John Connolly - El camino blanco

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En Carolina del Sur, un joven negro se enfrenta a la pena de muerte acusado de haber violado y asesinado a Marianne Larousse, hija de uno de los hombres más ricos del estado. El caso, que nadie quiere investigar, hunde sus raíces en un mal que se remonta a un pasado remoto, el tipo de misterio que se ha convertido en la especialidad del detective Charlie Parker. Éste ignora que está a punto de sumergirse en una auténtica pesadilla y de introducirse en un escenario teñido de sangre en el que se mezclan el espectro asesino de una mujer encapuchada, un coche negro que espera a un pasajero que nunca llega, y la complicidad tanto de amigos como de enemigos en los sucesos que rodean la muerte de Marianne Larousse. Más que una investigación, es un descenso a los abismos, un enfrentamiento con las fuerzas oscuras que amenazan todo aquello que Parker ama.
Paralelamente, en la celda de una prisión, el fanático predicador Faulkner trama una venganza contra Charlie Parker, y para ello utilizará a los mismos hombres a los que el detective está siguiendo, y a una extraña y contrahecha criatura que guarda sus secretos enterrados en la orilla de un río: Cyrus Nairn.
Todas estas figuras deberán enfrentarse a su cruento destino final en los pantanos del sur y los bosques del norte, escenarios muy alejados entre sí pero unidos por un frágil hilo: el lugar donde convergen los caminos de los muertos y de los vivos.

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– Ni idea.

– Está en Georgia. Louis nació cerca de allí. De camino a Carolina del Sur, vamos a hacer una paradita en Caina. Sólo para que lo sepas.

Mientras hablaba, vi en sus ojos algo que reconocí de inmediato, porque antes lo había visto en los míos: un fuego feroz. Se levantó y volvió la cara para ocultarme el dolor que sentía al moverse. Luego se dirigió a la puerta mosquitera.

– No va a resolver nada -dije.

Se detuvo.

– ¿Y eso qué importancia tiene?

A la mañana siguiente, Ángel apenas habló durante el desayuno, y lo poco que habló no iba dirigido a mí. La conversación que mantuvimos en el porche no propició que acercáramos posiciones. Al contrario, confirmó que nuestras desavenencias aumentaban. Antes de que se marchasen, Louis era consciente de ese distanciamiento.

– ¿Hablasteis anoche? -preguntó.

– Un poco.

– Cree que debiste matar al predicador cuando tuviste la oportunidad.

Veíamos a Rachel hablándole en voz baja a Ángel. Ángel tenía la cabeza gacha y asentía de vez en cuando, pero yo podía percibir cómo le acometían las oleadas de desasosiego. Ya no era momento de hablar ni de razonar.

– ¿Me culpa a mí?

– No es tan sencillo como eso.

– ¿Y tú?

– No, yo no. Ángel ya habría muerto más de dos veces de no haber sido por ti. Entre tú y yo no hay querella alguna. Es Ángel quien tiene el problema.

Ángel se inclinó y besó en la mejilla a Rachel de una manera cariñosa aunque apresurada y se dirigió al coche. Nos miró, asintió y entró en el vehículo.

– Hoy voy a subir allí -dije.

Louis, a mi lado, pareció sobresaltarse.

– ¿A la cárcel?

– Así es.

– ¿Puedo preguntar por qué?

– Faulkner ha solicitado mi presencia.

– ¿Y estás dispuesto a verlo?

– Necesitan toda la ayuda posible, y Faulkner no está prestándosela. Creen que mi presencia no les vendrá mal.

– Se equivocan.

No repliqué.

– Aún pueden llamar a declarar a Ángel.

– Antes tendrán que encontrarlo.

– Si testifica, tal vez pueda colaborar a que Faulkner se pase el resto de la vida entre rejas.

Louis ya se alejaba.

– Es posible que no queramos que se quede entre rejas -dijo-. Es posible que lo prefiramos libre, para así poder echarle el guante.

Observé cómo su coche bajaba por Black Point Road, a través del puente, y subía por Old County, hasta que lo perdí de vista. Rachel estaba a mi lado, cogida de mi mano.

– ¿Sabes? -me dijo-. Ojalá nunca hubieses tenido noticias de Elliot Norton. Desde que te llamó nada ha sido igual.

Le apreté la mano con fuerza, en un gesto que expresaba, a partes iguales, consuelo y asentimiento. Tenía razón. De algún modo, nuestras vidas se habían contaminado a causa de unos asuntos en los que no habíamos tenido arte ni parte. El hecho de querer obviarlos ahora no nos ayudaría. Ya no.

Y nos quedamos allí juntos, ella y yo, como si, en un pantano de Carolina, un hombre intentara palpar el reflejo de su propia sombra y fuese devorado por ella.

4

Un individuo llamado Landron Mobley se detuvo a escuchar, con el dedo en el gatillo de su rifle de caza. El agua de la lluvia goteaba desde las hojas de un álamo de Virginia, tiñendo de gris su enorme tronco. De la maleza que crecía a su derecha le llegaba el profundo y ruidoso croar de las ranas toro, mientras que un ciempiés de color marrón rojizo, en busca de arañas e insectos, avanzaba en torno a la puntera de su bota izquierda. Las cochinillas que se alimentaban por allí ignoraban la proximidad de la amenaza. Durante unos segundos, Mobley siguió con la mirada al ciempiés y observó, risueño, cómo aceleraba el paso bruscamente, con las patas y las antenas casi invisibles por la velocidad, y cómo las cochinillas se dispersaban o rodaban convertidas en bolas blindadas de color gris. El ciempiés se enroscó sobre uno de los bichitos y comenzó a hurgar en el punto en que se unían la cabeza y el cuerpo metálico, buscando un sitio vulnerable donde inyectar su veneno. La lucha fue corta y terminó con la muerte de la cochinilla. Mobley volvió su atención a lo que tenía entre manos.

Se llevó al hombro la culata de nogal del Voere, parpadeó para quitarse el sudor de los ojos y acercó el ojo derecho a la mira telescópica. El cañón del rifle relucía débilmente a la luz última de la tarde. De su derecha le llegó de nuevo un crujido, seguido de un estridente cli-cli-cli. Apuntó y giró el arma un poco hasta que se detuvo en un laberinto de liquidámbares, de olmos y de sicómoros, de los que colgaban enredaderas secas como si fuesen pieles de serpiente. Respiró hondo una sola vez y exhaló el aire poco a poco, justo cuando el milano real abandonaba su refugio, con su cola larga y negra ahorquillada, con el blancor de su pechera y de su cabeza fantasmagórica contrastando con la negrura del extremo de sus alas, como si una sombra negra hubiese descendido sobre el pájaro, a modo de presagio de una muerte inminente.

La pechuga le explotó en un torbellino de sangre y de plumas, y el milano pareció rebotar en el aire cuando recibió el impacto de la bala. El pájaro cayó segundos más tarde y fue a parar a un macizo de alisos. Mobley se apartó la culata del hombro y abrió la recámara de cinco cartuchos, que estaba vacía. Aparte del milano, aquello significaba que sus cinco proyectiles habían acabado con un mapache, con una zarigüeya de Virginia, con un gorrión y con una tortuga mordedora, esta última pieza decapitada de un solo tiro mientras tomaba el sol sobre un tronco, a menos de sesenta centímetros de donde se encontraba Mobley.

Se encaminó al macizo de alisos y estuvo fisgoneando por allí hasta que dio con el cuerpo del pájaro, que tenía el pico entreabierto y un agujero en el centro de su ser que lanzaba destellos rojos y negros. Sintió una satisfacción que no había experimentado al cobrarse las otras cuatro piezas y le invadió una excitación casi sexual por la naturaleza transgresora del acto que acababa de cometer: la destrucción no sólo de una pequeña forma de vida, sino también la eliminación de esa brizna de elegancia y hermosura que aquel pájaro había añadido al mundo. Mobley removió el cadáver aún caliente del milano con la boca del rifle. Las plumas se unieron ligeramente como si quisieran cerrar la herida, como si el tiempo corriera al revés y los tejidos cobraran ímpetu, y la sangre fluyese de nuevo por su cuerpo, y la pechuga agujereada volviera de repente a hincharse, y el milano pudiera remontar el vuelo, reconstruyendo su cuerpo a medida que se elevaba, de modo que el impacto de la bala no implicase un momento de destrucción, sino de creación.

Mobley se puso en cuclillas y recargó el rifle con cuidado. Luego se sentó en el tronco de un haya caída y sacó de la mochila una Miller High Life. Tiró de la pestaña de la lata, dio un trago largo y eructó, con la mirada fija donde el milano había ido a caer, como si en verdad esperase que volviese a la vida, que ascendiese de la tierra manchado de sangre y se elevase a los cielos. En algún lugar sombrío de su conciencia, Landron Mobley deseaba secretamente no haber matado al milano, sino tan sólo haberlo herido; deseaba haber encontrado al pájaro, al remover la hojarasca, revolcándose en el suelo, con las alas batiendo en vano la tierra y la sangre manándole de la herida. En ese caso, Mobley se hubiera arrodillado, hubiera agarrado el pájaro por el cuello con su mano izquierda y le hubiera metido un dedo por el agujero de la bala, girándolo contra la carne, palpando su calidez mientras el pájaro forcejeaba, desgarrándolo por dentro, hasta que el milano se estremeciese y muriese. Mobley convertido, a su manera, en una bala, una bala que explorase aquel cuerpo como si fuese tanto el instrumento como el agente de la destrucción del milano.

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