Se dirigió a Michael en árabe, a volumen suficiente para que los comensales de las mesas contiguas lo oyeran con claridad, y Michael le siguió la corriente. Hafez preguntó a Michael qué le traía por la ciudad, a lo que su colega repuso que tenía intereses comerciales en El Cairo y Alejandría. En aquel instante, un murmullo recorrió el restaurante, pues una famosa actriz egipcia se apeó de su coche y entró en los estudios de televisión.
– ¿Por qué el Paprika? -inquirió Michael-. Creía que tu restaurante favorito era el Arabesque.
– Lo es, pero he quedado con alguien aquí más tarde.
– ¿Cómo se llama?
– Se hace llamar Cassandra y procede de una familia griega de Alejandría. Es la cosa más bonita que he visto en mi vida. Tiene un papel secundario en una serie televisiva egipcia, una zorrita que no deja de causar problemas…, siempre dentro de los límites de nuestra estricta moral musulmana, por supuesto.
El camarero se acercó a la mesa.
– Voy a tomar un whiskey antes de comer. ¿Y tú, Michael?
– Cerveza, por favor.
– Un Johnnie Walker etiqueta negra con hielo y una Stella.
El camarero desapareció.
– ¿Cuántos años tiene? -quiso saber Michael.
– Veintidós.
El camarero trajo las bebidas; Hafez alzó el vaso de Johnnie Walker.
– Salud.
Hafez era el equivalente musulmán del católico negligente. No tenía problemas con su religión, y los rituales y ceremonias de ésta le proporcionaban el consuelo de un chupete. Sin embargo, hacía caso omiso de cualquier norma coránica que pretendiera impedirle disfrutar de los placeres mundanos. Asimismo, trabajaba casi todos los viernes, el sabbath musulmán, porque su trabajo lo obligaba a controlar los sermones de los sheijs egipcios más radicales.
– ¿Sabe a qué te dedicas?
– Le he dicho que me dedico a la importación de Mercedes, lo que explica el lujoso nidito de amor en Zamalek.
Señaló el río con un ademán de cabeza. Zamalek era una isla larga y esbelta, apartada de la locura del centro de El Cairo y repleta de tiendas caras, buenos restaurantes y elegantes bloques de pisos. Si Hafez mantenía una amante en Zamalek, una actriz de televisión, ni más ni menos, significaba que había chantajeado a su supervisor para que le aumentara el sueldo sensiblemente.
– Ah, ahí viene.
Michael se volvió con disimulo hacia la puerta del restaurante. Una mujer que se parecía de forma notable a Sofía Loren entró del brazo de un joven de cabello engominado y gafas oscuras.
Pidieron la cena. Hafez hizo llevar una botella de carísimo champán francés a la mesa de Sofía Loren. Pagaba Michael; siempre pagaba Michael.
– No te importa, ¿verdad, Michael?
– Por supuesto que no.
– Bueno, ¿qué te trae por El Cairo, aparte de la oportunidad de cenar con un viejo amigo corrupto?
– El asesinato de Ahmed Hussein.
Hafez ladeó la cabeza como diciendo que esas cosas pasan.
– ¿El servicio de seguridad egipcio está implicado? -inquirió Michael.
– De ningún modo. Nosotros no nos portamos así -aseguró Hafez.
Michael puso los ojos en blanco.
– ¿Sabes quién lo hizo?
– Los israelíes, por supuesto.
– ¿Cómo puedes estar tan seguro?
– Porque los hemos visto vigilando a Hussein.
– Un momento, un momento. Empieza por el principio.
– Hace dos semanas, un equipo israelí llegó a El Cairo con distintos pasaportes europeos e instaló un puesto de observación estática en un piso de Ma'adi. Nosotros, a nuestra vez, instalamos otro puesto en otro piso de la acera de enfrente.
– ¿Cómo sabes que eran israelíes?
– Por favor, Michael, un poquito de respeto. Claro que podrían pasar por egipcios, pero es evidente que eran israelíes. Antes el Mossad era bueno, pero ahora a veces actúan como patéticos aficionados. En los viejos tiempos atraían a los mejores, con el rollo ése de cada espía un príncipe y bla bla bla. Pero ahora los chicos quieren ganar mucho dinero y hablar por el móvil en Ben Yehuda Street. Te diré una cosa, Michael, si Moisés los hubiera tenido de espías, los judíos jamás habrían logrado salir del Sinaí.
– Ya lo he captado, Yusef. Sigue.
– A todas luces observaban a Hussein; controlaban sus movimientos con vigilancia fotográfica, cobertura de audio y todo eso. Aprovechamos la ocasión para hacer un poco de contravigilancia, y como consecuencia tenemos un bonito álbum de fotos de seis agentes del Mossad, cuatro hombres y dos mujeres. ¿Te interesa?
– Habla con tu verdadero supervisor.
– También tengo un vídeo de la muerte de Hussein.
– ¿Qué?
– Ya me has oído. Cada vez que salía de su piso empezábamos a grabar, y estábamos grabando cuando el asesino lo mató desde una moto en la escalinata de la mezquita.
– Dios mío.
– Llevo una copia en el maletín.
– Quiero verla.
– Por mí te la puedas quedar, Michael. Gratis.
– Quiero verla ahora.
– Vamos, Michael, que no va a desaparecer. Además, me muero de hambre, y aquí la ternera es fantástica.
Al cabo de tres cuartos de hora, Michael, Hafez y Cassandra entraron en los estudios centrales de la televisión egipcia. La joven los acompañó a la redacción y los condujo hasta una pequeña sala de edición. Hafez sacó la cinta del maletín y la introdujo en un vídeo. Cassandra salió y cerró la puerta tras de sí, dejando atrás un halo de aceite de sándalo. Hafez se puso a fumar hasta que la sala pareció una cámara de gas y Michael le suplicó que parara. El estadounidense miró la cinta tres veces a velocidad normal y otras tres a cámara lenta. Por fin apretó el botón de expulsión y cogió la cinta.
– Es un tirador de primera -comentó Hafez-. No hay muchas personas en el mundo capaces de hacer ese disparo y largarse de esa forma.
– Es extraordinariamente bueno.
– ¿Sabes quién es?
– Por desgracia, creo que sí.
Belfast
La sede central del Partido Unionista del Ulster se encuentra en un edificio de cuatro pisos en el número 3 de Glengall Street, cerca del hotel Europa y la Gran Opera. A causa de su emplazamiento en el fleco occidental del centro de la ciudad, en las inmediaciones de Falls Road, la sede central del partido fue un blanco frecuente del IRA durante The Troubles. Sin embargo, de momento el IRA respetaba el alto el fuego, por lo que el hombre del Vauxhall plateado no estaba nervioso mientras se dirigía hacia Glengall Street bajo la lluvia matutina.
Ian Morris era uno de los cuatro vicepresidentes del Consejo Unionista del Ulster, el comité central del partido. Llevaba el unionismo en la sangre; su bisabuelo había amasado una fortuna en el negocio del lino durante el auge industrial de Belfast en el siglo XIX y construido una gran finca en Forthriver Valley con vistas a los arrabales de West Belfast. En 1912, cuando nació la Fuerza de Voluntarios del Ulster para luchar contra la Irish Home Rule, es decir, la autonomía irlandesa, el antepasado de Morris permitió que los activistas escondieran armas y suministros en los establos y las arboledas de la propiedad.
Morris no había tenido preocupaciones económicas de joven, pues la fortuna de su bisabuelo le proporcionaba unos ingresos más que razonables, y tras graduarse por Cambridge había proyectado consagrar su vida a la universidad. Sin embargo, The Troubles hicieron mella en él, al igual que había sucedido con tantos hombres de su generación a ambos lados de la frontera religiosa del Ulster, de modo que decidió dedicarse a la violencia. Se unió a la Fuerza de Voluntarios del Ulster y pasó cinco años en la penitenciaría de Maze por colocar una bomba en un pub católico del Broadway. En la cárcel había decidido deponer las armas y hacer campaña en favor de la paz.
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