Ruth Blythe me había llamado apenas una hora antes para decirme que Sundquist iba a visitarlos con el pretexto de que tenía nuevas noticias de Cassie. Cuando me llamó, yo había estado cortando troncos de arce y de abedul para tenerlos preparados con vistas al inminente invierno, y no me dio tiempo de cambiarme. Tenía savia en las manos, en los vaqueros gastados y en la camiseta con el lema DA ARMAS A LOS SOLITARIOS. Y allí estaba Bear, recién salido de la cárcel estatal de Mule Creek, con los bolsillos llenos de medicinas baratas compradas en los drugstores mugrientos de Tijuana, en régimen de libertad condicional, y contándonos cómo había visto a la chica muerta.
Porque Cassie Blythe estaba muerta. Yo lo sabía, y sospechaba que sus padres también lo sabían. Creo que lo supieron en el instante mismo en que murió. Notarían algún desgarro o algún dolor en el corazón y comprenderían instintivamente que algo le había pasado a su única hija, y que nunca regresaría a casa, aunque seguían quitando el polvo de la habitación y cambiando la cama dos veces al mes para que estuviese lista en el caso de que apareciese por la puerta contando fantásticas historias y dando explicaciones por sus seis años de silencio. Hasta que tuviesen una evidencia de lo contrario, siempre les quedaba la esperanza de que Cassie aún estuviese viva, aunque el reloj de la repisa de la chimenea tañese con suavidad la certeza de su fallecimiento.
Bear se había tragado tres años en California por comerciar con mercancías robadas. En esos asuntos, Bear era más bien tonto. Era tan tonto que sería capaz de robar cosas que ya tenía. Era lo suficientemente tonto como para confundir a Cassie Blythe con un contenedor de escombros, pero, pese a todo, refirió de nuevo los detalles de la historia, a veces con titubeos y con la cara retorcida por el esfuerzo de recordar los detalles que yo estaba seguro de que Sundquist le había obligado a memorizar: cómo bajó a México, después de salir de Mule Creek, para comprar medicinas baratas contra la ansiedad; cómo se había topado con Cassie Blythe, que bebía algo acompañada de un viejo mexicano en un bar del bulevar de Agua Caliente, cerca del hipódromo; cómo había hablado con ella cuando el tipo fue al servicio y había reconocido su acento de Maine; cómo, cuando regresó el tipo, éste le dijo que se metiese en sus asuntos antes de apresurarse a subir a Cassie a un coche. Alguien en el bar le dijo que el tipo se llamaba Héctor y que tenía una casa en la playa de Rosarito. Bear no pudo seguirlos porque no tenía dinero, pero estaba seguro de que la mujer era Cassie Blythe. Recordaba haber visto su fotografía en los periódicos que su hermana le mandaba para matar el tiempo cuando estaba en la cárcel, aunque Bear era incapaz de leer un parquímetro, y menos aún un periódico. Contó que, cuando la llamó por su nombre, incluso volvió la cara, y que él no creía que fuese infeliz o que estuviese retenida contra su voluntad. Aun así, cuando volvió a Portland, lo primero que hizo fue contactar con el señor Sundquist, porque el señor Sundquist era el detective privado al que se mencionaba en las noticias del periódico. El señor Sundquist le había dicho a Bear que ya no llevaba el caso, que otro detective se había hecho cargo del asunto. Pero Bear sólo estaba dispuesto a trabajar con el señor Sundquist, porque confiaba en él y había oído cosas buenas de él. Dijo que si los Blythe querían que los ayudase en México, el señor Sundquist tendría que hacerse cargo del caso otra vez. Sundquist, que hasta entonces había asentido en silencio, en este punto de la narración levantó los hombros y me miró con desaprobación.
– Caray, Bear está inquieto porque tiene que soportar la presencia de ese individuo en la habitación -confirmó Sundquist-. El señor Parker tiene fama de violento.
Bear, con su metro ochenta y sus más de ciento treinta, kilos, hizo cuanto pudo para dar la impresión de que mi presencia le inquietaba. Y en realidad así era, aunque no por ninguna razón relacionada con los Blythe ni con la rara posibilidad de que yo pudiese infligirle algún tipo de daño físico.
Yo lo miraba de manera impasible.
Te conozco, Bear, y no me creo ni una sola palabra de lo que dices. No lo hagas. Acaba con esto antes de que se te vaya de las manos.
Bear, después de contar la historia por segunda vez, soltó un suspiro de alivio. Sundquist le dio una palmadita en la espalda y se las arregló para componer lo mejor que pudo un gesto de preocupación. Sundquist había ejercido en la profesión durante unos quince años y su reputación era buena -aunque no exactamente extraordinaria- para mucha gente, a pesar de que en los últimos tiempos había sufrido algunos reveses: un divorcio y rumores de que tenía problemas con el juego. Los Blythe eran un negocio rentable que no podía permitirse perder.
Irving Blythe se quedó en silencio cuando Bear acabó de contar su historia. Fue su mujer, Ruth, la primera en hablar. Le tocó el brazo a su marido.
– Irving, yo creo…
Pero él levantó la mano y ella se calló. Yo tenía mis dudas acerca de Irving Blythe. Era de la vieja escuela y a veces trataba a su mujer como si fuese una ciudadana de segunda clase. Había sido un alto ejecutivo de la empresa International Paper, en Jay, y en la década de los ochenta se vio obligado a afrontar las exigencias del sindicato de los trabajadores del papel relativas a la sindicalización de los obreros de los bosques del norte. La huelga que afectó durante diecisiete meses a la International Paper fue una de las más encarnizadas de toda la historia del estado, con más de mil trabajadores despedidos en el transcurso de la contienda. Irv Blythe había sido un firme oponente a cualquier tipo de acuerdo, y la compañía había endulzado su jubilación de manera considerable, como muestra de su aprecio, cuando un día se hartó y volvió a Portland. Pero eso no significaba que no adorase a su hija ni que su desaparición no le hubiese hecho envejecer en los últimos seis años, durante los cuales había adelgazado como si su cuerpo fuese un bloque de hielo derritiéndose. La camisa blanca le quedaba holgada tanto en los brazos como en el pecho, y en el hueco que quedaba entre su cuello y el cuello de la camisa podría caber mi puño. Los pantalones los llevaba fuertemente apretados con un cinturón, y se le formaban bolsas en el culo y en los muslos. Todo él era un símbolo de abandono y fracaso.
– Creo que usted y yo deberíamos hablar, señor Blythe -dijo Sundquist-. En privado -añadió, a la vez que echaba una mirada significativa a Ruth Blythe, una mirada que daba a entender que aquello era asunto de hombres, algo que las emociones femeninas, por muy sinceras que fueran, no podían entorpecer ni enredar.
Blythe se levantó, dejó a su mujer en el sofá, y Sundquist lo siguió hasta la cocina. Bear se quedó allí y sacó un paquete de Marlboro del bolsillo de su chaleco.
– Saldré fuera a fumar, señora.
Ruth Blythe asintió con la cabeza y observó cómo se alejaba la mole de Bear. Se sujetaba la barbilla con el puño, tensa por el golpe que acababa de recibir. Fue la señora Blythe la que había instigado a su esposo a prescindir de los servicios de Sundquist. Él había accedido sólo porque Sundquist no parecía que avanzase en el caso, pero me daba la impresión de que yo no le gustaba demasiado. La señora Blythe era una mujer pequeña, pero pequeña del modo en que lo son los terriers, pues su estatura enmascaraba energía y tenacidad. Yo había revisado todas las noticias que tenían que ver con la desaparición de Cassie Blythe: Irving y Ruth sentados a la mesa, Ellis Howard, el jefe de policía de Portland, junto a ellos, y Ruth Blyte agarrando con fuerza una fotografía de Cassie. Cuando accedí a investigar el caso, ella me dio las grabaciones de la conferencia de prensa para que las revisara, así como recortes de prensa, unas fotografías y unos informes, cada vez más escuetos, de Sundquist. Seis años atrás, habría dicho que Cassie Blythe se parecía a su padre, pero, a medida que los años fueron pasando, me daba la impresión de que Cassie tenía más parecido con Ruth. La expresión de sus ojos, su sonrisa e incluso el pelo se parecían ahora más que nunca a los de Cassie. De un modo extraño, era como si Ruth Blythe estuviese transformándose y adquiriendo los rasgos de su hija, para llegar a ser al mismo tiempo la esposa y la hija a los ojos de su marido, manteniendo viva una parte de Cassie a pesar de que la sombra de su ausencia se le agrandaba cada vez más.
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