– Quizá. ¿Conoces a alguien que pueda instalarla?
– Conozco a un tipo. Llámame cuando hayas hablado con ella.
Le di las gracias y me levanté para irme. No había dado aún tres pasos cuando me detuvo su voz.
– Oye, ¿no tendrá por casualidad amigas solteras?
– Sí, creo que sí -le contesté justo antes de que se me cayera el alma a los pies y me diese cuenta de dónde me había metido. La cara de MacArthur se animó, mientras que la mía, por el contrario, se descompuso-. Oh, no. ¿Por quién me tomas? ¿Por una agencia de contactos?
– Venga, hombre, es lo menos que puedes hacer.
Moví la cabeza con gesto abatido.
– Le preguntaré, pero no te prometo nada.
Dejé a MacArthur con una sonrisa en la cara.
Con una sonrisa y con mucho azúcar glaseado alrededor de la boca.
El resto de la mañana y parte de la tarde lo dediqué a despachar el papeleo pendiente, hice la factura de dos clientes y revisé las escasas notas que tenía sobre Cassie Blythe. Había hablado con su antiguo novio, con sus amistades más cercanas y con sus compañeros de trabajo, así como con el personal de la agencia de contratación de Bangor, a la que había acudido el día mismo de su desaparición. Como le estaban reparando el coche, Cassie tomó un autobús para ir a Bangor y salió de la terminal de Greyhound, en la esquina entre Congress y St John, sobre las ocho de la mañana. Según los informes de la policía y el seguimiento de Sundquist, el conductor la recordaba porque intercambiaron unas palabras. Estuvo durante una hora en la agencia de contratación, sita en West Market Square, antes de entrar a curiosear en la librería Book Marcs. Uno de los empleados recordaba que le preguntó por libros firmados de Stephen King.
Después de eso, Cassie Blythe desapareció. No utilizó el billete de vuelta y no había constancia de que hubiese viajado con ninguna otra compañía de autobuses ni de que hubiese cogido un vuelo de cercanías. La tarjeta de crédito y la del cajero automático no se habían utilizado desde el día de su desaparición. Me estaba quedando sin gente a la que poder recurrir y todo aquello no estaba llevándome a nada.
Tenía la impresión de que no iba a encontrar a Cassie Blythe. Ni viva ni muerta.
El Lexus negro se detuvo ante la casa poco después de las tres. Yo estaba en el piso de arriba, delante del ordenador, imprimiendo las noticias sobre el asesinato de Marianne Larousse. La mayoría de ellas daba muy poca información, salvo un suelto del State que detallaba el hecho de que Elliot Norton se había encargado de la defensa de Atys Jones en sustitución del abogado de oficio asignado al caso, un tal Laird Rhine. Para el cambio de abogado no se tramitó una petición oficial, lo que significaba que Rhine había acordado con Elliot abandonar el caso. En unas breves declaraciones, Elliot le comentaba al periodista que, aunque Rhine era un buen abogado, Jones se merecía algo más que un abogado de oficio agobiado por la falta de tiempo. Rhine no comentaba nada. La noticia databa de un
– Necesitas que alguien se pase por allí y le eche un vistazo, ¿verdad?
– Sólo hasta que vuelva.
– Eso está hecho.
– Gracias.
– ¿Tiene algo que ver con Faulkner?
Me encogí de hombros.
– Supongo que sí.
– Parker, los suyos ya están muertos. Sólo queda él.
– Es posible.
– ¿Ha ocurrido algo que te haga pensar lo contrario?
Negué con la cabeza. No había nada, sólo una sensación de desasosiego y la creencia de que Faulkner no pasaría por alto el aniquilamiento de su prole.
– Parker, tienes suerte en todo. Lo sabes, ¿verdad? La sentencia del departamento del fiscal general, literalmente, no te afectó: no fueron contra ti por obstaculizar la investigación, no formularon cargos contra ti ni contra tus amigotes por las muertes que tuvieron lugar en Lubec. No quiero decir que los mataras tú ni mucho menos, pero aun así…
– Lo sé -le interrumpí con aspereza, porque quería cambiar de tema-. Bueno, te ocuparás de que alguien se pase por casa, ¿verdad?
– Seguro, no te preocupes. Cuando pueda, lo haré yo mismo. ¿Crees que estará de acuerdo en que instalemos una alarma?
Yo ya lo había considerado. Con toda probabilidad requeriría destrezas diplomáticas a nivel de la ONU, pero supuse que al final Rachel se dejaría convencer.
– Quizá. ¿Conoces a alguien que pueda instalarla?
– Conozco a un tipo. Llámame cuando hayas hablado con ella.
Le di las gracias y me levanté para irme. No había dado aún tres pasos cuando me detuvo su voz.
– Oye, ¿no tendrá por casualidad amigas solteras?
– Sí, creo que sí -le contesté justo antes de que se me cayera el alma a los pies y me diese cuenta de dónde me había metido. La cara de MacArthur se animó, mientras que la mía, por el contrario, se descompuso-. Oh, no. ¿Por quién me tomas? ¿Por una agencia de contactos?
– Venga, hombre, es lo menos que puedes hacer.
Moví la cabeza con gesto abatido.
– Le preguntaré, pero no te prometo nada.
Dejé a MacArthur con una sonrisa en la cara.
Con una sonrisa y con mucho azúcar glaseado alrededor de la boca.
El resto de la mañana y parte de la tarde lo dediqué a despachar el papeleo pendiente, hice la factura de dos clientes y revisé las escasas notas que tenía sobre Cassie Blythe. Había hablado con su antiguo novio, con sus amistades más cercanas y con sus compañeros de trabajo, así como con el personal de la agencia de contratación de Bangor, a la que había acudido el día mismo de su desaparición. Como le estaban reparando el coche, Cassie tomó un autobús para ir a Bangor y salió de la terminal de Greyhound, en la esquina entre Congress y St John, sobre las ocho de la mañana. Según los informes de la policía y el seguimiento de Sundquist, el conductor la recordaba porque intercambiaron unas palabras. Estuvo durante una hora en la agencia de contratación, sita en West Market Square, antes de entrar a curiosear en la librería Book Marcs. Uno de los empleados recordaba que le preguntó por libros firmados de Stephen King.
Después de eso, Cassie Blythe desapareció. No utilizó el billete de vuelta y no había constancia de que hubiese viajado con ninguna otra compañía de autobuses ni de que hubiese cogido un vuelo de cercanías. La tarjeta de crédito y la del cajero automático no se habían utilizado desde el día de su desaparición. Me estaba quedando sin gente a la que poder recurrir y todo aquello no estaba llevándome a nada.
Tenía la impresión de que no iba a encontrar a Cassie Blythe. Ni viva ni muerta.
El Lexus negro se detuvo ante la casa poco después de las tres. Yo estaba en el piso de arriba, delante del ordenador, imprimiendo las noticias sobre el asesinato de Marianne Larousse. La mayoría de ellas daba muy poca información, salvo un suelto del State que detallaba el hecho de que Elliot Norton se había encargado de la defensa de Atys Jones en sustitución del abogado de oficio asignado al caso, un tal Laird Rhine. Para el cambio de abogado no se tramitó una petición oficial, lo que significaba que Rhine había acordado con Elliot abandonar el caso. En unas breves declaraciones, Elliot le comentaba al periodista que, aunque Rhine era un buen abogado, Jones se merecía algo más que un abogado de oficio agobiado por la falta de tiempo. Rhine no comentaba nada. La noticia databa de un par de semanas atrás. Estaba imprimiéndola justo en el instante en que llegó el Lexus.
El hombre que salió del asiento del copiloto llevaba unas zapatillas Reebok manchadas de pintura, unos pantalones vaqueros manchados de pintura y, para rematar el conjunto, una camisa vaquera manchada de pintura. Parecía un modelo de pasarela en un congreso de decoradores, en el caso de que los gustos de los decoradores se decantasen por los ladrones semijubilados y maricas de un metro sesenta y cinco de estatura. Ahora que lo pienso, cuando yo vivía en el East Village había varios decoradores cuyos gustos se habían decantado por ahí.
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