– Estoy intentando terminar la cubierta para un nuevo thriller -explicó-. De un americano sanguinario que escribe sobre asesinos en serie. ¿De cuántas maneras distintas se puede ilustrar a un asesino en serie? Diseño una cubierta, la enviamos al otro lado del charco y el agente de Nueva York la rechaza. A veces es muy frustrante.
Miró a Michael, y sus relucientes ojos verdes adquirieron de pronto una expresión seria.
– Dios mío, qué pesada puedo llegar a ser. ¿Cómo está Elizabeth?
Michael se volvió hacia Graham, quien le dirigió un ademán de asentimiento casi imperceptible. Graham siempre quebrantaba las reglas del servicio de seguridad contándole a Helen demasiadas cosas acerca de su trabajo.
– Algunos días mejor que otros -repuso-, pero bastante bien, por lo general. Hemos convertido el piso y la casa de Shelter Island en auténticas fortalezas, así puede dormir mejor de noche. Y además están los niños. Entre el trabajo y los gemelos, no tiene tiempo de obsesionarse con el pasado.
– ¿De verdad mató a esa mujer alemana…? ¿Cómo se llamaba, Graham?
– Astrid Vogel -terció su marido.
– ¿Realmente la mató con el arco y la flecha?
Michael asintió.
– Dios mío -musitó Helen-. ¿Qué sucedió?
– Astrid Vogel la siguió a la casita de invitados, donde tú y Graham os alojasteis hace un par de años. Elizabeth se escondió en el armario del dormitorio y allí encontró uno de sus viejos arcos. De niña fue campeona de tiro, como su padre. Hizo lo que debía hacer para sobrevivir.
– ¿Qué le pasó al otro asesino, ese tal Octubre?
– La Agencia recibió a través de canales que considera fidedignos la noticia de que había muerto, de que lo habían asesinado los hombres que lo habían contratado para matarme por haber fracasado.
– ¿Y te lo crees? -inquirió Helen.
– Al principio me pareció remotamente posible -admitió Michael-, pero ahora ya no. De hecho, estoy casi seguro de que Octubre está vivo y vuelve a trabajar. Ese asesinato de El Cairo…
– Ahmed Hussein -intervino Graham para poner a Helen en antecedentes.
– He leído con detenimiento las declaraciones de los testigos. No sé cómo explicarlo, pero creo que es él.
– ¿Octubre no disparaba a sus víctimas siempre a la cara?
– Sí, pero si se supone que está muerto tendría sentido cambiar su firma.
– ¿Qué piensas hacer? -preguntó Graham.
– Tengo un billete para el primer vuelo de mañana con destino a El Cairo.
El Cairo
Michael llegó a El Cairo a primera hora de la tarde del día siguiente. Al igual que en Gran Bretaña, entró en el país con su pasaporte verdadero y obtuvo un visado de turista para dos semanas. Se abrió paso entre el caos del vestíbulo del aeropuerto, atestado de beduinos cargados con todas sus posesiones en arrugadas cajas de cartón e incluso un rebaño de cabras que balaban lastimeras, y esperó en la parada de taxis durante veinte minutos hasta poder subir a un Lada de tres volúmenes. Una vez acomodado se dedicó a fumar cigarrillos para ahogar el hedor a gas de escape que impregnaba el reducido espacio.
Michael encontraba El Cairo intolerablemente caluroso en verano, pero los inviernos le parecían de lo más agradable. El aire era cálido y suave, y el viento del desierto empujaba nubecillas blancas por el cielo azul intenso. La carretera del aeropuerto estaba atestada de egipcios pobres que intentaban disfrutar un poco del buen tiempo, familias enteras en la mediana cubierta de hierba haciendo picnic. El taxista se dirigió a Michael en inglés, pero Michael quería comprobar si había perdido facultades, de modo que le contestó en árabe. Le contó que era un hombre de negocios libanes que vivía en Londres desde su huida de Beirut durante la guerra. Por espacio de media hora hablaron de Beirut en los viejos tiempos, Michael en perfecto árabe con acento de Beirut, el taxista con acento de su pueblo del delta del Nilo.
A Michael le aburría el Nile Hilton y estaba harto del tumulto de Tahrir Square, de modo que se registró en el Intercontinental, un edificio de color piedra arenisca que se cernía sobre la Corniche y como todas las construcciones modernas de El Cairo mostraba las cicatrices del polvo y los gases de escape. Michael se tumbó junto a la piscina de la azotea, bebiendo cerveza egipcia y dejando vagar sus pensamientos hasta que el sol se ocultó tras el desierto del oeste y dio comienzo la plegaria vespertina. Primero un muecín, a lo lejos, luego otro y otro, hasta que mil voces grabadas sonaron al unísono. Se obligó a levantarse de la tumbona y se acercó a la barandilla que daba al río. Unos cuantos fieles se dirigían a las mezquitas, pero la mayor parte de El Cairo seguía su caótico camino.
A las cinco fue a su habitación, tomó una ducha y se vistió. Recorrió en taxi la escasa distancia que separaba el hotel de un restaurante llamado Paprika, situado río arriba junto a la imponente sede central de la televisión estatal egipcia. El Paprika era el equivalente del Joe Alien de Nueva York, un lugar adonde actores y escritores acudían a verse mutuamente y a ser vistos por egipcios lo bastante ricos para poder permitirse la mediocre comida que servía el establecimiento. Uno de los flancos del restaurante daba al aparcamiento de la televisión egipcia; eran las mesas más codiciadas, porque en ocasiones los comensales entreveían a un actor, una celebridad o un alto cargo del gobierno.
Michael había reservado mesa en el lado opuesto del restaurante. Una vez allí tomó agua mineral, contempló la puesta del sol sobre el Nilo y pensó en el primer agente al que había reclutado en su vida, un agente de inteligencia sirio destinado en Londres al que le gustaban las chicas inglesas y el buen champán. La Agencia sospechaba que el sirio desviaba parte de sus fondos operativos para mantener su tren de vida, de modo que Michael lo abordó, lo amenazó con delatarlo a sus superiores en Damasco y lo coaccionó para que se convirtiera en espía de la CIA. El agente les proporcionó información muy valiosa sobre el apoyo que los sirios daban a diversos grupos terroristas, tanto árabes como europeos. Dos años después de su reclutamiento les reveló un dato inestimable. Un comando terrorista de la OLP se había instalado en Frankfurt, donde planeaba poner una bomba en una discoteca frecuentada por soldados estadounidenses. Michael pasó la información a la central, quien a su vez puso sobre aviso a la policía alemana, quien a su vez detuvo a los palestinos. El sirio recibió cien mil dólares por la información, y Michael obtuvo una medalla en una ceremonia secreta, medalla que debía permanecer bajo llave en un armario de la central.
Yusef Hafez entró en el restaurante. A diferencia del sirio, Hafez había acudido a la Agencia por voluntad propia. Tenía la apostura carnosa de una estrella cinematográfica entrada en años, con el cabello negro ya canoso, facciones angulosas suavizadas por diez kilos de más y profundos surcos alrededor de los ojos cuando sonreía. Hafez era coronel del Mujabarat, el servicio de inteligencia egipcio, y su trabajo consistía en combatir a los rebeldes integristas islámicos egipcios del al-Yamaa al-Islamiya y había capturado y torturado personalmente a varios de sus dirigentes. La rama de El Cairo lo había reclutado, pero se negaba a trabajar con los agentes destinados allí porque el servicio de inteligencia egipcio controlaba de cerca todos sus movimientos. Michael había sido asignado al caso. Hafez había proporcionado una corriente constante de información sobre el estado de la revuelta islámica en Egipto, así como el movimiento terrorista egipcio a escala mundial. Por tales servicios cobraba cantidades sustanciosas, fondos que contribuían a sufragar los costes de sus desenfrenados hábitos mujeriegos. A Hafez le gustaban las mujeres jóvenes, y el sentimiento era mutuo. El agente no creía estar haciendo nada que pusiera en peligro a su país, y por tanto no se sentía culpable en absoluto.
Читать дальше