John Connolly - El camino blanco

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En Carolina del Sur, un joven negro se enfrenta a la pena de muerte acusado de haber violado y asesinado a Marianne Larousse, hija de uno de los hombres más ricos del estado. El caso, que nadie quiere investigar, hunde sus raíces en un mal que se remonta a un pasado remoto, el tipo de misterio que se ha convertido en la especialidad del detective Charlie Parker. Éste ignora que está a punto de sumergirse en una auténtica pesadilla y de introducirse en un escenario teñido de sangre en el que se mezclan el espectro asesino de una mujer encapuchada, un coche negro que espera a un pasajero que nunca llega, y la complicidad tanto de amigos como de enemigos en los sucesos que rodean la muerte de Marianne Larousse. Más que una investigación, es un descenso a los abismos, un enfrentamiento con las fuerzas oscuras que amenazan todo aquello que Parker ama.
Paralelamente, en la celda de una prisión, el fanático predicador Faulkner trama una venganza contra Charlie Parker, y para ello utilizará a los mismos hombres a los que el detective está siguiendo, y a una extraña y contrahecha criatura que guarda sus secretos enterrados en la orilla de un río: Cyrus Nairn.
Todas estas figuras deberán enfrentarse a su cruento destino final en los pantanos del sur y los bosques del norte, escenarios muy alejados entre sí pero unidos por un frágil hilo: el lugar donde convergen los caminos de los muertos y de los vivos.

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Ya había visto un coche como ése antes. Lo conducía un tipo pálido y deforme llamado Stritch, una criatura repugnante. Pero Stritch estaba muerto, con un agujero en el pecho, y el coche había sido destruido.

Entonces la puerta trasera del Cadillac se abrió. Esperé a que saliera alguien, pero no salió nadie. El coche siguió parado con la puerta abierta durante uno o dos minutos, hasta que una mano invisible la cerró de un tirón. Un crujido de tapa de ataúd me llegó a través del agua y la hierba y el coche se marchó, haciendo un cambio de sentido para dirigirse al noroeste, hacia Oak Hill y la Interestatal 1.

Rachel se removió en la cama.

– ¿Qué pasa? -me preguntó.

Me volví hacia ella y vi cómo unas sombras vagaban por la habitación, unas nubes cinceladas por la luz de la luna, hasta que la envolvieron y, lentamente, empezaron a devorar su palidez.

– ¿Qué pasa? -preguntó Rachel.

Yo estaba otra vez en la cama, sólo que en ese momento me había incorporado de golpe y había apartado las sábanas con los pies. Su mano cálida se apoyaba en mi pecho.

– Había un coche -dije.

– ¿Dónde?

– Fuera. Había un coche.

Me levanté desnudo de la cama y me encaminé a la ventana. Descorrí la cortina, pero no había nada, sólo la carretera, tranquila, y las hebras plateadas del agua de la marisma.

– Había un coche -dije por última vez.

Y vi las huellas de mis dedos marcadas en la ventana, dejadas allí mientras yo alargaba la mano hacia ellas, al igual que ellas, estampadas ahora en el cristal, se alargaban hacia mí.

– Vuelve a la cama -me dijo.

Fui junto a ella y la abracé, dejando que se acurrucara hasta que se quedó dormida.

Y la estuve mirando hasta que se hizo de día.

3

Elliot Norton me llamó a la mañana siguiente del incendio intencionado. Tenía quemaduras de primer grado en los brazos y en la cara. No obstante, se consideraba bastante afortunado. El fuego había quemado tres habitaciones del primer piso y había dejado un agujero en el techo. Como ningún contratista local estaría dispuesto a emprender las reparaciones, contrató a unos chicos procedentes de Martínez, justo en la frontera del estado de Georgia, para arreglar los desperfectos.

– ¿Hablaste con la poli? -le pregunté.

– Sí. Fueron los primeros en llegar. No les faltan sospechosos, pero si pueden presentar cargos contra alguien por esto, me retiraré de la abogacía y me meteré a monje. Saben que está relacionado con el caso Larousse y yo sé que está relacionado con el caso Larousse, de manera que no discrepamos en nada. Menos mal que esta coincidencia me va a salir gratis.

– ¿No hay sospechosos?

– Van a detener a algunos gilipollas locales, pero no creo que sirva de mucho, no a menos que alguien viese u oyese algo y esté deseando echarle valor y contarlo. Mucha gente opinará que no me merecía menos por haber aceptado el caso.

Hubo una pausa. Noté que esperaba que yo rompiese el silencio. Al final lo hice, y sentí cómo mis pies empezaban a querer darse a la fuga a medida que me daba cuenta de hasta qué punto me estaba involucrando sin remedio en aquello.

– ¿Qué vas a hacer?

– ¿Qué puedo hacer? ¿Impedir que el chaval salga? Es mi cliente, Charlie. No puedo hacer eso. Y tampoco puedo permitir que me intimiden para que abandone el caso.

Estaba apretando las clavijas de mi mala conciencia a propósito. Aquello no me gustaba, pero quizá pensó que no tenía otra opción.

No sólo me molestó su disposición a aprovecharse de nuestra amistad. Elliot Norton era un buen abogado, pero nunca lo había visto compadecerse por nadie en asuntos de trabajo. Había arriesgado su casa y puede que su vida por un joven del que apenas sabía nada, y aquél no era el Elliot Norton que yo conocía. No estaba seguro de que, a pesar de mis dudas, pudiese seguir dándole largas, pero lo menos que podía hacer era intentar exigirle algunas respuestas satisfactorias.

– Elliot, ¿por qué haces esto?

– ¿Hacer qué? ¿Ser abogado?

– No, ser el abogado de ese muchacho.

Esperaba el típico discurso de que un hombre debe hacer lo que debe, de que nadie estaría dispuesto a defender al chaval y de que él, Elliot, hubiera sido incapaz de mantenerse al margen y ver cómo ataban con correas al pobre muchacho a una camilla y le inyectaban un veneno para que el corazón se le parase. Pero, en vez de eso, me sorprendió. Tal vez fuera el cansancio, o el suceso de la noche previa, pero cuando habló su voz desprendía una amargura que nunca había apreciado en él.

– ¿Sabes?, una parte de mí siempre ha odiado este lugar. Odiaba sus costumbres y su mentalidad pueblerina. Veía a los tipos que me rodeaban y sabía que no aspiraban a ser políticos, jueces ni príncipes de la industria. No querían cambiar el mundo. Querían beber cerveza y echar algún que otro polvo, y trabajar en una gasolinera por mil dólares al mes ya les daba para eso. No pensaban marcharse de allí jamás, y si ellos no lo hacían, yo sí que estaba seguro de que me largaría.

– Así que te hiciste abogado.

– Exacto: una profesión noble, a pesar de lo que creas.

– Y te fuiste a Nueva York.

– Me fui a Nueva York, pero me repugnaba vivir en Nueva York, incluso más que vivir aquí. Quizás aún tenía que demostrar algo.

– Así que ahora vas a representar a ese chaval como una manera de vengarte de todos ellos.

– Algo por el estilo. Tengo un instinto visceral, Charlie: ese chaval no mató a Marianne Larousse. Puede que carezca de modales, pero me resisto a creer que sea un violador y un asesino. No puedo mantenerme al margen y ver cómo lo ejecutan por un crimen que no cometió.

Medité sobre aquello. Es posible que yo no fuese nadie para cuestionar las cruzadas ajenas. Después de todo, me habían acusado demasiadas veces de ser un cruzado.

– Te llamaré mañana -le dije-. Hasta entonces, procura no meterte en líos.

Suspiró hondamente, como si viese un rayo de esperanza en la oscuridad.

– Gracias, te lo agradecería.

Cuando colgué el teléfono, Rachel estaba apoyada en el marco de la puerta, mirándome.

– Vas a bajar, ¿verdad?

No era un reproche. Sólo una pregunta.

Me encogí de hombros y le dije:

– Tal vez.

– Crees tener una deuda de lealtad con él.

– No, con él en particular no. -No estaba seguro de poder expresar con palabras mis razones, pero creí que al menos necesitaba intentarlo, que necesitaba explicármelo a mí mismo y explicárselo a Rachel-. Cuando he estado en apuros, cuando me he encargado de casos difíciles, y más que difíciles, he tenido a mi lado a gente deseosa de ayudarme: tú, Ángel, Louis… Y otra mucha gente también, y a alguna de esa gente ayudarme le costó la vida. Ahora hay alguien que me pide ayuda, y no estoy seguro de que pueda darme media vuelta y quitarme de en medio tan fácilmente.

– En la vida todo se paga.

– Supongo que sí. Pero si bajo, primero hay que ocuparse de algunas cosas.

– ¿Como qué?

No contesté.

– Quieres decir que hay que ocuparse de mí -unos dedos invisibles trazaron unas delgadas líneas de irritación en su frente-. Ya hemos hablado de eso.

– No, yo he hablado de eso. Tú sólo te tapas las orejas.

Sentí cómo el tono de mi voz se elevaba y aspiré aire antes de proseguir.

– Mira, no quieres llevar un arma y…

– No estoy dispuesta a aguantar ese rollo -dijo. Subió las escaleras vociferando y, pasados unos segundos, oí que cerraba la puerta de su estudio de un portazo.

Me encontré con el sargento de detectives Wallace MacArthur, del Departamento de Policía de Scarborough en Panera Bread Company, en Maine Mall. Durante los sucesos que condujeron a la detención de Faulkner tuve un altercado con MacArthur, pero resolvimos nuestras diferencias en una comida en Back Bay Grill. Hay que reconocer que la comida me costó casi doscientos pavos, incluido el vino que se bebió MacArthur, aunque mereció la pena para tenerlo de nuevo de mi parte.

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