Pero esa clase de paz es momentánea, una huida de la realidad que cesa en el instante en que vuelves la vista y fijas tu atención en los asuntos cotidianos: aquellos a los que quieres y cuentan contigo para que les eches una mano cuando te necesiten, aquellos que esperan algo de ti pero por los que tú no sientes nada y aquellos que te harían daño a ti y a los tuyos si se les presentase la oportunidad. En ese instante tenía de sobra para bregar en las tres categorías.
Rachel y yo nos habíamos mudado a aquella casa hacía sólo cuatro semanas, después de vender la vieja casa de mi abuelo y los terrenos colindantes en Mussey Road, a unos tres kilómetros de allí, al Servicio Postal de Estados Unidos. Estaban construyendo un nuevo e inmenso almacén de correos en la zona de Scarborough y me habían pagado una cantidad considerable de dinero por dejar mis tierras, que se utilizarían como área de mantenimiento de la oficina postal.
Sentí un profundo dolor cuando llegamos a un acuerdo de venta. Después de todo, aquélla era la casa a la que fuimos mi madre y yo desde Nueva York cuando murió mi padre. Era la casa en la que había transcurrido mi adolescencia y la casa a la que había regresado después de la muerte de mi mujer y de mi hija. Ahora, pasados dos años y medio, empezaba de nuevo. A Rachel ya se le iba notando el embarazo, y de algún modo parecía conveniente que comenzásemos nuestra vida como pareja formal en una nueva casa, una casa que hubiésemos elegido, decorado y amueblado entre ambos y en la que, según era mi deseo, pudiéramos vivir y envejecer juntos. Además, como mi antiguo vecino me indicó cuando la venta estaba casi cerrada y cuando él mismo estaba a punto de marcharse a su nuevo hogar en el sur, sólo un loco querría vivir tan cerca de miles de trabajadores de correos, ya que todos ellos son como pequeñas bombas de relojería llenas de frustración a punto de explotar en una orgía de violencia armada.
– No estoy seguro de que sean tan peligrosos -le sugerí.
Me miró con escepticismo. Sam fue el primero en vender cuando hicieron las ofertas, y en aquel momento hasta la última de sus pertenencias se hallaba dentro de un camión U-Haul, listas para ser trasladadas a Virginia. Yo tenía las manos llenas de polvo porque le había ayudado en la mudanza.
– ¿Has visto la película El cartero? -me preguntó.
– No, pero he oído que es una mierda.
– Es malísima. A Kevin Costner lo dejan en cueros, lo cubren de miel y lo atan sobre un hormiguero para que las hormigas lo devoren. Pero eso no es lo relevante. ¿De qué va El cartero?
– ¿De un cartero?
– De un cartero armado -apostilló-. De hecho, hay muchos carteros que van armados. Ahora bien, te apuesto cincuenta pavos a que si tuvieses acceso a los archivos de los asquerosos videoclubes de cualquier ciudad de América, ¿sabes con qué te encontrarías?
– ¿Porno?
– No sé nada sobre eso -mintió-. Te encontrarías con que los únicos que alquilan El cartero más de una vez son otros carteros. Lo juro. Comprueba los archivos. El cartero es para esos tipos algo así como una llamada a las armas. Quiero decir que es una visión de América en la que los trabajadores de correos son héroes -y tienen que cargarse a cualquiera que les joda. Es como porno para los carteros. Seguro que se sientan en círculo y se hacen pajas en sus escenas favoritas.
Discretamente, me aparté de él unos pasos. Me apuntaba agitando el dedo.
– Acuérdate bien de lo que digo. Lo que Marilyn Manson significa para los descerebrados alumnos de instituto, es lo que significa El cartero para los carteros. Sólo tienes que esperar a que empiecen los asesinatos, y entonces reconocerás que el viejo Sam tenía razón desde el principio.
O eso o que el viejo Sam estaba loco desde el principio. Aún no sabía muy bien si hablaba en serio. Ya me lo imaginaba escondido en una granja de Virginia, esperando el Apocalipsis de correos. Me estrechó la mano y se dirigió al camión. Su mujer y los niños se habían marchado ya, y él esperaba con impaciencia la paz de la carretera. Se detuvo delante de la puerta del camión y me guiñó un ojo.
– No permitas que esos locos miserables te pillen, Parker.
– Aún no lo han logrado -contesté.
Por un instante, dejó de sonreír, pero enseguida recuperó el buen humor.
– Eso no significa que no vayan a intentarlo de nuevo.
– Lo sé.
Asintió.
– Si alguna vez pasas por Virginia…
– Pasaré de largo.
Me dijo adiós con la mano y se marchó levantando el dedo corazón para despedirse para siempre de la futura sede del Servicio de Correos de Estados Unidos.
Desde el porche, Rachel me llamó y me señaló el teléfono inalámbrico. Levanté una mano para darle a entender que la había oído y vi cómo Walt echaba a correr a toda velocidad hacia ella. La melena pelirroja de Rachel parecía arder bajo la luz del sol, y una vez más sentí una tirantez en el estómago ante su presencia. Mis sentimientos hacia ella se enroscaban y retorcían dentro de mí, así que por un instante me costó trabajo aislar cualquier emoción pura. Había amor -estaba seguro de eso-, pero también había gratitud, nostalgia y temor: temor por nosotros. De alguna manera, temía defraudarla y obligarla a que se alejase de mí. Temía por el hijo que iba a nacer, porque ya había perdido a una hija, que se me aparecía una y otra vez en mis sueños agitados, alejándose de mí y perdiéndose para siempre en la oscuridad, con su madre al lado, muriendo en medio del dolor y la rabia. Y temía por Rachel. Temía que le sucediese algo malo en cuanto me diese la vuelta, cuando estuviese ocupado en mis asuntos, y que también a ella la arrancasen de mi vida.
Ante semejante caso me moriría, porque no sería capaz de soportar de nuevo tanto sufrimiento.
– Es Elliot Norton -dijo mientras me acercaba, tapando el auricular con la mano-. Dice que es un viejo amigo.
Asentí y le di una palmadita en el culo mientras alcanzaba el teléfono. Como respuesta, ella me dio un cariñoso tirón de orejas. O, al menos, quise interpretar que se trataba de un tirón cariñoso. Observé cómo entraba en la casa para proseguir su trabajo. Aún bajaba a Boston dos veces por semana para ocuparse de los seminarios de psicología. Pero por aquel entonces realizaba la mayor parte de sus trabajos de investigación en el pequeño estudio que habíamos montado en uno de los cuartos de invitados. Cuando escribía, siempre apoyaba la mano izquierda en la barriga. Me miró por encima del hombro cuando se dirigía a la cocina y meneó de manera provocativa las caderas.
– Fresca -le dije entre dientes. Ella me sacó la lengua y desapareció.
– ¿Disculpe? -dijo la voz de Elliot a través del teléfono. Tenía más acento sureño del que yo recordaba.
– He dicho «fresca». No saludo a los abogados de esa manera. Para ellos uso «puto» o «sanguijuela» si quiero salirme del ámbito de lo sexual.
– Ajá. ¿Y no haces excepciones?
– Normalmente no. Por cierto, esta mañana he encontrado un nido de parientes tuyos en mi jardín.
– Prefiero no preguntar siquiera. ¿Cómo estás, Charlie?
– Estoy bien. Cuánto tiempo, Elliot.
Elliot Norton había sido ayudante del fiscal de distrito en el Departamento de Homicidios de la fiscalía de Brooklyn cuando yo era policía. En aquellas ocasiones en que nuestros caminos se cruzaron habíamos conseguido entendernos bastante bien, tanto en el plano profesional como en el personal, hasta que se casó y volvió a su nativa Carolina del Sur, donde ejercía de abogado en Charleston. Cada año me mandaba una felicitación navideña. Quedé con él en Boston para cenar en septiembre del año pasado, cuando se ocupaba de la venta de algunas propiedades en White Mountains, y unos años antes me había alojado en su casa cuando Susan, mi difunta mujer, y yo pasamos por Carolina del Sur durante los primeros meses de nuestro matrimonio. Rondaba los cuarenta, tenía canas prematuras y se había divorciado de su mujer, Alicia, que era lo suficientemente guapa como para detener el tráfico en un día lluvioso. Ignoraba la causa de la separación, aunque conociendo la clase de tipo que era Elliot, me atrevería a suponer que se había extraviado del redil conyugal alguna que otra vez. La noche que estuvimos cenando en Sonsi, en Newbury, los ojos se le salían de las órbitas, como si fuese uno de esos dibujos animados de Tex Avery, cuando veía pasar a las muchachas con sus modelitos veraniegos por delante de las puertas abiertas.
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