Alcohol barato y gasolina.
Se llama Errol Rich, aunque ninguna l á pida ni cruz ser á grabada con ese nombre para se ñ alar su morada ú ltima. Desde el momento en que lo sacaron de la casa de su mam á , entre los gritos de su mam á y de su hermana, Errol dej ó de existir. Ahora, todos los vestigios de su presencia f í sica est á n a punto de ser borrados de la faz de la tierra, y s ó lo quedar á el recuerdo de su vida en aquellos que le han querido, y el recuerdo de su muerte permanecer á en los congregados aqu í esta noche.
¿ Por qu é se encuentra aqu í ? A Errol Rich est á n a punto de quemarlo porque se neg ó a doblegarse, porque se neg ó a ponerse de rodillas, porque le falt ó al respeto a sus superiores.
Errol Rich est á a punto de morir por romper una ventana.
Iba en su cami ó n, su viejo cami ó n con el parabrisas resquebrajado y la pintura desconchada, cuando oy ó el grito.
– ¡ Oye, negrata!
Entonces le estamparon un vaso en la cabeza, hiri é ndole en la cara y las manos, y algo le golpe ó con fuerza entre los ojos. Fren ó de inmediato y lo oli ó . En su regazo, una jarra rota vert í a los restos de su contenido en el asiento y en sus pantalones.
Orina. Hab í an llenado una jarra entre todos y la hab í an lanzado contra el parabrisas. Se sec ó la cara con la manga de la camisa, que se le moj ó y manch ó de sangre, y mir ó a los tres hombres que se encontraban de pie junto a la carretera, a unos pasos de la entrada del bar.
– ¿ Qui é n me ha tirado esto? -pregunt ó . Nadie contest ó , en el fondo estaban asustados. Errol Rich era un hombre muy fuerte. Hab í an calculado que se secar í a la cara y seguir í a adelante, no que parase y se encarara con ellos.
– ¿ Me lo tiraste t ú , Little Tom? -Errol se plant ó delante de Little Tom Rudge, el due ñ o del bar, pero Little Tom no le miraba a los ojos-. Porque si lo has hecho t ú , ser á mejor que me lo digas ahora, o si no voy a pegarle fuego a tu bar de mierda.
Pero no hubo respuesta, as í que Errol Rich, que siempre hab í a tenido mucho genio, firm ó su sentencia de muerte cuando agarr ó una estaca de la parte de atr á s de su cami ó n y se volvi ó hacia donde estaban los hombres. Estos retrocedieron pensando que iba por ellos, pero, en vez de eso, lanz ó la estaca, que med í a casi un metro, contra el ventanal delantero del bar de Little Tom Rudge. Luego se subi ó al cami ó n y se fue.
Ahora, Errol Rich est á a punto de morir por culpa de un mero pedazo de cristal, y todo un pueblo ha acudido para presenciar el espect á culo. Los mira, mira a esos seres temerosos de Dios, a esos hijos e hijas de la tierra, y percibe toda la vehemencia de su odio como un anticipo de la quema.
« Yo arreglaba cosas » , piensa. « Arreglaba cosas que se averiaban y las dejaba como nuevas. »
Este pensamiento parece llegarle pr á cticamente de la nada. Procura espantarlo, pero el pensamiento persiste.
« Tengo ese don. Soy capaz de tomar un motor, una radio o incluso un televisor y repararlos. Jam á s he le í do un manual y carezco de cualquier tipo de formaci ó n profesional. Es un don, un don que tengo, y dentro de nada lo perder é . » Observa las caras expectantes de la multitud. Ve a un muchacho de catorce o quince a ñ os con los ojos encendidos por la emoci ó n. Lo reconoce. Tambi é n reconoce al hombre que apoya la mano en el hombro del muchacho. Le llev ó una radio a Errol para que la tuviese reparada antes de Santa Anita porque le gustaba escuchar la retransmisi ó n de las carreras de caballos. Errol se la tuvo arreglada a tiempo, tras sustituir el altavoz estropeado, y el hombre se lo agradeci ó con un d ó lar de propina.
El hombre se da cuenta de que Errol lo observa y aparta la mirada. Nadie lo ayudar á , no puede esperar misericordia por parte de nadie. Est á a punto de morir por romper una ventana, ya encontrar á n a otro que les arregle los motores y las radios, aunque no lo haga tan bien ni tan barato.
Con las piernas atadas, a Errol lo obligan a saltar al Lincoln. Los hombres enmascarados lo arrastran, lo suben al techo de la cabina del cami ó n y le colocan una soga alrededor del cuello mientras se arrodilla. Se fija en el tatuaje que tiene en el brazo el m á s alto de ellos: el nombre de Kathleen sobre una banderola sostenida por á ngeles. La mano tensa la soga. Le roc í an de gasolina la cabeza y siente un escalofr í o.
Entonces Errol levanta la vista y pronuncia las que ser á n sus ú ltimas palabras en este mundo.
– No me quem é is -suplica. Ha asumido que tiene que morir, que inevitablemente va a morir esta noche, pero no quiere que lo quemen.
« Piedad, Se ñ or, no dejes que me quemen. »
El hombre del tatuaje le arroja a Errol el resto de la gasolina a los ojos y le deja ciego, y se echa a tierra.
Errol Rich empieza a rezar.
El blanco bajito fue el primero que entró en el bar. Un olor a cerveza rancia y derramada flotaba en el ambiente. En el suelo, el polvo y las colillas se amontonaban alrededor de la barra, hacia donde los habían barrido, pero faltaba recogerlos. El entarimado estaba lleno de círculos negros por las miles de colillas allí aplastadas, y la pintura naranja de las paredes se había abombado formando burbujas que reventaban como una piel infectada. No había un solo cuadro, sólo carteles de propaganda de cerveza que tapaban los desperfectos más acusados.
El bar no era muy grande. Unos nueve metros de largo por cuatro y medio de ancho. La barra estaba a la izquierda, en forma de cuchilla de patín, con el extremo curvo pegado a la puerta. En el otro extremo había una pequeña oficina y un almacén. Los lavabos se hallaban al fondo de la barra, junto a la puerta trasera. A la derecha había cuatro mesas con asientos adosados pegadas a la pared. A la izquierda, un par de mesas redondas.
Había dos hombres sentados a la barra, y otro tras ella. Los tres debían de pasar los sesenta años. Los dos que estaban en la barra llevaban gorras de béisbol, descoloridas camisetas de manga corta debajo de camisas de algodón aún más descoloridas y vaqueros baratos. Uno de ellos tenía un cuchillo grande al cinto. El otro ocultaba Una pistola bajo la camisa.
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