– Asuntos de los que tenía que ocuparme en persona. Además, quería verte.
– ¿Por qué?
– Por el amor de Dios, Michael, hace veinte años que nos conocemos -exclamó Carter con el tono amigablemente irritado que en su caso hacía las veces de enojo-. Me parece que no hay nada de malo en pasar a charlar un rato contigo ya que estaba en la ciudad.
– Pero ¿por qué estamos caminando por el parque con el frío que hace?
– No soporto los espacios cerrados.
Llegaron al reloj de la vieja estación de bombeo situado en el extremo meridional del lago. Un grupo de turistas que hablaban alemán con acento vienes posaban para hacerse fotografías. Michael y Carter se volvieron al unísono, como una pareja de nadadoras sincronizadas, y cruzaron un puente de madera. Al cabo de unos instantes caminaban por Park Drive, detrás del Metropolitan.
– Es estupendo que el Senado haya enviado a Douglas a Londres con un voto de ratificación unánime -comentó Carter.
– La verdad es que se sorprendió bastante. Creía que al menos uno de sus antiguos adversarios republicanos intentaría aguarle la fiesta.
Carter se acercó las manos enguantadas al rostro y exhaló con fuerza para calentarse el rostro, que se le había quedado lívido por el frío. Jugaba al golf con asiduidad, y los inviernos lo deprimían.
– Pero no has venido para hablar de Douglas, ¿verdad, Adrian?
Carter se apartó las manos de la cara.
– A decir verdad, me estaba preguntando cuándo volverás a trabajar. Te necesito en el CAT.
– ¿Y cómo es que de repente vuelves a necesitarme?
– Porque eres uno de esos bichos raros que saben moverse sin dificultad entre el cuartel general y el campo. Quiero volver a tenerte en el equipo por motivos egoístas.
– Lo siento, Adrian, pero me fui y no tengo intención de regresar. Me gusta vivir.
– Estás muerto de aburrimiento, y si me dices lo contrario es que eres un mentiroso.
Michael se volvió hacia Carter con expresión furiosa.
– ¿Cómo coño te atreves a venir aquí y…?
– Vale, vale. Puede que no me haya expresado con demasiado acierto, pero dime, ¿qué has estado haciendo todos estos meses?
– Cuidar de mi familia, pasar tiempo con mis hijos e intentar vivir como un ser humano normal por primera vez en toda mi vida adulta.
– ¿Tienes perspectivas profesionales?
– No.
– ¿Tienes intención de volver a trabajar?
– No lo sé -reconoció Michael-. No tengo experiencia profesional de verdad, porque la empresa en la que trabajaba era una tapadera de la CÍA. Y además no puedo contarle a ningún posible jefe cómo me ganaba la vida antes.
– Entonces, ¿por qué no vuelves a casa?
– Porque la última vez que estuve allí no me sentí precisamente como en casa.
– Dejemos atrás el pasado y empecemos de nuevo.
– ¿Esa frase te la han enseñado en uno de esos seminarios de relaciones laborales que organiza Personal?
Carter se detuvo.
– La directora viene a Nueva York esta noche y quiere cenar contigo.
– Tengo planes.
– Michael, la directora de la CIA quiere cenar contigo. Seguro que puedes dejar a un lado tu arrogancia y encontrar un hueco en tu apretada agenda.
– Lo siento, Adrian, pero pierdes el tiempo, y la directora también. Pero me ha hecho mucha ilusión verte. Saluda de mi parte a Christine y los niños.
Michael giró sobre sus talones y echó a andar.
– Si de verdad no quieres volver, ¿para qué fuiste a El Cairo? -exclamó Carter-. Fuiste porque crees que Octubre sigue vivo y francamente…, yo también.
Michael se dio la vuelta.
– Ahora sí que te he tocado la fibra sensible -suspiró Carter.
Monica Tyler había reservado un salón privado en el Picholine, situado en la Sesenta y cuatro Oeste, cerca del parque. Cuando Michael entró en el restaurante, Carter estaba sentado solo al final de la barra, tomando una copa de vino blanco. Llevaba un traje azul cruzado, mientras que Michael se había puesto vaqueros y americana negra. Se saludaron sin hablar y sin estrecharse la mano. Michael entregó el abrigo a la chica del guardarropa, y los dos hombres siguieron a la atractiva camarera hasta el otro extremo del restaurante.
El comedor privado del Picholine es en realidad la bodega, una estancia en penumbras y fresca, con cientos de botellas ordenadas en estanterías de roble que llegan hasta el techo. Monica Tyler estaba sentada sola, bañada en el tenue brillo de la iluminación discreta, con un expediente abierto ante ella. Al verlos cerró la carpeta y guardó las gafas de lectura de montura dorada.
– Michael, cuánto me alegro de volver a verte -saludó.
Permaneció sentada y extendió la mano en un ángulo tan extraño que Michael no supo si debía estrecharla o besarla.
Fue Monica Tyler quien precipitó la marcha de Michael de la Agencia al encargar una investigación interna sobre su proceder en el asunto de TransAtlantic. En aquella época era directora ejecutiva, pero seis meses más tarde el presidente Beckwith la había nombrada directora. Beckwith había entrado en esa fase de todo segundo mandato en la que lo más importante era hacerse un lugar en la historia, y estaba convencido de que nombrar a Monica Tyler como primera mujer que dirigía la CIA le ayudaría en dicha misión. La Agencia había sobrevivido a directores inexpertos y también sobreviviría a Monica Tyler.
Monica pidió una botella de Poully-Fuissé sin consultar la carta de vinos. Había utilizado aquella sala para muchas reuniones importantes cuando trabajaba en Wall Street. Aseguró a Michael que aquella conversación era de carácter estrictamente confidencial. Mientras decidían qué pedir charlaron de política de Washington y chismorreos sin importancia de la Agencia. Monica y Carter hablaban delante de Michael como los padres hablan a veces delante de sus hijos; ya no era miembro de la hermandad secreta, así que no se podía confiar enteramente en él.
– Adrian me ha dicho que no ha podido convencerte para que vuelvas a la Agencia -soltó Monica de pronto-. Por eso estoy aquí. Adrian quiere que vuelvas al CAT, y yo quiero ayudarle a conseguir lo que quiere.
«Adrian quiere que vuelvas -pensó Michael-. Pero ¿qué hay de ti, Monica?»
La directora había girado el cuerpo hacia Michael y fijado en él su penetrante mirada. En algún momento de su ascenso, Monica Tyler había aprendido a utilizar sus ojos como arma. Eran líquidos y azules, y cambiaban al compás de su estado de ánimo. Cuando estaba interesada, sus ojos se tornaban translúcidos y se clavaban en su interlocutor con intensidad digna de un psicoterapeuta. Cuando estaba molesta o, lo que era aún peor, aburrida, sus pupilas perdían toda expresión y su mirada se volvía opaca. Cuando estaba enfadada, sus ojos centelleaban sobre la víctima como focos cegadores en busca de una presa.
Monica carecía de experiencia en inteligencia al llegar a Langley, pero Michael y todos los demás aprendieron pronto que subestimarla podía resultar fatal. Era una lectora voraz de enorme intelecto y la memoria perfecta de una espía. Asimismo, también era una mentirosa consumada que nunca había sufrido los inconvenientes de la conciencia. Controlaba las circunstancias que la rodeaban con la destreza de una agente de campo curtida. Los rituales del secretismo se ajustaban a ella igual de bien que su traje chaqueta de Chanel.
– La verdad, comprendo por qué decidiste irte -prosiguió mientras apoyaba un codo sobre la mesa y la barbilla en la mano correspondiente-. Estabas enfadado conmigo porque te suspendí. Pero recordarás que revoqué la suspensión y eliminé toda referencia a ella de tu expediente.
– ¿Pretendes que te dé las gracias, Monica?
– No, sólo que te comportes como un profesional.
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