Cuando llegaron a su destino, vendieron todos los vehículos, y con el dinero reunido compraron las provisiones esenciales para las familias durante un año, hasta que la colonia fuese autosuficiente. Las tierras de la comunidad, unas quince hectáreas aproximadamente, se arrendaron a un hacendado local por un periodo de treinta años. Tras el abandono de la colonia, las tierras revirtieron a la familia del propietario original, si bien hasta fecha reciente una disputa por la demarcación de los límites ha impedido que la zona se urbanizase.
Aquel mes viajaron al norte dieciséis personas en total: ocho adultos y ocho niños, separados por sexos también a partes iguales. En Eagle Lake los recibieron: el hombre a quien conocían como Predicador (o a veces reverendo Faulkner), su esposa, Louise, y sus dos hijos, Leonard y Muriel, de diecisiete y dieciséis años respectivamente.
Fue Faulkner quien había instado a las familias, en su mayor parte campesinos y obreros pobres, a vender sus propiedades, hacer un fondo común con el dinero obtenido y trasladarse al norte para fundar una comunidad basada en estrictos principios religiosos. Varias familias más se mostraron dispuestas a emprender el viaje, impulsadas por diversos motivos como el persistente temor a la amenaza comunista, las creencias religiosas fundamentalistas, la pobreza y la incapacidad de hacer frente a lo que consideraban el deterioro moral de la sociedad que los rodeaba, así como, quizás inconscientemente, la tradición de adhesión a movimientos religiosos marginales que tan importante papel había desempeñado en la historia del estado. Estos otros solicitantes fueron rechazados en virtud del número de miembros de las familias y de las edades y sexos de los hijos. Faulkner expresó su propósito de crear una comunidad en la que los integrantes de las familias pudiesen casarse entre sí, para fortalecer de este modo los lazos entre ellas en generaciones venideras, y exigió por tanto igual número de parejas de edad similar. Las familias seleccionadas se distanciaron, en mayor o menor medida, de sus parientes, y, al parecer, no les inquietó la idea de aislarse del mundo.
Los Baptistas de Aroostook llegaron a Eagle Lake el 15 de abril de 1963. En enero de 1964 la colonia ya había sido abandonada. No volvió a encontrarse el menor rastro de las familias fundadoras ni de los Faulkner.
A la mañana siguiente dormí hasta tarde, pero al despertar no me sentí descansado. Conservaba un vivo recuerdo del sueño y, pese al frío de la noche, había sudado.
Decidí desayunar en Portland antes de visitar la sede de la Hermandad, pero sólo cuando me encontraba ya en el coche advertí que el indicador rojo del buzón estaba levantado. Era un poco temprano para el reparto del correo, pero no le di mayor importancia. Recorrí el camino de entrada y, cuando me disponía a tender la mano hacia el buzón, vi corretear por la hojalata algo ágil y diminuto. Era una araña pequeña y marrón con una extraña marca en forma de violín en el dorso. Tardé un momento en reconocerla: una araña violín, de la especie de las reclusas. Retiré la mano en el acto. Aunque nunca había visto una tan al norte, sabía que picaban. La aparté con un palo, pero entonces asomaron otras patas por la rendija de la tapa del buzón y una segunda araña violín salió comprimiéndose a través del estrecho espacio, seguida de una tercera. Circundé el buzón con cautela y vi más arañas, unas reptando por la base, otras descendiendo lentamente a la tierra por hebras de hilo de seda. Respiré hondo y descorrí el pasador del buzón con el palo.
Centenares de arañas minúsculas se precipitaron al exterior. Algunas cayeron sobre la hierba; otras se abrieron paso lentamente por el interior de la tapa, aferrándose a los cuerpos de las que tenían debajo. Por dentro, el buzón era un hervidero de arañas. En el centro había una caja de cartón con respiraderos a un lado por donde empezaron a escapar arañas en cuanto les dio el sol. Vi algunas arañas muertas encogidas en la caja y en los rincones del buzón, las patas contraídas contra el abdomen mientras sus congéneres las devoraban. Di un paso atrás con una sensación de repugnancia, procurando no pensar qué habría ocurrido si, en la penumbra, hubiese metido la mano en el buzón sin darme cuenta.
Fui al coche, saqué del maletero la lata de gasolina de reserva y luego tomé un Zippo de la guantera. Rocié el buzón por dentro y por fuera y también la tierra seca que lo rodeaba. A continuación, prendí una hoja de periódico enrollada y la arrojé adentro. El buzón se consumió entre las llamas al instante y empezaron a caer pequeños arácnidos achicharrados. Retrocedí cuando la hierba comenzó a arder y me acerqué a la manguera del jardín. La acoplé al grifo de fuera y mojé la hierba para contener el fuego. Después me quedé allí un rato viendo cómo ardía el buzón. Cuando tuve la seguridad de que nada había sobrevivido, sofoqué las llamas en medio del siseo que emitía la hojalata al entrar en contacto con el agua y el vapor que se elevaba en el aire. Cuando se enfrió, me calcé unos guantes de becerro y eché los restos de las arañas en una bolsa negra, que tiré al cubo de basura contiguo a la puerta trasera. Luego permanecí de pie largo rato en el borde de mi propiedad, escrutando los árboles y dando manotazos a las arañas invisibles que me corrían por la piel.
Desayuné en Bintliff's, una cafetería de Portland Street, y tracé el plan de acción para el día. Me senté en uno de los amplios reservados rojos del piso superior, con el ventilador del techo girando despacio mientras sonaba de fondo una suave música de blues. Bintliff's tiene un menú de tan alto contenido calórico que los Weight Watchers deberían plantar un piquete permanente ante la puerta; tortas de pan de jengibre con salsa al limón, biscotes a la naranja y langosta Benedict no son la clase de desayuno que contribuye a tener la cintura esbelta, aunque con toda certeza inducen a enarcar las cejas incluso al dietista menos entusiasta. Me conformé con un poco de fruta, tostadas de pan de trigo y café, y con eso me sentí virtuoso pero también un tanto triste. De todos modos, ver las arañas me había quitado el apetito. Podía haber sido cosa de algún niño para gastar una broma, supuse, pero si era así, se trataba de una broma perversa y de muy mal gusto.
Waterville, donde la Hermandad tenía su sede, estaba a medio camino entre Portland y Bangor. Pasado Bangor, podía ir al este hasta Ellsworth y el tramo de la Interestatal 1 donde se encontró a Grace Peltier. Desde Ellsworth, Bar Harbor, el pueblo de Marcy Becker, buena amiga de Grace pero ausente en el funeral, se hallaba bastante cerca yendo hacia la costa. Me terminé el café, lancé una última mirada al plato de manzanas a la canela y tostadas con pan de pasas que iba camino de una mesa junto a la ventana y luego salí y me metí en el coche.
En la acera de enfrente vi a un hombre sentado al pie de la escalinata de la central de correos. Vestía un traje marrón con camisa amarilla y corbata blanca y roja bajo un abrigo largo de color marrón oscuro. Tenía el cabello corto y rojo, apenas salpicado de gris, y tan erizado como si estuviese enchufado a una toma eléctrica. Comía un helado de cucurucho. Masticaba el helado con un inexorable y metódico movimiento de mandíbula, sin detenerse a saborearlo ni una sola vez. En su forma de mover la boca había algo desagradable, casi más propio de un insecto, y sentí que me miraba cuando abrí la puerta del coche y me senté al volante. Al apartarme del bordillo, sus ojos me siguieron. Por el retrovisor le vi volver la cabeza para observarme mientras avanzaba, moviendo aún la boca como las mandíbulas de una mantis.
La Hermandad tenía su sede oficial en el 109A de Main Street, en plena zona comercial de Waterville. En Waterville hay rincones preciosos, pero el centro es un caos, básicamente porque da la impresión de que las espantosas galerías Ames han caído del cielo sin orden ni concierto y las han dejado allí tal cual, y una amplia extensión del centro de la localidad ha quedado reducida a una especie de aparcamiento con pretensiones. Aun así, se habían conservado suficientes construcciones de piedra rojiza para sostener un cartel de bienvenida a los encantos del centro de Waterville, entre ellos las modestas oficinas de la Hermandad. Éstas ocupaban los dos pisos superiores de un edificio sin tienda en los bajos frente a Joe's Smoke Shop, encajado entre el salón de belleza Head Quarters y la cafetería Jorgensen's. Dejé el coche en el aparcamiento de Ames y crucé la calle a la altura de Joe's. Junto a la puerta de cristal cerrada del 109A había un portero automático con un pequeño objetivo de ojo de pez debajo. Una placa metálica sujeta al marco de la puerta llevaba grabadas las palabras:
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