– Está mintiendo, ¿verdad? -me preguntó Ruth cuando salió Bear.
Por un momento estuve a punto de mentirle también, de decirle que no estaba seguro, que no podía descartarse ninguna posibilidad, pero fui incapaz. No se merecía que la engañara, pero, por otra parte, tampoco se merecía que le dijese que no había esperanza alguna, que su hija nunca volvería.
– Creo que sí -contesté.
– ¿Por qué lo ha hecho? ¿Por qué habrá querido herirnos de ese modo?
– No creo que su intención fuera herirles, señora Blythe. Bear no haría eso. Se deja influir con facilidad.
– Es cosa de Sundquist, ¿verdad?
Esa vez no le contesté.
– Déjeme hablar con Bear -le dije.
Me levanté y me dirigí a la puerta principal. Vi a Ruth Blythe reflejada en el cristal de la ventana, con el tormento escrito en la cara, debatiéndose entre el deseo de agarrarse a la débil esperanza que le había proporcionado Bear y la certeza de que aquella esperanza se le escurriría como agua entre las manos si intentaba aferrarse a ella.
Fuera, Bear estaba chupando un cigarrillo e intentaba llamar la atención del perro de los Blythe para que jugara con él, pero el perro lo ignoraba.
– Hola, Bear.
Recordaba a Bear de mis años de juventud, cuando apenas era un poco más pequeño y algo más tonto de lo que lo era en ese instante. Entonces vivía con su madre, sus dos hermanas mayores y su padrastro en una casita de Acorn, a la altura de Spurwink Road. Eran gente honrada: su madre trabajaba en Woolworth y su padrastro conducía una camioneta de reparto de una compañía de refrescos. Ahora estaban muertos, pero sus hermanas aún vivían cerca de allí, una en East Buxton y la otra en South Windham, cosa que les vino bien para visitar a Bear cuando, a los veinte años, estuvo internado tres meses en el centro penitenciario de Windham acusado de agresión. Aquélla fue la primera experiencia carcelaria de Bear y tuvo suerte de no experimentar ninguna más en los años sucesivos. Hizo unos trabajillos de chófer para unos tipos de Riverston y después se marchó a California tras una disputa territorial que dejó un muerto y un lisiado de por vida. Bear no estaba involucrado, pero los cargos iban a formularse de forma inminente y sus hermanas lo animaron a que se largara. Lo más lejos posible. En Los Ángeles consiguió un trabajo de friegaplatos, volvió a caer en malas compañías y acabó en Mule Creek. En realidad, Bear carecía de maldad alguna, aunque eso no le hacía menos peligroso. Era un arma en manos de los demás, sensible a cualquier tipo de expectativa relativa al dinero, al trabajo o puede que incluso al mero compañerismo. Bear se limitaba a mirar el mundo con ojos atónitos. Había vuelto a casa, pero daba la impresión de estar tan perdido y tan desplazado como siempre.
– No puedo hablar contigo -me dijo cuando me puse a su lado.
– ¿Por qué no?
– El señor Sundquist me dijo que no lo hiciera. Según él, tú jo-des todas las cosas.
– ¿Qué cosas?
Bear sonrió y me apuntó agitando el dedo.
– No, no. Yo no soy tonto.
Me adentré en el césped, me puse en cuclillas y alargué las manos. De inmediato, el perro se levantó y se acercó a mí lentamente, moviendo el rabo. Cuando lo tuve delante, me olisqueó los dedos y se dedicó a restregarme el hocico por la palma de las manos mientras yo le rascaba las orejas.
– ¿Por qué no me hace a mí lo mismo? -preguntó Bear. Parecía dolido.
– Quizá porque lo asustas -le contesté, y me sentí mal al apreciar una expresión de pena en su cara-. A lo mejor es porque me huele a mi perro. Oye, ¿te asusta el gran Bear, pequeño? No es tan espeluznante como parece.
Bear se puso en cuclillas a mi lado, con toda la lentitud y con todo el aire inofensivo que le permitía su corpulencia, rozó la cabeza del perro con sus enormes dedos. Los ojos del animal se volvieron alarmados hacia él y noté que estaba tenso, hasta que poco a poco comenzó a tranquilizarse cuando se dio cuenta de que aquel hombretón no albergaba malas intenciones. Cerró los ojos placenteramente al sentir las caricias de nuestros dedos.
– Bear, éste era el perro de Cassie Blythe -le dije, y vi cómo dejaba de hurgar en el pelaje del animal.
– Es un perro bueno -comentó.
– Sí que lo es. Bear, ¿por qué haces esto?
No contestó, pero vi el reflejo de la culpabilidad en sus ojos, como un pequeño pez desamparado que percibe la proximidad de un depredador. Intentó apartar la mano del perro, pero el animal levantó el hocico y lo oprimió contra sus dedos, hasta que consiguió que volviera a acariciarlo.
– Bear, sé que no quieres hacer daño a nadie. ¿Te acuerdas de mi abuelo? Mi abuelo fue el adjunto del sheriff en el condado de Cumberland.
Bear asintió con la cabeza.
– Una vez me dijo que veía bondad en ti, aunque tú nunca has sido capaz de reconocerlo. Creía que podrías llegar a ser una buena persona. -Bear me miró como si no comprendiera nada, pero continué-. Lo que estás haciendo hoy no es noble, Bear, ni tampoco decente. Vas a hacer daño a esta familia. Han perdido a su hija y lo que más quieren en este mundo es que esté viva en México. Lo único que quieren es que esté viva, y punto. Pero tú y yo, Bear, sabemos que no es así. Sabemos que ella no está allí.
Durante un rato, Bear no dijo nada, como a la espera de que yo desapareciera y dejase de atormentarlo.
– ¿Qué te ha ofrecido?
Bear encorvó los hombros un poco, pero me dio la impresión de que la confesión iba a suponerle un alivio.
– Me dijo que me daría quinientos dólares y que quizá podría conseguirme trabajo. Necesitaba el dinero. También necesito el trabajo. Es difícil encontrar trabajo cuando se ha estado metido en líos. Me dijo que tú no les servirías de nada y que si yo les contaba esa historia, a la larga estaría ayudándoles.
Noté que mis hombros se relajaban, pero también me entraron remordimientos, y sentí una pequeña fracción de la pena que los Blythe sentirían cuando les dijese que Bear y Sundquist les habían mentido acerca de su hija. Ni siquiera me creía con derecho de culpar a Bear.
– Unos amigos míos podrían darte trabajo. He oído que están buscando a alguien que pueda echar una mano en una cooperativa de Pine Point. Puedo interceder por ti.
Me miró.
– ¿Harías eso?
– ¿Puedo decirles a los Blythe que su hija no está en México?
Tragó saliva.
– Lo siento. Ojalá estuviese en México. Ojalá la hubiese visto. ¿Les dirás eso? -Parecía un niño grande, incapaz de comprender el daño que había causado.
No respondí. En señal de agradecimiento, le di una palmada en el hombro.
– Bear, te llamaré a casa de tu hermana para comentarte lo del trabajo. ¿Necesitas dinero para un taxi?
– No. Bajaré andando a la ciudad. No está lejos.
Acarició al perro en la cabeza por última vez con especial vigor y echó a andar en dirección a la carretera. El perro le siguió, olisqueándole las manos, hasta que Bear llegó a la vereda. El animal volvió a tumbarse en el césped y observó cómo se alejaba.
Entré en la casa. La señora Blythe no se había movido del sofá. Levantó la cabeza y me miró. Vislumbré un diminuto brillo en sus ojos, ese brillo que yo estaba a punto de extinguir.
Negué con la cabeza. Salí de la habitación en el instante en que ella se levantaba y se dirigía a la cocina.
Yo estaba sentado en el capó del Plymouth de Sundquist cuando éste salió de la casa. Venía con el nudo de la corbata un poco ladeado y con una marca roja en la mejilla: una bofetada de Ruth Blythe. Se paró en la linde del césped y me miró con nerviosismo.
– ¿Qué vas a hacer? -preguntó.
– ¿Ahora? Nada. No voy a ponerte un dedo encima. -Noté que se tranquilizaba-. Pero como detective privado estás acabado. Me aseguraré de ello. Esa gente se merece algo mejor.
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