Estaba enfadado con Elliot, pero mucho más enfadado conmigo mismo. Parecía un caso difícil, y los casos difíciles forman parte de mi trabajo. Si esperaba sentado a que llegaran los fáciles, me moriría de hambre o me volvería loco. Dos años atrás habría bajado a Carolina del Sur para echarle una mano sin pensármelo dos veces, pero en ese momento estaba Rachel, y faltaba poco para que yo volviera a ser padre. Me habían dado una segunda oportunidad y de ninguna manera quería ponerla en peligro.
Me vi de nuevo dentro del coche. Saqué la indumentaria del maletero y me pasé una hora en el gimnasio castigándome tan duramente como jamás lo había hecho. Estuve machacándome hasta que me ardieron los músculos y tuve que sentarme en un banco con la cabeza agachada para sobrellevar el momento peor de la náusea. Cuando conducía de vuelta a Scarborough, me sentía mal, y el sudor que me caía por la cara era el sudor propio del lecho de un enfermo.
Rachel y yo no comentamos la llamada hasta la cena. Llevábamos juntos como pareja unos diecinueve meses, aunque sólo compartíamos el mismo techo desde hacía menos de dos. Había quienes desde entonces me miraban de modo distinto, como si se preguntasen cómo un hombre que había perdido a su mujer y a su hija en unas circunstancias tan terribles, hacía menos de tres años, podía persuadirse a sí mismo para empezar de nuevo, para engendrar otro hijo y tratar de encontrarle un lugar en un mundo que había creado un asesino capaz de descuartizar a una niña y a la madre de esa niña.
Pero si no lo hubiese intentado, si no hubiese recurrido a otra persona con la esperanza de establecer con ella algún tipo de vínculo pequeño y titubeante que algún día se haría firme, entonces el Viajante, la criatura que me había arrebatado a mi mujer y a mi hija, me habría ganado la batalla. Yo no podía remediar el daño que nos había hecho a todos, pero me negué a ser su víctima durante el resto de mi vida.
Y aquella mujer, sin pretender aparentarlo, era extraordinaria. Había visto en mí algo digno de ser amado y de ser salvado y se había propuesto recuperar ese algo que se había refugiado en un lugar muy profundo de mí para protegerse a sí mismo de un daño mayor. No era tan ingenua como para creer que podría salvarme: prefirió ayudarme a que yo quisiera salvarme a mí mismo.
Rachel se asustó cuando supo que estaba embarazada. Al principio, los dos estábamos un poco asustados, pero, con todo, teníamos la impresión de que se trataba de un acto de justicia, de un hecho venturoso que nos permitiría afrontar nuestro nuevo futuro con una especie de serena confianza. A veces nos parecía que la decisión de tener un hijo la hubiese tomado por nosotros una especie de poder superior, y que lo único que podíamos hacer era esperar y disfrutar de la espera. Bueno, es posible que Rachel no hubiese utilizado el verbo «disfrutar». Después de todo, fue ella la que soportó una extraña pesadez cada vez que hacía algo desde el instante mismo en que la prueba de embarazo dio positivo. Era ella la que miraba con fijeza aquel cuerpo suyo que ganaba peso en los sitios más insospechados. Ella era la persona que encontré llorando, sentada a la mesa de la cocina, a altas horas de una noche de agosto, presa de sentimientos de terror, de tristeza y de agotamiento. Era ella la que vomitaba todas las mañanas nada más amanecer y la que se sentaba con la mano en la barriga y escuchaba con miedo y asombro entre un latido y otro, como si pudiese oír las pequeñas células que crecían en su interior. El primer trimestre le resultó especialmente difícil. Pero en el segundo recuperó la energía al sentir la primera patada del crío, porque era la prueba de que por fin algo real y vivo se movía dentro de ella.
Mientras la miraba en silencio, Rachel trinchó un trozo de carne tan poco hecha, que tuvo que sujetarlo con el tenedor para evitar que saliese corriendo por la puerta. Junto a la carne había patatas, zanahorias y calabacines formando montoncitos.
– ¿Por qué no comes? -me preguntó tras una breve pausa para tomar aire.
Protegí mi plato con el brazo.
– Atrás, perro malo -dije.
A mi izquierda estaba Walt, con la cabeza vuelta hacia mí y con un destello de confusión evidente en los ojos.
– No lo decía por ti -lo tranquilicé, y meneó el rabo.
Rachel terminó de masticar y me señaló con el tenedor vacío.
– Ha sido la llamada de hoy, ¿me equivoco?
Asentí y jugueteé con la comida. Después le conté la historia de Elliot.
– Está en un aprieto. Y cualquiera que se ponga a su lado contra Earl Larousse lo estará también.
– ¿Conoces a Larousse?
– No. Sólo por las cosas que Elliot me contó de él hace tiempo.
– ¿Cosas malas?
– Nada peor de lo que te esperarías de un hombre que posee más dinero que el noventa y nueve coma nueve por ciento de la gente del estado: intimidación, soborno, turbias transacciones de terrenos, follones con la Agencia de Medio Ambiente por contaminar ríos y envenenar campos… La historia de siempre. Tira una piedra en Washington cuando el Congreso esté reunido y seguro que le das a un abogado de los miles que hay como él. Pero eso no hace que la pérdida de su hija le resulte menos dolorosa.
La imagen de Irv Blythe se me cruzó fugazmente por la cabeza. La borré de mis pensamientos igual que se espanta una mosca.
– ¿Y Norton está seguro de que su cliente no la mató?
– Eso parece. Después de todo, se encargó del caso cuando lo dejó el primer abogado. Luego pagó la fianza del chico, y Elliot no es de los que arriesgan su dinero ni su reputación por una causa perdida. De nuevo, un negro acusado del asesinato de una blanca rica podría estar en peligro entre el resto de la gente, en el caso de que a alguien se le meta en la cabeza ganarse el favor de la familia afligida. Según Elliot, o pagaba la fianza o lo enterraba. Ésas eran las opciones.
– ¿Cuándo es el juicio?
– Pronto.
En internet había revisado las noticias que aparecieron en los periódicos sobre el asesinato, y estaba claro que el caso había sido tramitado desde el principio por vía de urgencia. Marianne Larousse había muerto hacía tan sólo unos meses, pero el caso iba a verse a principios del año siguiente. A la justicia no le apetecía hacer esperar a tipos como Earl Larousse.
Nos miramos fijamente a través de la mesa.
– No necesitamos el dinero. No estamos tan desesperados -dijo Rachel.
– Lo sé.
– Y tú no quieres bajar allí.
– No, claro que no.
– Aclarado entonces.
– Aclarado entonces.
– Termínate la cena, antes de que me la coma yo.
Hice lo que me dijo, incluso la saboreé.
Sabía a ceniza.
Después de cenar, fuimos en coche a Len Libby's por la Interestatal 1. Nos sentamos en un banco de la terraza y nos tomamos un helado. Antes, Len Libby's estaba en Spurwink Road, en el camino de Higgins Beach. Era un sitio que sólo tenía mesas en el interior y en el que la gente se sentaba y le daba a la lengua. Lo habían trasladado a su nueva ubicación, en la autopista, hacía unos años, y, aunque el helado seguía siendo muy bueno, no era exactamente lo mismo tomártelo viendo cuatro carriles atestados de vehículos. Como contrapartida, habían colocado un alce de chocolate de tamaño natural detrás del mostrador, y probablemente lo consideraban un signo de progreso.
Rachel y yo no hablamos. El sol se ponía y alargaba nuestras sombras, prolongándolas delante de nosotros, al igual que nuestras esperanzas y temores ante el futuro.
– ¿Has leído hoy el periódico?
– No, no he tenido tiempo.
Alcanzó el bolso y hurgó dentro de él hasta que encontró el artículo que había recortado del Press Herald y me lo pasó.
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