de llamar, mi padre desenfundó su arma y echó la puerta abajo de una patada. En el apartamento, el aire acondicionado no estaba en marcha, y el olor lo azotó con tal fuerza que la cabeza empezó a darle vueltas. Pidió al portero y a la hermana de Marilyn Hyde que se quedasen allí, y a continuación atravesó la pequeña sala de estar, pasó frente a la cocina y el cuarto de baño y entró en el único dormitorio del apartamento.

Encontró a Marilyn encadenada a la cama, con las sábanas y el suelo empapados de sangre. Las moscas zumbaban alrededor. Tenía el cuerpo abotargado por el calor, la piel manchada de verde claro en el vientre, y las venas más superficiales de los muslos y los hombros destacaban de color verde más intenso y rojo como la nervadura de las hojas en otoño. Resultaba imposible saber si había sido hermosa o no.

La autopsia reveló cien heridas de arma blanca en el cuerpo. La incisión final en la yugular había sido la causa de la muerte: las noventa y nueve anteriores no tuvieron más finalidad que desangrarla lentamente durante horas. Junto a la cama se encontró un recipiente con sal y un tarro con zumo de limón recién exprimido. El asesino los había utilizado para despertarla cada vez que perdía el conocimiento.

Aquella noche, cuando mi padre volvió a casa despidiendo aún el intenso olor al jabón con que se había limpiado los rastros de la muerte de Marilyn Hyde, se sentó a la mesa de la cocina y abrió una botella de Coors. Mi madre se había marchado en cuanto él llegó a casa, impaciente por reunirse con unas amigas que no veía desde hacía muchas semanas. La cena de mi padre estaba en el horno, pero no la tocó. En lugar de eso bebió a sorbos de la botella y permaneció largo rato en silencio. Cuando me senté ante él, sacó un refresco de la nevera y me lo entregó para que tuviese algo con que acompañarlo mientras bebía.

– ¿Qué pasa? -pregunté por fin.

– Hoy le han hecho daño a una mujer -respondió.

– ¿Una mujer que conocemos?

– No, hijo, no la conocemos, pero creo que era buena persona. Seguramente merecía la pena conocerla.

– ¿Quién ha sido? ¿Quién le ha hecho daño?

Me miró, luego extendió el brazo, me acarició el pelo y apoyó la palma de la mano levemente en mi cabeza por un momento.

– Un ángel de las tinieblas -dijo-. Ha sido un ángel de las tinieblas.

No me contó lo que había visto en el apartamento de Marilyn Hyde. Me enteré muchos años después -por mi madre, por mi abuelo, por otros inspectores-, pero nunca me olvidé de los ángeles de las tinieblas. Muchos años después me arrebataron a mi mujer y a mi hija, y el hombre que las mató creía ser, también él, un ángel de las tinieblas, el fruto de la unión entre mujeres de este mundo y quienes habían sido expulsados del cielo por su orgullo y su lujuria.

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