John Connolly - El camino blanco

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En Carolina del Sur, un joven negro se enfrenta a la pena de muerte acusado de haber violado y asesinado a Marianne Larousse, hija de uno de los hombres más ricos del estado. El caso, que nadie quiere investigar, hunde sus raíces en un mal que se remonta a un pasado remoto, el tipo de misterio que se ha convertido en la especialidad del detective Charlie Parker. Éste ignora que está a punto de sumergirse en una auténtica pesadilla y de introducirse en un escenario teñido de sangre en el que se mezclan el espectro asesino de una mujer encapuchada, un coche negro que espera a un pasajero que nunca llega, y la complicidad tanto de amigos como de enemigos en los sucesos que rodean la muerte de Marianne Larousse. Más que una investigación, es un descenso a los abismos, un enfrentamiento con las fuerzas oscuras que amenazan todo aquello que Parker ama.
Paralelamente, en la celda de una prisión, el fanático predicador Faulkner trama una venganza contra Charlie Parker, y para ello utilizará a los mismos hombres a los que el detective está siguiendo, y a una extraña y contrahecha criatura que guarda sus secretos enterrados en la orilla de un río: Cyrus Nairn.
Todas estas figuras deberán enfrentarse a su cruento destino final en los pantanos del sur y los bosques del norte, escenarios muy alejados entre sí pero unidos por un frágil hilo: el lugar donde convergen los caminos de los muertos y de los vivos.

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– ¿Cuándo tienes planeado salir? -me preguntó.

– El domingo.

Rachel y yo lo habíamos hablado y convinimos en que mi conciencia no descansaría a menos que me fuese allí durante un par de días como mínimo. A riesgo de que Rachel se cabreara tanto conmigo que me dejara hecho polvo, me atreví a sacar el tema de la conversación que mantuve con MacArthur. Para mi sorpresa, accedió tanto a que se pasase a verla con regularidad como a la instalación de una alarma en la cocina y otra en nuestro dormitorio.

Por cierto, también estuvo de acuerdo en buscarle pareja a MacArthur.

Louis pareció consultar una especie de calendario mental.

– Me reuniré contigo allí -dijo.

– Los dos nos reuniremos contigo allí -le corrigió Ángel.

Louis le lanzó una mirada.

– Primero tengo que hacer algo -replicó-. Y ese algo me pilla de camino.

Ángel apartó una migaja.

– Yo no tengo ningún plan -dijo Ángel, con una voz estudiadamente inexpresiva.

Como me daba la impresión de que la conversación había tomado un rumbo desconocido para mí, y como no estaba dispuesto a pedir un mapa para situarme, pedí la cuenta.

– ¿Tienes la más mínima idea de lo que estaban hablando? -me preguntó Rachel cuando nos dirigíamos al coche.

Ángel y Louis iban delante de nosotros sin decir palabra.

– No -respondí-. Pero me da la impresión de que alguien va a lamentar que esos dos hayan salido de Nueva York.

Sólo esperaba que ese alguien no fuese yo.

Aquella noche me despertó un ruido proveniente del piso de abajo. Dejé que Rachel siguiese durmiendo, me puse la bata a toda prisa y bajé las escaleras. La puerta de entrada estaba entreabierta. Ángel estaba sentado, con las piernas estiradas, en una silla del porche, vestido con un pantalón de chándal y una vieja camiseta de Doonesbury. Tenía un vaso de leche en la mano y miraba hacia la marisma iluminada por la luz de la luna. Del oeste nos llegó el grito de un búho, que bajaba y subía de tono. En el cementerio de Black Point había un par de nidos. A veces, por la noche, los faros de los coches los iluminaban y los veíamos encaramarse a las copas de los árboles con un ratón forcejeando para desprenderse de sus garras.

– ¿Los búhos te desvelan?

Me lanzó una mirada por encima del hombro y en su sonrisa reconocí un poco al Ángel de antes.

– El silencio es lo que me desvela. ¿Cómo coño puedes dormir con toda esta tranquilidad?

– Puedo comenzar a tocar el claxon y a blasfemar en árabe si crees que eso te servirá de algo.

– Caramba, ¿lo harías?

Estábamos rodeados de mosquitos que merodeaban esperando la ocasión de posarse sobre sus presas. Eché mano de una caja de cerillas que había en el alféizar de la ventana, encendí una vela repelente y me senté a su lado. Él me ofreció el vaso de leche.

– ¿Leche?

– No, gracias. Estoy intentando dejarla.

– Haces bien. El calcio podría matarte.

Se bebió la leche a sorbos.

– ¿Te preocupa?

– ¿Quién, Rachel?

– Sí, Rachel. ¿Por quién creías que te preguntaba, por Chelsea Clinton?

– Está muy bien. Pero he oído que a Chelsea le va bien en la universidad, así que eso tampoco está mal.

Una sonrisa revoloteó en sus labios, como el breve batir de las alas de una mariposa.

– Sabes a qué me refiero.

– Lo sé. A veces tengo miedo. Tengo tanto miedo que salgo aquí afuera, le echo un vistazo a la marisma y me pongo a rezar. Rezo para que no les pase nada ni a Rachel ni al bebé. Francamente, creo que he sufrido lo mío. Todos lo hemos sufrido. Tenía ciertas esperanzas de que el libro se hubiese cerrado durante un tiempo.

– Un lugar como éste, en una noche como ésta, quizás invita a creer que ha sido así -dijo-. Es un lugar bonito, además de tranquilo.

– ¿Estás pensando en jubilarte aquí? En ese caso tendré que mudarme de nuevo.

– No, a mí me gusta demasiado la ciudad. Pero esto está bien para un cambio de aires.

– En la leñera hay serpientes.

– ¿No las tenemos todos? ¿Qué vas a hacer con ellas?

– Dejarlas en paz. Espero que se vayan o que cualquier alimaña las mate por mí.

– ¿Y si eso no ocurre?

– Entonces yo mismo me encargaré de ellas. ¿Quieres decirme por qué estás aquí fuera?

– Me duele la espalda -se limitó a contestar-. También me duele la parte de los muslos de la que me arrancaron la piel.

Vi reflejadas en sus ojos las formas de la noche con tanta nitidez que parecía que fuesen una parte de él, los componentes de un mundo muy oscuro que, de algún modo, había invadido y colonizado su alma.

– Aún los veo, ¿sabes? A aquel predicador de los cojones y a su hijo mientras me sujetaban y me cortaban la piel. Me susurraba al oído, ¿lo sabías? Aquel cabrón de Pudd me susurraba al oído, me frotaba la frente y me decía que todo iba bien, mientras su viejo me rajaba. Cada vez que me pongo de pie o me desperezo, siento la cuchilla en la piel y me trae todo aquello a la memoria. Y, cuando eso ocurre, el odio vuelve a inundarme. Nunca había sentido tanto odio.

– Se desvanece -dije en voz baja.

– ¿De verdad?

– Sí.

– Pero no desaparece.

– No, es tuyo. Haz con él lo que tengas que hacer.

– Quiero matar a alguien -lo dijo sin mostrar sentimiento alguno, con voz serena, con el mismo tono con que alguien diría en un día caluroso que va a darse una ducha fría.

Louis era el asesino, pensé. No importaba que matase por motivos que no tenían nada que ver con el dinero, con la política ni con el poder; no importaba que ya no fuese moralmente neutral, como tampoco importaba lo que pudo haber hecho o no en el pasado: nadie iba a llorar a las víctimas que elegía. Louis era capaz de segar una vida sin perder el sueño por ello.

Ángel era diferente. Cuando las circunstancias le habían obligado a matar o a morir, había elegido matar. Le molestaba hacerlo, pero era mejor estar molesto sobre la tierra que debajo de ella, y yo tenía razones personales para agradecerle sus acciones. Faulkner había destruido algo dentro de Ángel, un pequeño dique que se había construido dentro de sí para contener toda la pena, todo el dolor y toda la ira por las cosas que le habían pasado a lo largo de su vida. Yo conocía algunos detalles: los abusos sexuales, el hambre, el rechazo, la violencia. Pero en ese momento empecé a darme cuenta de las consecuencias de que todo aquello se hubiese desbordado.

– Sin embargo, aún sigues sin querer testificar contra él aunque te lo pidan -le dije.

Sabía que el fiscal auxiliar del distrito dudaba de que fuese conveniente requerir la comparecencia de Ángel en el juicio, en especial por el hecho de que tendrían que citarlo, y Ángel no era de esos que visitan los juzgados de forma voluntaria.

– No sería de gran ayuda como testigo.

Era verdad, pero yo no sabía qué debía contarle y qué no sobre el caso Faulkner. No sabía si debía comentarle la poca consistencia que tenía el caso en sí y el miedo de que todo se viniera abajo si no se aportaban pruebas más sólidas. Según el periódico, Faulkner se quejaba de que él había sido, en realidad, prisionero de su hijo y de su hija durante cuatro décadas; que ellos dos fueron los únicos responsables de la muerte de la gente de su congregación y de las agresiones contra grupos e individuos cuyas creencias eran distintas de las de ellos, así como que fueron sus hijos quienes le llevaban los huesos y los trozos de piel de las víctimas y quienes le obligaban a que las conservase como reliquias. El típico argumento en su defensa de «Los que ya están muertos lo hicieron».

– ¿Sabes dónde queda Caina? -preguntó Ángel.

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