John Connolly - El camino blanco

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En Carolina del Sur, un joven negro se enfrenta a la pena de muerte acusado de haber violado y asesinado a Marianne Larousse, hija de uno de los hombres más ricos del estado. El caso, que nadie quiere investigar, hunde sus raíces en un mal que se remonta a un pasado remoto, el tipo de misterio que se ha convertido en la especialidad del detective Charlie Parker. Éste ignora que está a punto de sumergirse en una auténtica pesadilla y de introducirse en un escenario teñido de sangre en el que se mezclan el espectro asesino de una mujer encapuchada, un coche negro que espera a un pasajero que nunca llega, y la complicidad tanto de amigos como de enemigos en los sucesos que rodean la muerte de Marianne Larousse. Más que una investigación, es un descenso a los abismos, un enfrentamiento con las fuerzas oscuras que amenazan todo aquello que Parker ama.
Paralelamente, en la celda de una prisión, el fanático predicador Faulkner trama una venganza contra Charlie Parker, y para ello utilizará a los mismos hombres a los que el detective está siguiendo, y a una extraña y contrahecha criatura que guarda sus secretos enterrados en la orilla de un río: Cyrus Nairn.
Todas estas figuras deberán enfrentarse a su cruento destino final en los pantanos del sur y los bosques del norte, escenarios muy alejados entre sí pero unidos por un frágil hilo: el lugar donde convergen los caminos de los muertos y de los vivos.

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Sundquist amagó una sonrisa.

– ¿Y tú se lo vas a dar? Parker, sabes que hay mucha gente por estos alrededores que no te tiene mucho aprecio. No se cree que seas un fenómeno. Deberías haberte quedado en Nueva York, porque tu sitio no está en Maine.

Rodeó el coche y abrió la puerta.

– De todos modos, estoy cansado de esta jodida vida. Si te digo la verdad, me alegro de haberme sacudido este asunto. Me voy a Florida. Por mí puedes quedarte aquí y pudrirte.

Me aparté del coche.

– ¿Florida?

– Sí, Florida.

Asentí y me dirigí a mi Mustang. Las primeras gotas de lluvia empezaron a caer y salpicaron el revoltijo de alambre y metal retorcido que había en la cuneta y el aceite que se escurría despacio por el pavimento, mientras Sundquist giraba inútilmente la llave de contacto.

– Bueno, está claro que no irás en coche.

Me crucé con Bear y lo acerqué a Congress Street. Se alejó dando zancadas hacia Old Port, donde las multitudes de turistas se abrían ante él como la tierra ante el arado. Recordé lo que mi abuelo me había dicho de Bear y la manera en que el perro lo había seguido hasta el límite del césped, olisqueándole la mano con la esperanza de una caricia. En él había mansedumbre, incluso amabilidad, pero su debilidad y estupidez lo dejaban expuesto a la manipulación y a la perversión. Bear era un hombre que pendía de un hilo, y no había forma de saber de qué lado se inclinaría para él la balanza. No en aquel momento.

A la mañana siguiente hice una llamada a Pine Point y Bear comenzó a trabajar allí al poco tiempo. No volví a verlo, y ahora me pregunto si mi intervención le costó la vida. Aún presiento que de algún modo, en lo más recóndito de sí mismo, en aquella inmensa bondad que incluso él era incapaz de reconocer plenamente, Bear hubiera obrado igual de todos modos.

Cuando miro desde la ventana de mi casa la marisma de Scarborough y veo los canales que atraviesan la hierba, todos ellos comunicados entre sí, cada cual expuesto a las mismas mareas y a los mismos ciclos lunares, comprendo algo sobre la naturaleza de este mundo y sobre la forma en que las vidas aparentemente dispares se cruzan de manera inextricable. Por la noche, bajo el resplandor del plenilunio, los canales refulgen plateados y blancos y los estrechos caminos se pierden en la gran llanura lejana y reluciente. Entonces me imagino que los recorro y que ando por el camino blanco, oyendo las voces que salen de los juncos, mientras me adentro en ese nuevo mundo que me aguarda.

2

Había doce serpientes en total. Serpientes de jarretera comunes. Se instalaron en una choza abandonada que había en el límite de mi propiedad, a buen resguardo entre los tablones caídos y las maderas podridas. Vi cómo se deslizaba una por un agujero que había debajo de los escalones en ruinas del porche. Probablemente regresaba al nido después de pasarse la mañana buscando presas. Cuando arranqué las tablas del suelo con una palanca, encontré al resto. La más pequeña parecía medir unos treinta centímetros de largo; la más grande, casi noventa. Se enroscaron unas con otras y las franjas amarillentas dorsales brillaron como tubos de neón en la leve penumbra. Algunas empezaron a estirarse para exhibir sus colores en señal de amenaza. Azucé con la punta de la palanca a la que tenía más cerca y la oí sisear. Un olor dulzón y desagradable subió del agujero cuando las serpientes liberaron el almizcle de esas glándulas que tienen en la base de la cola. Junto a mí, Walter, mi perro labrador dorado de ocho meses, se echó hacia atrás con el hocico tembloroso y empezó a ladrar desorientado. Lo acaricié detrás de la oreja y me miró para que lo tranquilizase. Era la primera vez que se topaba con serpientes y no parecía muy seguro de qué se esperaba de él.

– Mejor que no metas el hocico aquí, Walt. De lo contrario vas a llevarte una de ellas enroscada en él.

En Maine hay muchas jarreteras. Son unos reptiles fuertes, capaces de sobrevivir a temperaturas bajo cero durante más de un mes y de sumergirse en el agua en invierno gracias a su temperatura corporal estable. A mediados de marzo, cuando el sol empieza a calentar las piedras, salen de la hibernación y comienzan a buscar pareja. Hacia junio o julio se reproducen. Por lo general, cada serpiente tiene diez o doce crías en el nido. A veces, sólo tres. El récord está en ochenta y cinco, que son muchas serpientes, se mire como se mire. Probablemente, las serpientes habían elegido hacer el nido en la choza porque en esa parte de mis tierras hay muy pocas coníferas, ya que éstas provocan que la tierra se ponga ácida, y eso es muy malo para las orugas nocturnas, y las orugas nocturnas son los tentempiés favoritos de las serpientes de jarretera.

Volví a colocar las tablas, retrocedí y salí de nuevo a la luz del sol, con Walter pisándome los talones. Las jarreteras son criaturas imprevisibles. Algunas pueden comer de tu mano, mientras que otras te muerden y siguen mordiéndote hasta que se cansan o se aburren o tienes que matarlas. Aquí, en esta vieja choza, era poco probable que hiciesen daño a alguien, y además la población local de mofetas, mapaches, zorros y gatos acabaría oliéndolas tarde o temprano. Así que decidí dejarlas en paz, a menos que las circunstancias me forzaran a lo contrario. En cuanto a Walter, bueno, sólo tendría que aprender a no meterse donde no le llamaban.

La marisma salada, que se extendía bajo mis pies y a través de los árboles, brillaba bajo el sol matinal; los pájaros salvajes volaban sobre las aguas, y sus siluetas se divisaban a través de la hierba y de los juncos oscilantes. Los aborígenes americanos habían llamado a este lugar Owascoag, la Tierra de Muchos Pastos, pero hacía bastante tiempo que se habían ido, y para la gente que ahora vive aquí es simplemente «la marisma», el lugar en que confluyen los ríos Dunstan y Nonesuch cuando van a desembocar en el mar. A los ánades reales, que se quedan aquí todo el año, se habían unido los patos Carolina, los ánades rabudos, los ánades sombríos y las cercetas, que pasan aquí el verano, pero estos visitantes pronto emprenderían el vuelo para escapar del recio invierno de Maine. La brisa extendía el griterío de los pájaros, mezclado con el zumbido de los insectos, en el dulce clamor del alimentarse y del aparearse, de la caza y de la fuga. Observé cómo una golondrina se lanzaba en picado hacia el lodo, trazando un arco, y se posaba en un tronco podrido. La estación había sido seca y las golondrinas en particular habían gozado de comida en abundancia. Los que vivían cerca de la marisma les estaban muy agradecidos porque acababan no sólo con los mosquitos, sino también con los mucho más peligrosos tábanos, que, con sus mandíbulas de dientes duros, desgarran la piel con la fuerza de una navaja.

Scarborough es una comunidad antigua. Es una de las primeras colonias que se establecieron en la costa septentrional de Nueva Inglaterra, no sólo como campamento provisional de pescadores, sino como asentamiento fijo que se convertiría en el hogar permanente de las familias que vivían allí. Muchas de esas familias descendían de los colonizadores ingleses, entre los que se contaban los antepasados de mi madre. Otras llegaron de Massachussets y de New Hampshire, atraídas por el reclamo de que eran buenas tierras de cultivo. El primer gobernador de Maine, William King, nació en Scarborough, aunque se fue a los diecinueve años, cuando empezó a hacerse evidente que allí no había demasiadas perspectivas de prosperidad ni de ningún otro tipo. Aquí se han librado muchas batallas -al igual que la mayoría de los pueblos costeros, Scarborough está bañada en sangre- y el entorno se ha visto degradado por culpa de la fealdad de la Interestatal 1, aunque, a pesar de todo, la marisma salada de Scarborough ha sobrevivido y sus aguas brillan como lava líquida en las puestas de sol. La marisma estaba protegida, aunque el desarrollo continuado de Scarborough tuvo como consecuencia la construcción de nuevas casas -no todas bonitas, y algunas resueltamente feas- que se levantaron cerca de la línea de la pleamar de la marisma, ya que a la gente le atraía tanto la belleza del lugar como la existencia previa de antiguos asentamientos. La casa grande con tejado negro a dos aguas en que yo vivía se construyó en torno a 1930 y en buena parte estaba protegida de la carretera y de la marisma por una hilera de árboles. Desde el porche divisaba las aguas, y algunas veces encontraba una paz que no había sentido desde hacía mucho, muchísimo tiempo.

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