– Quítate el cinturón -dijo Louis.
El hombre del cuchillo se quedó quieto durante un momento y luego hizo lo que se le ordenaba.
– Tíralo lejos.
Enrolló el cinturón y lo tiró. El cinturón dio varias vueltas antes de que el cuchillo se saliera de la vaina y cayese al suelo.
– Eso ha estado bien.
– Todavía hay un problema.
– Lo lamento -replicó Louis-. ¿Eres Willard Hoag?
Los ojos hundidos no delataban ningún tipo de emoción. Permanecían fijos e imperturbables en la cara del intruso.
– ¿Te conozco?
– No, no me conoces.
Los ojos de Willard se avivaron.
– De todas formas, a mí todos los negratas me parecen iguales. -Sospechaba que ése era tu punto de vista, Willard. El tipo que está detrás de ti es Clyde Benson. Y tú -levantó la SIG para señalar al dueño del bar-, tú eres Little Tom Rudge.
La rojez de la cara de Little Tom se debía sólo en parte al calor del licor quemado. Su furia crecía por momentos. Se manifestaba en el temblor de sus labios, en el modo en que apretaba y estiraba los dedos. El tatuaje del brazo se le movía, como si los ángeles estuviesen ondeando con lentitud la banderola con el nombre de Kathleen.
Y toda aquella ira iba dirigida al negro que le amenazaba en su propio bar.
– ¿Se puede saber qué está pasando aquí? -le preguntó Little Tom.
Louis se rió.
– Una expiación. Eso es lo que está pasando aquí.
Son las diez y diez cuando la mujer se incorpora. La llaman abuela Lucy, aunque a ú n no ha cumplido los cincuenta y es una mujer hermosa, con un brillo juvenil en los ojos y apenas unas arrugas en su piel oscura. A sus pies est á sentado un ni ñ o de siete u ocho a ñ os, aunque muy alto para su edad. En la radio, Bessie Smith canta Weeping Willow Blues.
La mujer a la que llaman abuela Lucy s ó lo lleva un camis ó n y un chal, y est á descalza. Aun as í se levanta, se dirige al port ó n y baja los escalones con pasos leves y medidos. Detr á s de ella va el ni ñ o, su nieto. La llama: « Abuela Lucy, ¿ qu é pasa? » , pero ella no contesta. M á s tarde le hablar á de los mundos que hay dentro de otros mundos, de los lugares en que la membrana que separa a los vivos de los muertos es tan delgada, que unos y otros se ven y se tocan. Le hablar á de la diferencia que existe entre los habitantes del d í a y los habitantes de la noche, de las peticiones que los muertos hacen a los que dejaron aqu í atr á s.
Y le hablar á del camino que todos andamos y que todos compartimos, tanto los vivos como los muertos.
Pero, de momento, se ajusta el chal y contin ú a caminando en direcci ó n al bosque, donde se detiene y espera bajo la noche sin luna. Entre los á rboles hay una luz, como si un meteoro hubiera descendido de las alturas y estuviese desplaz á ndose a ras de suelo, llameando y sin embargo sin llamear, ardiendo pero sin arder. No desprende calor, pero algo resplandece en el centro de la luz aquella.
Y, cuando el ni ñ o mira a los ojos de su abuela, ve a un hombre en llamas.
– ¿Os acordáis de Errol Rich? -preguntó Louis.
Nadie contestó, pero un músculo se contrajo en la cara de Clyde Benson.
– He preguntado que si os acordáis de Errol Rich.
– No sabemos de qué estás hablando, chico -dijo Hoag-. Te equivocas de personas.
La pistola giró y dio una sacudida en la mano de Louis. El pecho de Willard Hoag empezó a escupir sangre por el agujero que tenía en el corazón. Dio un traspié hacia atrás, derribando un taburete, y cayó de espaldas. La mano izquierda tanteaba el suelo como si buscase algo. Después dejó de moverse.
Clyde Benson empezó a dar gritos y, a partir de ese instante, todo fue a peor.
Little Tom se tiró al suelo detrás de la barra y buscó la escopeta que guardaba debajo del fregadero. Clyde Benson le arrojó a Ángel un taburete y salió corriendo hacia la puerta. Llegó hasta el aseo de hombres antes de que su camisa sufriera dos desgarros a la altura del hombro. Salió dando traspiés por la puerta trasera y se perdió, sangrando, en la oscuridad. Ángel, que le había disparado, fue tras él.
El canto de los grillos cesó de repente y el silencio de la noche adquirió una rara cualidad premonitoria, como si la naturaleza aguardara las consecuencias inevitables de lo que estaba sucediendo en el bar. Benson, desarmado y sangrando, casi había llegado al aparcamiento cuando el pistolero le alcanzó. Resbaló y cayó lastimosamente al suelo, salpicándolo todo de sangre. Empezó a arrastrarse hacia la hierba alta, como si creyese que llegando allí tendría alguna posibilidad de salvarse. Una bota le hizo palanca bajo el pecho, traspasándolo de un dolor ardiente mientras lo forzaba a darse la vuelta. Apretaba fuertemente los ojos. Cuando volvió a abrirlos, el hombre de la camisa chillona le apuntaba con su pistola a la cabeza.
– No lo hagas -suplicó Benson-. Por favor.
La expresión del joven se mantenía impasible.
– Por favor -rogó Benson sollozando-. Me arrepiento de mis pecados. He encontrado a Jesús.
El dedo apretó el gatillo y el hombre llamado Ángel dijo:
– Entonces no tienes que preocuparte por nada.
En la oscuridad de sus pupilas hay un hombre ardiendo. Tiene la cabeza, los brazos, los ojos y la boca envueltos en llamas. No tiene piel, ni pelo, ni ropa. S ó lo es fuego en forma de hombre y dolor en forma de fuego.
– Pobre ni ñ o -susurra la mujer-. Pobrecito.
Las l á grimas acuden a sus ojos y le caen con suavidad por las mejillas. Las llamas empiezan a parpadear y a temblar. La boca del hombre en llamas se abre y el hueco sin labios moldea unas palabras que s ó lo la mujer oye. El fuego se extingue, pasando del blanco al amarillo, hasta que al final s ó lo se distingue su silueta, negro sobre negro, y luego no quedan sino los á rboles, y las l á grimas, y el tacto de la mano de la mujer en la mano del ni ñ o.
– Vamos, Louis. -Y vuelve con é l a la casa.
El hombre en llamas descansa en paz.
Cuando Little Tom se incorporó con la escopeta, se encontró ante un local vacío y con un cadáver tendido en el suelo. Tragó saliva y se dirigió a la izquierda, hacia el final de la barra. Había dado tres pasos cuando la madera astillada y las balas le desgarraron el muslo y le hicieron añicos el fémur izquierdo y la espinilla derecha. Se desplomó y gritó cuando la pierna herida pegó contra el suelo, pero aún se las arregló para vaciar los dos cañones contra la madera barata de la barra, formando una lluvia de perdigones, de astillas y de cristales rotos. Le llegaba el olor de la sangre, de la pólvora y del whisky derramado. Los oídos le zumbaban cuando cesó el estrépito, y entonces sólo se oyó el gotear del líquido y el crujido de las astillas que caían al suelo.
Y pisadas.
Miró a la izquierda y vio a Louis de pie. El cañón de la SIG apuntaba al pecho de Little Tom. Le quedaba un poco de saliva en la boca y se la tragó. La sangre brotaba de su muslo a causa de la arteria rota. Intentó detener la hemorragia con la mano, pero la sangre le manaba entre los dedos.
Читать дальше