John Connolly - El camino blanco

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En Carolina del Sur, un joven negro se enfrenta a la pena de muerte acusado de haber violado y asesinado a Marianne Larousse, hija de uno de los hombres más ricos del estado. El caso, que nadie quiere investigar, hunde sus raíces en un mal que se remonta a un pasado remoto, el tipo de misterio que se ha convertido en la especialidad del detective Charlie Parker. Éste ignora que está a punto de sumergirse en una auténtica pesadilla y de introducirse en un escenario teñido de sangre en el que se mezclan el espectro asesino de una mujer encapuchada, un coche negro que espera a un pasajero que nunca llega, y la complicidad tanto de amigos como de enemigos en los sucesos que rodean la muerte de Marianne Larousse. Más que una investigación, es un descenso a los abismos, un enfrentamiento con las fuerzas oscuras que amenazan todo aquello que Parker ama.
Paralelamente, en la celda de una prisión, el fanático predicador Faulkner trama una venganza contra Charlie Parker, y para ello utilizará a los mismos hombres a los que el detective está siguiendo, y a una extraña y contrahecha criatura que guarda sus secretos enterrados en la orilla de un río: Cyrus Nairn.
Todas estas figuras deberán enfrentarse a su cruento destino final en los pantanos del sur y los bosques del norte, escenarios muy alejados entre sí pero unidos por un frágil hilo: el lugar donde convergen los caminos de los muertos y de los vivos.

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El conductor del coche era al menos treinta centímetros más alto que su compañero y llevaba unos mocasines de color corinto que habían conocido tiempos mejores y un traje de lino de color canela. Su tez negra brillaba a la luz del sol, tan sólo oscurecida por una levísima sombra de pelo en la cabeza y una barba que circundaba sus labios fruncidos.

– Bueno, este sitio es muchísimo más bonito que aquel basurero al que llamabas hogar -dijo Louis cuando bajé a recibirlos.

– Si tanto lo odiabas, ¿por qué te tomabas la molestia de ir allí de visita?

– Porque te ponía de mala leche.

Le tendí la mano a Louis para estrechársela y me vi con una maleta de Louis Vuitton en ella.

– No doy propina -dijo.

– Lo supuse en cuanto me di cuenta de que eres demasiado tacaño como para venir en avión para pasar el fin de semana.

Enarcó un poco la ceja.

– Oye, trabajo gratis para ti, traigo mis propias armas y compro las balas. No puedo permitirme el lujo de venir en avión.

– ¿Todavía llevas un arsenal en el maletero del coche?

– ¿Por qué lo preguntas? ¿Necesitas algo?

– No, pero si a tu coche lo parte un rayo, sabré adónde ha ido a parar mi jardín.

– Todas las precauciones son pocas. El mundo es un infierno lleno de maldad.

– ¿Sabes? Existe una palabra para la gente que está convencida de que tiene el mundo entero en su contra: paranoia.

– Sí, y hay una palabra para la gente que no: muerte.

Pasó con majestuosidad junto a mí, se dirigió a Rachel y la abrazó cariñosamente. Rachel era la única persona a la que Louis demostraba un afecto verdadero. Sólo podía imaginar que le acariciaba la cabeza de vez en cuando a Ángel. Al fin y al cabo, llevaban casi seis años juntos.

Ángel se puso a mi lado.

– Creo que está volviéndose más cariñoso a medida que envejece -le dije.

– Sería igual de cariñoso si tuviese garras, ocho piernas y un aguijón en la punta del rabo.

– Caray, y es todo tuyo.

– Sí, ¿no soy un tipo con suerte?

Parecía como si Ángel hubiera envejecido de repente desde la última vez que lo vi, unos meses atrás. Tenía unas profundas arrugas alrededor de los ojos y de la boca y el pelo negro salpicado de canas. Incluso andaba con más lentitud, como si temiese tropezar. Sabía por Louis que aún tenía un intenso dolor en los omóplatos, allí donde el predicador Faulkner le había cortado un cuadrado de piel, para luego dejar a Ángel sangrando dentro de una vieja bañera. Los injertos estaban agarrando, pero las cicatrices le dolían cada vez que hacía el mínimo movimiento. Louis y Ángel habían soportado un periodo de separación forzosa. La implicación directa de Ángel en los acontecimientos que desembocaron en la captura de Faulkner tuvo como consecuencia inevitable el hecho de que la policía lo pusiera en su punto de mira. Se había mudado a un apartamento a diez manzanas del de Louis para que su amante no se viese involucrado en la investigación, puesto que el pasado de Louis no resistiría un examen minucioso por parte de las fuerzas de la ley y del orden. Estaban corriendo un riesgo incluso al venir aquí juntos, pero fue Louis quien lo sugirió y no me sentía con ganas de discutir con él. Puede que pensara que a Ángel le vendría bien estar con gente que le quería.

Ángel adivinó mis pensamientos, porque sonrió con tristeza.

– No tengo buen aspecto, ¿verdad?

Le devolví la sonrisa.

– Nunca lo tuviste.

– Oh, sí. Lo había olvidado. Vayamos adentro. Haces que me sienta un inválido.

Vi cómo Rachel le besaba con ternura en la mejilla y le susurraba algo al oído. Por primera vez desde que había llegado se rió.

Pero cuando Rachel me miró por encima del hombro de Ángel, sus ojos traslucían la compasión que sentía por él.

Cenamos en Katahdin, en el cruce de Spring y High, en Portland. Katahdin tiene un mobiliario mal conjuntado, una decoración excéntrica, y a uno le da la impresión de estar comiendo en el salón de una casa particular. A Rachel y a mí nos encanta. Por desgracia, también a mucha otra gente, así que tuvimos que esperar durante un rato en la acogedora barra, oyendo los chismorreos y la cháchara de los que solían comer allí. Ángel y Louis pidieron una botella de chardoné Kendall-Jackson y me di el gusto de beberme media copa. Después de la muerte de Jennifer y de Susan, pasé mucho tiempo sin probar el alcohol. La noche en que murieron me había ido a un bar, y después supe encontrar muchas maneras de atormentarme por no haber estado a su lado cuando me necesitaron. Ahora sólo me tomaba una cerveza de vez en cuando y, en alguna ocasión muy especial, un vaso de vino Flagstone en casa. No echaba de menos la bebida. Mi afición por el alcohol se había esfumado casi por completo.

Al final, encontramos mesa en un rincón y empezamos con uno de los excelentes panecillos de mantequilla del Katahdin. Hablamos del embarazo de Rachel, criticaron la decoración de mi casa y nos pusimos al día en los cotilleos de Nueva York cuando llegaron sus platos de marisco y mi London broil.

– Tío, tu casa está llena de viejos trastos de mierda -dijo Louis.

– Antigüedades -le corregí-. Eran de mi abuelo.

– Por mí como si fueran de Moisés. Son trastos viejos, te pareces a uno de esos hijos de puta que venden basura por internet en las subastas de e-Bay. ¿Cuándo vas a convencerlo para que compre muebles nuevos, guapa?

Rachel levantó las manos e hizo un gesto de yo-no-me-meto-en-eso justo en el instante en que la dueña del local se acercó a nuestra mesa para asegurarse de que todo estaba en orden. Le sonrió a Louis, que se mostró un poco desconcertado ante el hecho de que su presencia no la hubiera intimidado. La mayoría de la gente se sentía intimidada, como mínimo, ante Louis, pero la dueña del Katahdin era una mujer fuerte y atractiva que no se dejaba intimidar por un simple «Gracias por preguntarlo». Al contrario, le sirvió más panecillos de mantequilla y lo miró del modo en que un perro miraría un hueso especialmente apetitoso.

– Me parece que le gustas -dijo Rachel, irradiando inocencia.

– Soy marica, no ciego.

– Pero ella no te conoce tanto como nosotros -añadí-. Yo que tú me lo comería todo. Vas a necesitar todas tus energías para salir corriendo.

Louis frunció el ceño. Ángel se mantenía en silencio, porque ya había tenido bastante a lo largo de todo el día. Se le levantó el ánimo cuando la charla se centró en Willie Brew, que estaba al frente de una tienda de coches en Queens y que fue quien me proporcionó mi Boss 302; además, Louis y Ángel eran socios suyos.

– Su hijo dejó embarazada a una chica -me contó.

– ¿Qué hijo, Leo?

– No, el otro, Nicky. El que parece un idiota erudito, aunque sin lo de erudito.

– ¿Va a hacer lo que debe?

– Ya lo ha hecho. Se las piró a Canadá. El padre de la chica está muy cabreado. El tipo se llama Pete Drakonis, pero todo el mundo lo llama Jersey Pete. Creo que no se debería joder a tipos que tienen nombre de estado, salvo Vermont quizás. Un tipo que se llama Vermont se empeñaría en que te dedicases a salvar ballenas y a beber té chai.

Mientras tomábamos el café, les conté lo de Elliot Norton y su cliente. Ángel movió la cabeza con desaliento.

– Carolina del Sur no es mi lugar preferido -dijo.

– Es difícil que allí organicen un desfile oficial para celebrar el día del Orgullo Gay -reconocí.

– ¿De dónde dijiste que era el tipo? -preguntó Louis.

– De un pueblo llamado Grace Falls. Está por…

– Sé por dónde queda -contestó.

Había algo en el tono de su voz que hizo que me callase. Incluso Ángel le miró, pero no insistió sobre ese punto. Nos limitamos a observar cómo Louis desmigaba un trozo de panecillo con el pulgar y el índice.

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