Daniel Silva - Octubre

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Durante los primeros años de incertidumbre del proceso de paz en Irlanda del Norte, tres ataques terroristas simultáneos en Belfast, Dublin y Londes rompen la esperanza de que el baño de sangre por fin se haya acabado. Los responsables son un nuevo grupo terrorista denominado la Brigada por la Libertad del Ulster. Y tienen un único objetivo: destruir el proceso de paz. Michael Osbourne, el héroe de La Marca del Asesino, ha abandonado la CIA, amargado y desilusionado. Pero cuando el Presidente de los EEUU escoge a su suegro para ser el próximo embajador en Gran Bretaña, Osbourne es arrastrado a la batalla contra algunos de los más implacables y violentos terroristas.

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– Querría un pase para la sala de lectura -pidió, sustituyendo su marcado acento de West Belfast por un suave deje del sur.

El empleado le alargó el pase sin alzar la vista.

Maestro subió la escalera hasta el tercer piso, entró en la famosa sala de lectura y encontró un asiento vacío junto a un hombre de aspecto severo que olía a bolitas de alcanfor y aceite de linaza. Maestro abrió un bolsillo lateral del maletín, sacó un delgado volumen de poesía gaélica y lo dejó con delicadeza sobre la mesa tapizada de cuero antes de encender la lámpara de pantalla verde.

El hombre de aspecto severo alzó la mirada, frunció el entrecejo y volvió a concentrarse en su trabajo.

Durante algunos minutos, Maestro fingió enfrascarse en la lectura del libro mientras las instrucciones le cruzaban la mente como pesados anuncios grabados en una estación de ferrocarril. «El temporizador está puesto a cinco minutos -le había dicho uno de sus supervisores en la última reunión-. Suficiente para que salgas de la biblioteca, pero no para que los de seguridad puedan hacer algo aunque descubran el maletín.»

Mantuvo la cabeza baja y la mirada clavada en el texto. Cada pocos minutos levantaba la mano y garabateaba algunas notas en un pequeño cuaderno de espiral. Oía los pasos amortiguados a su alrededor, el rasgueo de los lápices y algunas toses discretas, consecuencia de la eterna humedad que imperaba en los inviernos de Dublín. Contuvo el deseo de mirar a aquellas personas; quería que permanecieran en el anonimato, que siguieran sin tener rostro para él. No tenía nada contra el pueblo irlandés, tan sólo contra su gobierno, y no le proporcionaba placer alguno derramar sangre inocente.

Miró el reloj. Las cinco menos cuarto de la tarde. Alargó la mano como si quisiera sacar otro libro de poesía, pero una vez que deslizó los dedos en el viejo y mohoso maletín, buscó el diminuto gatillo de plástico que activaba el detonador. Lo apretó con cuidado, sosteniéndolo entre el pulgar y el anular para amortiguar el chasquido, retiró la mano y colocó un segundo libro sin abrir sobre la mesa, junto al primero. Acto seguido volvió a mirar el reloj, un modelo analógico de acero inoxidable con segundero, y anotó la hora exacta en que había activado el detonador.

Luego se volvió hacia el hombre de aspecto severo sentado a la mesa contigua, que lo miraba con el rostro lívido como si acabara de hacer una hora de gimnasia extenuante.

– ¿Podría decirme dónde está el servicio? -murmuró Maestro.

– ¿Qué? -cuchicheó el hombre de aspecto severo al tiempo que se doblaba la oreja violácea con el extremo de un lápiz amarillo mordisqueado.

– El servicio -repitió Maestro en voz un poco más alta, aunque aún susurrando.

El hombre apartó el lápiz, frunció de nuevo el entrecejo y señaló una puerta situada en la otra punta de la sala.

Maestro miró el reloj mientras atravesaba la estancia. Habían transcurrido cuarenta segundos. Apretó el paso al tiempo que se dirigía a la puerta, pero al cabo de cinco segundos oyó un estruendo ensordecedor, una especie de trueno, y sintió una ola de aire caliente que lo alzaba en volandas y lo lanzaba por la sala de lectura como si fuera una hoja muerta atrapada en un vendaval de otoño.

En Londres, una mujer alta que llevaba vaqueros, botas de montaña y cazadora de cuero negra se abría paso entre la muchedumbre que atestaba la acera de Brompton Road. Arrastraba una maleta con ruedas de nailon negro y asa rectangular. Su nombre en clave era Dama.

La lluvia que caía sobre Belfast y Escocia aún no había llevado al sur, y el cielo del atardecer aparecía despejado. Rosa y naranja al oeste, en dirección a Notting Hill y Kensington, negro azulado al este, sobre la City. El aire era desacostumbradamente cálido y pesado. Caminando a buen paso, Dama dejó atrás los llamativos escaparates de Harrods y esperó junto con otros muchos peatones a que el semáforo cambiara en el cruce de Hans Crescent.

Cruzó la pequeña calle, se abrió paso entre en grupo de turistas japoneses que se dirigían a Harrods y llegó a la estación de metro de Knightsbridge. Una vez allí titubeó un instante, contemplando la breve escalera que conducía al vestíbulo donde se vendían los billetes. Por fin empezó a descender, tirando de la maleta hasta que rodó por el primer escalón y cayó sobre el siguiente con un fuerte golpe.

Había bajado otros dos peldaños de aquella guisa cuando un joven de escaso cabello rubio se le acercó.

– Permítame que la ayude -se ofreció con una sonrisa galante. Hablaba con acento centroeuropeo o escandinavo. Sería alemán, holandés o tal vez danés. Dama vaciló. ¿Debía aceptar ayudar de un desconocido? ¿Resultaría más sospechoso rechazarla?

– Muchas gracias -accedió por fin con acento americano, pues había vivido muchos meses en Nueva York y podía prescindir de su acento norirlandés a voluntad-. Se lo agradezco mucho.

El joven cogió la maleta por el asa y la levantó.

– Por el amor de Dios, ¿qué lleva aquí dentro? ¿Piedras?

– Lingotes de oro robados -repuso ella; ambos se echaron a reír.

El joven cargó la maleta hasta el vestíbulo y la dejó en el suelo.

– Gracias otra vez -dijo Dama al tiempo que aferraba el asa.

Se volvió y echó a andar, percibiendo su presencia tras ella. Apretó el paso y miró ostentosamente el reloj para dar a entender que tenía prisa. Al llegar a las máquinas expendedoras de billetes encontró una desocupada. Introdujo tres libras y tres peniques en la ranura y pulsó el botón correspondiente. Su ayudante europeo apareció junto a ella y deslizó algunas monedas en otra máquina sin mirarla. Compró un billete de una libra diez, lo que significaba que efectuaría un trayecto corto, probablemente dentro del centro de Londres. Recogió el billete y se mezcló entre el gentío de la hora punta.

Dama cruzó el torniquete y bajó la larga escalera mecánica hasta el andén. Al cabo de un instante sintió una ráfaga de aire y oyó el estruendo de un tren que se aproximaba. Por increíble que pareciera, quedaban algunos asientos libres. Dejó la maleta junto a la puerta y se sentó. Cuando el tren llegó a Earl's Court, el vagón se había llenado de viajeros, y Dama había perdido de vista la maleta. El tren salió a la superficie y recorrió a toda velocidad los suburbios del oeste de Londres. Pasajeros exhaustos iban bajando a los andenes barridos por el viento de Boston Manor, Osterley y Hounslow East.

Cuando el tren estaba a punto de alcanzar la primera estación de Heathrow, la de la Terminal Cuatro, Dama echó un vistazo a los pasajeros sentados a su alrededor. Un par de jóvenes hombres de negocios ingleses que apestaban a prosperidad, un grupo de hoscos turistas alemanes, cuatro americanos vocingleros que intentaban decidir a gritos si era mejor la Miss Saigon de Londres o la de Broadway… Dama apartó la mirada.

Era un plan sencillo. Tenía instrucciones de apearse en la Terminal Cuatro y dejar la maleta en el tren. Antes de bajar debía pulsar el botón de un pequeño transmisor oculto en el bolsillo de su cazadora. El transmisor, disfrazado de control remoto de apertura de un coche de lujo japonés, armaría el detonador. Si el tren se atenía a su horario, la bomba estallaría pocos segundos después de llegar a la estación de las terminales Uno, Dos y Tres. Los daños ocasionados causarían grandes molestias a los viajeros durante meses, y las reparaciones costarían cientos de millones de libras.

El tren aminoró la velocidad al acercarse a la estación. La mujer se levantó y se acercó a la puerta cuando la negrura del túnel dio paso a la fría luz del andén. Cuando las puertas se abrieron, Dama pulsó el botón del transmisor para activar la bomba y se apeó un instante antes de que las puertas se cerraran de nuevo tras ella. Echó a andar con rapidez hacia la salida, y fue entonces cuando oyó unos golpes en la ventanilla del tren. Se volvió y vio a uno de los hombres de negocios ingleses golpeando el vidrio con el puño. Dama no oía lo que decía, pero sí pudo leerle los labios. «¡La maleta! -estaba gritando-. ¡Se ha dejado la maleta!»

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